jueves, 6 de marzo de 2014

15 Sangre de alas rotas. Tormenta





Tormenta
    Aguirreche
    Había tenido que ser Neville al cruzarse con él en el pasillo, recordaba también haberse cruzado con Roth unos metros más allá. Anunciaban la muerte del consejero cuando encontró en el bolsillo el pendrive y no relacionó una cosa con la otra hasta que conectó el dispositivo al ordenador. Lo que allí decía era grave y acusaba al Director de Seguridad, fue entonces cuando recordó que Roth seguía la misma dirección que Neville, hacia la salida que se adentraba en la selva. Confirmaba de alguna forma las sospechas que albergaba Horacio Almendros sobre la honestidad del Director de Seguridad y le hacía consciente del peligro que corría. Si tenía acceso a las comunicaciones, ¿lo tendría también al tráfico informático y al contenido de los ordenadores? No deseaba acabar como Neville, no ahora que Horacio le iba desvelando el día a día de los avances de la Hermandad. Los lingüistas creían haber descubierto la clave para descifrar los textos de La Biblioteca del Diablo, decían que  en un par meses tendrían el texto traducido. Todo le fascinaba, disfrutaba como un chiquillo, y nada de eso deseaba perderlo.
    Por eso había acudido inmediatamente a ver a Horacio, él estaba más ducho en aquella guerra tras bambalinas y sabría qué hacer. De piedra se quedó el anciano al descubrir el contenido del pendrive y la felonía de Roth, sin dudarlo avisó a Barbosa y a Chung y los convocó a sus aposentos. Y allí se habían reunido todos, con gesto serio y preocupado. A excepción de Horacio, que sonreía bonachonamente.
    —Siempre me estáis sorprendiendo —dijo—. Esto del Cónclave es nuevo para mí, como os gusta el secretismo. ¿Cuántas esferas más de poder me ocultáis? Esto parece el juego de las matrioskas.
    Barbosa dulcificó su expresión y apoyó su mano sobre el hombro de Horacio.
    —No hay ninguna otra, querido amigo. El anonimato del Cónclave reside en la propia naturaleza de su cometido, preservando a la Hermandad de las amenazas exteriores. Para la estabilidad emocional que nuestros científicos precisan nada es mejor que pensar que esas amenazas no existen.
    Un brillo de burla asomó a los ojos del viejo arqueólogo.
    —Estoy ya mayor para que me vengas con proselitismos. Es discutible lo que acabas de decir, pero ahora no es el momento para hacerlo. Tenemos que decidir es lo que vamos a hacer con el pendrive. ¿Lo entregamos al Consejo?
    —Yo creo que sería mejor esperar al regreso de Aicha y Houari —sugirió Chung—. Necesitaremos de su autoridad para emprender una acción contra Roth.
    — ¿Y si descubre que lo tenemos nosotros? —Aguirreche no estaba dispuesto a hacer de diana—. Apostaría a que mató a Neville por esto, y si tiene acceso a la red puede que sepa que lo hemos descargado. No quisiera ser la siguiente víctima, y ya ha demostrado que no se detiene ante nada.
    —Hay que contar con que lo sepa y actuar en consecuencia —el acento meloso de Barbosa no le restaba decisión—. Y aunque no lo sepa va a sospecharlo, por deducción. Enseguida hilará razonamientos, Chung y yo por ser miembros del Cónclave, Aguirreche porque se lo cruzó en el pasillo, Horacio por ser su mentor... Ninguno estamos seguros. Pero lo que dice Chung es cierto, con Neville vivo hubiésemos podido plantar cara apoyándonos en su cargo de consejero, con él muerto necesitamos el apoyo de la Mayor y el del Jefe de los Assassins, su autoridad dentro de la Hermandad. Ahora bien, Roth es un gran aficionado al ajedrez, hagamos un enroque hasta que lleguen nuestros refuerzos.
    — ¿A qué te refieres? —preguntó Aguirreche, que deseaba una solución para el problema.
    —Subiendo el contenido del pendrive a la red, difundiéndolo a través de la comunicación interna anónimamente. Así dejará de buscar.
    Horacio no pudo evitar la carcajada. Luego dijo:
    —Eres tremenda, Barbosa —ambos se conocían de la Comisión de Presupuestos, en la que ella siempre se había mostrado hábil para extraerle los recursos de la familia Almendros—. Sabía que darías con la solución.
    —Pero así también desvelaremos la existencia del Cónclave —objetó Chung— Aunque borremos esa parte de la grabación él nos delatará.
    —Cada problema a su tiempo, negociaremos con él —dijo Barbosa—. Aguirreche, tú serás el primero. Luego acompañarás a Chung para que haga lo mismo desde su puesto de trabajo. Iremos en parejas hasta que el contenido del pendrive sea público. Yo iré con Horacio. En cuanto todos lo sepan dejaremos de ser un problema para Roth, tendrá otras cosas de las que preocuparse.
    —Deberíamos informar primero a Houari y a Aicha —propuso Chung.
    —Tienes razón, pero aquí Roth puede interceptar la comunicación, será mejor que nos desplacemos hasta Posadas. Iremos todos juntos, así estaremos a salvo.

