domingo, 28 de julio de 2013

7Sangre de alas rotas. Apetito estelar.

   


     Prólogo
    Incorporo aquí la siguiente entrada de Zaza, aunque en la novela la segunda entrada será antes, estará en función del espacio que me ocupen sus recuerdos. El título sigue sin convencerme pero aún no me lancé a buscar otro. Sumergido en la trama de la novela, en su recta final creo aunque ignoro el espacio que ocupará, me cuesta salir de ella, pero entiendo que tampoco se trata de perder el contacto por completo. ¿O sí? Es una pregunta que me genera dudas y a la que le doy vueltas, si el proceso creativo debe ceder espacios al proceso comercial y la presencia en la redes sociales. Se puede argumentar que cúal es el sentido de la creación si no conseguimos hacerla llegar a los otros. Yo contestaría que ya pago mi cuota, que vivo en un sistema capitalista que me parece demencial y cruel (y no me preguntéis por otro sistema mejor porque al dia de hoy lo desconozco), y que como entiendo que no se puede vivir ajeno a la realidad aporto esa cuota a través de mi trabajo (por el que al parecer ahora hay que estar agradecidos como si fuera un regalo). Luego en mi vida privada trato de compaginar el proceso creativo con la actividad social, pero hay momentos en que el primero te pide dedicación plena o casi plena. Y hay que dejarse llevar por ese impulso o corremos el riesgo de perder eso que nos llena. Después de todo la percepción que uno tiene, su estado de ánimo, es el que le hace sentir la vida con mayor o menor índice de felicidad. Asi que cada cosa a su tiempo y cuando el proceso creativo nos arrastra hay que dejarse llevar por él y gozarlo por encima de otras consideraciones, convertirlo en prioritario. Tiempo habrá después para atender otras facetas. Eso es lo que pienso.
    Por cierto, ¿qué tal el título "Siempre hay preguntas sin respuesta"?

Apetito estelar
Peña
    De todas las poses posibles Muñoz-Seca eligió la de perro agresivo, ladraba cuando llegó. Con todo se trajo a sus chicos y a los de la científica para peinar el escenario del crimen y las inmediaciones. Los polígonos al anochecer son lugares desangelados, la calle en cuesta tenía un aire como de pueblo del oeste abandonado y corría un vientecillo gélido y desagradable. No me apetecía charlar junto a los cadáveres, así que me refugié tras el furgón de la científica y le di a Muñoz-Seca pelos y señales de lo que sabía. Bufó al saber de la Hermandad.
    — ¿Qué mierda me estás contando?
    —Ya, no tiene pies ni cabeza, pero el arquitecto está convencido de que están implicados. No sé si existirán y si existen a qué se dedican, pero de fijo que trabajan con dinero negro, ahí tienes una excusa para tu intervención.
    —Investigando a los Illuminati de turno, para ser el hazmerreir de la Brigada. No me jodas, Peña. Ciñámonos al asesino que es alguien concreto al que encerrar en una celda, ya me preocupo yo de las excusas —se atusó el pelo despeinado por el viento, fiel a su imagen de galán— Ocúpate tú de seguirles la pista a esos y si encuentras algo a lo que hincar el diente me avisas.
    Me pareció perfecto. Le di los datos del Focus y la descripción del propietario, también quedé en pasarme por  la UDEF a la mañana siguiente para ayudar a construir un retrato robot. En unos minutos tuvo la información sobre el titular del vehículo, la misma que le había pedido a Melani que consultara en la DGT, resultó que pertenecía a un muerto. Más suerte tuvimos con los datos del ordenador, al parecer al emitir una factura se generaba una copia en la empresa matriz, los esfuerzos del asesino por borrar las huellas del envío habían fracasado. Dos hombres muertos por nada. Hasta la mañana siguiente no podríamos disponer de la dirección de entrega, pero por si acaso Muñoz-Seca envió un vehículo de la policía a custodiar las oficinas.
    Una humareda negra se elevó hacia el cielo desde una calle cercana, un incendio inoportuno. El Inspector Jefe envío a los suyos a investigar y nos dimos de morros con otro inconveniente, lo que ardía era el Focus. El asesino había estado vigilando nuestros movimientos, se arriesgaba. Muñoz-Seca puso en pie de guerra a sus tropas, avisó a las patrullas de la Policía Nacional y envió también a los que custodiaban la escena, no podía andar muy lejos. Les facilité la descripción por la emisora, aunque dudaba que tuviéramos suerte.
    No la hubo, pero cabía suponer que para deshacerse del Focus había tenido que robar un vehículo en las inmediaciones, en cuanto pusieran la denuncia tendríamos los datos. Tampoco puse muchas esperanzas en eso, me estaba familiarizando con sus métodos y no era de los que descuidaban  los detalles, posiblemente se desharía del coche aquella misma noche. Al menos sabía una cosa cierta, de asientos contables y ordenadores no entendía mucho.
    Llegaron del juzgado para el levantamiento de los cadáveres, allí ya no pintaba nada y no quería despertar suspicacias en el secretario de turno, me despedí de Muñoz-Seca y quedamos en vernos a la mañana siguiente. No me apetecía dormir solo esa noche, a esas horas Daniela ya se estaría frita, tenía que abrir la pastelería a la mañana siguiente, pero deseaba el calor de su cuerpo aunque fuera por breves horas. Me abrió sin despertar del todo, completamente desnuda, y regresó a la cama. Yo tenía apetito y me preparé unas gulas al ajillo en cinco minutos, las siguió un chupito de Jack Daniels y después me marché a la cama. El bodi de Daniela estaba tirado en el suelo, deduje que me había esperado con él puesto y que cuando se metió bajo las sábanas se lo quitó, le gustaba dormir desnuda. Y a mí que durmiera así. La contemplé, sumergida en el sueño y vulnerable, deliciosa también, y agradecí al destino que la hubiera cruzado en mi camino. Guardé la Beretta en el cajón de la mesilla de noche y me abracé a su piel. Enseguida me venció el sueño.