    Bermúdez
    Pidió un par de cervezas y esperó a que el camarero se retirara. No estaba satisfecho con la actuación del holandés, pero tendría que jugar las cartas de las que disponía.
    — ¿Qué pasa, Vladimir, has perdido facultades? —le espetó tras beber un trago.
    El holandés respondió a su mirada, desafiante.
    —Fue muy rápido en su reacción, ese árabe. Esos reflejos no los tiene cualquiera.
    Los ojos de Bermúdez se endurecieron.
    —Si hubiese sido un cualquiera no te habría contratado, se supone que eres tan bueno como yo. En fin, ya sabes lo que se cuece, la próxima vez no fallarás. En el hospital no, porque llamarías la atención, un negro grandote no pasa desapercibido y supongo que le habrán puesto protección. Envía a alguno de tus muchachos para que vigile y cuando salga ve a por él.
    — ¿Y qué hacemos con el detective?
    —Ignorarle y evitarle, de momento. Iremos a por su chica, eso le hará perder los papeles y lo dejará vulnerable, entonces acabaremos con él.
    El holandés se estiró en su asiento, conocía de sobra la debilidad de Bermúdez y recelaba de su capacidad cuando se dejaba llevar por ella. Aunque en el bosque de Iturí había logrado pasar desapercibido hasta que se le escapó aquella chica y se lo contó a los mbuti. Tuvo la oportunidad de verla cuando los pigmeos denunciaron las perversiones del Diablo Blanco, como le llamaron, y aunque había visto muchas atrocidades en el transcurso de la guerra nada comparable a aquello. Estaba mutilada y llena de feas cicatrices, le extrañó que hubiese logrado sobrevivir y seguramente no lo hubiese conseguido sin las hierbas sanadoras de los pigmeos.
    —No termina de convencerme el asunto ese de la chica —dijo—. Pierdes el control cuando te dejas llevar por el bicho ese que llevas dentro. Y Madrid no es la selva, podemos perderlo todo.
    Bermúdez le devolvió una mirada arrogante.
    —Tú cumple con tu parte y yo cumpliré con la mía. Daniela no te concierne, solo participarás en su secuestro. Ella es un cebo, no la tocaré hasta que hayamos acabado con el detective.
    —No se trata solo del detective, la policía española es muy buena y por lo que me has contado él está en buenas relaciones con ellos. No los quiero tras mis talones. El árabe es otra cosa, no es de aquí.
    La buena vida había reblandecido al holandés, decidió Bermúdez.
    —Y ella tampoco, es rumana. Puede que pongan interés en la muerte de Bermúdez, al principio, pero tampoco es un policía. Ellos son buenos en lo suyo y nosotros en lo nuestro, siempre se corren riesgos —dejó que asomara el monstruo a sus ojos—. ¿Quieres rescindir el trato? No hay problema, Vladimir.
    El holandés captó la velada amenaza. Con cualquier otro, incluso con cualquiera de los despiadados asesinos que había conocido en la guerra, su reacción habría sido violenta, aunque extranjero podía decirse que estaba en su territorio y no carecía de fuerzas para plantarle cara, pero Bermúdez siempre había sido especial y para nada quería tenerlo como enemigo. No tuvo que aceptar el trato, ahora lo sabía, se había dejado llevar por la añoranza de la adrenalina. Se arrepentía de haber entrado de nuevo en el juego.
    —Solo tengo una palabra —sonrió, cínico—. Espero poder decir lo mismo de ti. No te equivoques conmigo, Bermúdez, mis colmillos siguen firmes.
    No esperó la respuesta, dejó la cerveza a medio beber y se marchó. Bermúdez lo dejó ir, satisfecho de su reacción.
    El monstruo no lo estaba tanto, detestaba cualquier interferencia en sus planes. Tan cerca su momento por otra parte, estaba deseando encontrase a solas con su víctima. No pensaba esperar a que apareciera el maldito detective para actuar, el orden de los factores no iba a alterar el producto. Demasiado tiempo sin saciar su apetito. Daniela era la recompensa.
    La primera vez siempre es especial. Bermúdez tuvo una amante que coleccionaba primeras veces, su debilidad eran los primeros polvos, cargados de deseo y sin implicaciones afectivas. Y bien, en su caso tampoco había segundas partes, ninguna tenía la oportunidad de repetir, se las llevaba la muerte. Menos aquella vez en que la víctima escapó marcando el principio del fin de su reinado, obligándolo a replegarse de nuevo al interior. Tenía que ingeniárselas para volver a la selva. No a Ituri, aquel ya era terreno vedado para él, pero sí que a alguna otra parte del Congo. O podían visitar al tal Roth. Quizás conviniera que Houari regresara vivo a La Hermandad para seguirlo y cumplir lo pactado, una excusa para visitar la selva misionera. Allí podría resurgir a la vida con plenitud y extraer de sus víctimas el terror que lo alimentaba. Aquella contención de su naturaleza para desenvolverse en la cotidianeidad le consumía, necesitaba recuperar su destino.
    Rememoró. Claro que la primera vez era especial. El subidón de adrenalina cuando la depositó sobre el altar de madera que había construido en el poblado abandonado de los mbuti, las fieras entonando su canto y las llamas de las antorchas danzando a su alrededor mientras le arrancaba la ropa, los primeros cortes…