    Bermúdez
    Decidió esperar al detective, intuía que aparecería por allí a husmear. Así fue, se presentó a la media hora,  descubrió los cadáveres y avisó a la policía. Le preocupaban sus huellas en el Focus, un riesgo que debía eliminar. Dejó el coche aparcado y caminó hasta encontrar uno que pudiera robar con facilidad. Un viejo Opel Kadett se le puso en bandeja junto a un edificio de cuatro plantas, la noche avanzaba inclemente y la calle estaba vacía. Su propietario lo tenía bien cuidado, serviría. Usó guantes para no dejar huellas. Tenía la lata de gasolina en el maletero del Focus, siempre llevaba una por lo que pudiera pasar, mudó todo lo que le podía ser útil y luego lo roció y le prendió fuego.
    Del polígono se podía salir por dos lugares, uno se adentraba en Aravaca y el otro conectaba con Pozuelo, la carretera de Castilla y la Nacional Seis. Ahí le esperó, en una bocacalle para no llamar la atención. Supuso que el detective habría facilitado su descripción y se colocó una calva postiza y unos lentes, tenía un buen surtido de apariencias. Pasada la una vio pasar el Golf hacia la carretera de Castilla. Afortunadamente con las restricciones gran parte del alumbrado se desconectaba a partir de la media noche, de manera que lo único que el detective podía ver de su vehículo eran las luces. Ya en la calle 30 guardó las distancias sin problemas, el límite de velocidad  impidió que se le escapara. Estuvo a punto de perderlo en Conde de Casal al detenerse en un semáforo antes del giro, pero la inclinación de la calle del Doctor Esquerdo le permitió ver como se desviaba dos calles por debajo de Cavanilles. Paró ocupando la mitad de un paso de peatones y metió en una bolsa sus pertenencias, no tenía tiempo para buscar aparcamiento y si pasaba algún coche de los municipales y llamaban a la grúa no quería nada suyo dentro. Atisbó desde la esquina de la calle Granada, justo a tiempo para ver como llamaba a un portal. Las luces del primer piso se encendieron y momentos después el detective desapareció. Sacó los prismáticos con los que había estado espiando al arquitecto y enfocó el primer piso. Las cortinas del salón estaban abiertas, pudo ver como lo cruzaba una mujer desnuda, una preciosidad de cabellos trigueños que  se perdió en la oscuridad de las habitaciones. Tras ella entró el detective y corrió las cortinas. El monstruo despertó.
    No quería al detective, la quería a ella. Que mayor sufrimiento para él que dañarla a ella. Su figura desnuda había despertado su apetito. Un manjar, la deseaba, podía anticipar los espasmos de horror de un cuerpo tan hermoso, las líneas rojas dibujando el dolor sobre su piel y el terror en sus ojos, el sexo salvaje mientras la torturaba. Qué importaba todo lo demás, él era antes que cualquier otra cosa. Y tenía hambre.
    Le dio la razón, la mejor venganza posible, pero antes tenía que deshacerse del Kadett. Si lo encontraban allí el detective sabría que lo había seguido y la protegería. Ella no iba a desaparecer, vivía allí. Se apresuró hacia el auto, ningún municipal en las proximidades. Montó y se alejó con una sonrisa en la boca, anticipando las mieles de la gloria, relamiéndose en su apetito estelar. Porque eso era, una oscura estrella negra devorando la luz que encontraba a su paso. Solo que Madrid no era el bosque de Ituri, tendría que planificar la acción hasta el más mínimo detalle, ninguno de los dos quería que lo atrapasen. El monstruo rugió, exultante.


Zaza
    Casi esperaba la reacción de Noe, se había enfadado y con toda la razón del mundo, no debería haber aceptado el pacto. Le prometió que no haría nada hasta conocer motivos y causas,  hurgando en el fondo del asunto como venía haciendo últimamente, pero a ella eso ya no le bastaba, quería que lo dejara. Pensaba hacerlo, ya lo tenía decido, pero antes tenía que cumplir aquel trabajo porque en su mundo los contratos no se rescindían sin consecuencias. Ni zorra idea de que la había hecho aceptar, iba a resuelta a rechazarlo cuando entró en el despacho del gordo. Noe no la quiso escuchar y se marchó a la calle dando un portazo.
    Echaba de menos a Elio, su mentor, sus consejos siempre le sirvieron en los momentos difíciles. Sacó una cerveza del frigorífico y se tumbó en el sofá, encendió un cigarrillo tras echar el primer trago. Recordó la noche que le conoció, Carlas se había largado aquella tarde con otra y ella llena de celos y rencor se puso a ligar con los tipos mayores acomodados en la barra del antro. Los conocía a casi todos, Carlas y ella solían emborracharse allí antes de echar un polvo, pero aquel era desconocido y atractivo, aunque si hubiera sido un adefesio le hubiese dado lo mismo, solo pretendía vengarse y quería un extraño, alguien a quien no volviera a ver. En su confusión alcohólica fantaseó con encontrar un Bukowski. En el año que llevaba follando con Carlas había llegado a pensar que él sería su Bukowski particular, cuando se conocieron ella tenía quince y él veinticinco, le había entregado su virginidad y se había enamorado locamente. Muchas ilusiones se habían evaporado a lo largo de aquellos doce meses, Carlas reivindicaba al escritor para justificar su alcoholismo y sus infidelidades pero ambos sabían que había algo más, que tenía algo roto por dentro que no conseguía arreglar. Eso sí, entendía sus miedos y sus recelos, ella también padecía con los suyos, eran dos juguetes quebrados dándose consuelo que ni siquiera eran capaces de caminar juntos. Bueno, a que engañarse, era él quien no quería.
    Elio la siguió el juego, tenía una sonrisa canalla que la ponía cachonda. La invitó a un par de mojitos y la dejó que hablara, luego la condujo a la habitación de su hotel, estaba de paso por la ciudad. Sus recuerdos de aquella noche seguían confusos, él se había dejado besar y tenía una vaga noción de que estuvieron metiéndose mano, pero cuando empezó a desnudarse él le propuso otra copa, de un whisky de malta que guardaba en su maleta. Nunca le quiso decir si follaron aquella noche, y si lo hicieron nunca volvió a tocarla. Se despertó con una impresionante resaca, atada sobre la cama, desnuda y con una mordaza en la boca. Elio la contemplaba sentado sobre una silla, su rostro convertido en una máscara de hielo y sin rastro de su sonrisa canalla. Cuando comprendió su indefensión comenzó a sentir pánico, pero él se apresuró a desatarla.
    —Tranquila, no pienso hacerte daño. Tan solo quería demostrarte una cosa.
    Terminó de liberarla y le retiró la mordaza de la boca.
    — ¡Eres un cabrón, menudo susto me has dado! ¿Por qué me has atado?
    Él le acercó la ropa.
    —Para que otra vez seas más prudente y no te vayas con un desconocido sin tener los cinco sentidos alertas.
    Al incorporarse para vestirse sintió todo el peso de la resaca y tuvo que sentarse en la cama.
    —Estoy fatal, creo que voy a echar la pota. ¿Cuántas horas he dormido?
    —Las suficientes. Ya devolviste anoche, así que lo de ahora solo son náuseas. Espera, te traeré algo.
    Desapareció en dirección al cuarto de baño y regresó con un vaso de agua y una pastilla.
    — ¿De veras vomité? No lo recuerdo.
    —Bueno, después de la cerveza y los mojitos te bebiste media botella de malta. Normal que no te acuerdes.
    — ¿Qué es eso? —le preguntó mirando la pastilla con recelo.
    —Te ayudará con la resaca. Lo usan en Estados Unidos para rendir después de una juerga, contiene las vitaminas y minerales que el cuerpo necesita para depurar el alcohol y sus efectos. Se suele acompañar de un par de huevos batidos pero aquí no tengo, así que ponte la ropa y vámonos a comer por ahí.
    — ¿Conoces Estados Unidos? —preguntó tras tomarse la pastilla y beber un trago de agua.
    —Sí. Conozco muchos sitios.
    — ¡Qué guay! —dijeron sus dieciséis años llenos de curiosidad.
    Cuando se estaba poniendo el sujetador sintió un ramalazo de deseo.
    — ¿Follamos anoche? No lo recuerdo. Podemos follar ahora —le propuso.
    —Termina de vestirte, tengo hambre.
    Fueron a un restaurante del paseo marítimo. La hizo tomar huevos fritos y después ostras crudas con limón, que se pensaba que iban a darle asco y que luego fresquitas entraron muy ricas, con zumo de tomate como bebida. De postre encargó un batido a base de leche, plátano, miel y canela y la obligó a tomar dos vasos.
    —Anoche estuviste muy locuaz —le dijo Elio, que tan solo le había metido mano a las ostras.
    —Es que cuando bebo se me desata la lengua. ¿Qué te conté?
    —Pues muchas cosas, pero ese asunto de tu padre parece feo.
    — ¡Ah! Ya —su padre acababa de salir de la cárcel, había pasado cinco años encerrado por violencia de género, cada vez que aparecía borracho por casa le daba una paliza a su madre, y bebía a menudo. Su madre no hacía nada, así que fue ella, con tan solo diez años, la que terminó llamando a la policía—. ¿Y qué más te conté?
    —Me hablaste de tus miedos, de tus ataques, de los novios de tu madre, del colegio que dejaste, de que buscas trabajo...
    — ¡Vaya! Así que te conté mi vida.
    —Más o menos.
    —Espero no contársela a todo el mundo cada vez que me emborracho.
    —En parte fue culpa mía, que te fui sonsacando. No se puede decir que el balance te sea favorable en estos dieciséis años. ¿Sabes lo qué te espera? Tus perspectivas no son halagüeñas.
    —Dímelo tú, tipo listo.
    —Bébete ese batido de una vez, que vamos a dar un paseo por la playa y luego a comprarte algo de ropa. Tengo un trabajo para ofrecerte.

 

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