sábado, 8 de febrero de 2014

14 Sangre de alas rotas. Ataque de alfil negro





14 Ataque de alfil negro
    Peña
        Le vimos bajarse en Legazpi a través de las cámaras, seguro que en busca de un autobús o un taxi. Horas de trabajo perdidas, pero había que intentarlo. Cuando llegué al portal de Daniela Paco daba paseos para combatir el frío, se sentía responsable y no había querido vigilar desde el coche por si se quedaba dormido. Le agradecí su empeño y lo metí en un bar cercano, el único que aguantaba hasta tan tarde por la zona, para que entrara en calor, de paso le di una descripción lo más detallada posible del asesino. Puesto que ya conocía su existencia era absurdo que custodiara a Daniela desde la distancia, mejor de cerca, ya me encargaba yo de avisarla. Quedamos para la mañana siguiente, pagué la cuenta y lo dejé masticando un bocado del bocadillo de lomo que se pidió como cena, acompañado de una cañita de cerveza.
    Para mi sorpresa Daniela permanecía despierta, esperándome. En las inflexiones de mi voz adivinaba mis estados de ánimo, cuando la llamé para decirle que me retrasaría me notó la preocupación y decidió que el sueño bien podía esperar aquella noche. Ataviada con un pijama de algodón azul marengo ribeteado de malva me preparó unos huevos fritos acompañados de patatas, bien tostadas como a mí me gustaban. Aunque era yo el que solía trajinar por la cocina ella la usaba para sonsacarme, mientras me tomaba una copa de Rivera y la veía cocinar ella preguntaba como si de fruslerías se tratase, vaciándome de angustias. Me resistí más que en otras ocasiones porque esta vez el problema le concernía, el asesino no era alguien a quien se pudiera no tener en cuenta.
    —Paco me cuidará, no tienes que preocuparte.
    El aciago destino de Willy, mi anterior ayudante, se cruzó como una sombra entre su afirmación y la realidad.
    —Me sentiré más tranquilo si es la policía la que te vigila, a primera hora llamaré a Muñoz-Seca para que envíe a alguno de sus hombres. Yo tengo que ir al aeropuerto a recibir a esa abogada de la que te hablé.
    Nos sentamos a la mesa de la cocina.
    — ¿No quieres hacerte pastelero? Te ahorrarías un montón de preocupaciones —dijo sin mucha convicción.
    —Arruinaríamos el negocio en poco tiempo, siempre querría estar en la trastienda untándote de nata y chocolate —bromeé.
    Daniela rio.
    —La última vez casi nos pillan. Tengo la fondue preparada con chocolate negro, la calentaré en un momento —y observando mis ojos golosos añadió: —Las sábanas están recién cambiadas y son las que más me gustan, nada de chocolate sexual. Es para subirnos el ánimo, nos vendrá bien. Además, mira qué hora es, tienes que estar fresco para entrevistarte con esa lagarta.
    —Huevos fritos y chocolate, se me pondrá el colesterol por las nubes.
    —Ya lo bajaremos con ejercicio mañana por la noche. Te esperaré y no habrá excusas que valgan.
    Sonreí, ambos sabíamos que en mi trabajo no había manera de asegurar una cita cuando estaba plantado en medio de un caso, y mucho menos en uno de las características del que me ocupaba. Saboreamos lo que quedaba de las copas de vino y luego dimos buena cuenta del chocolate, aproveché para deslizar mi mano bajo su  pijama y acariciar su cintura. Dejamos la vajilla en el fregadero con agua y nos fuimos a la cama. Sentir su cuerpo desnudo junto al mío me excitó, pero me dormí mientras acariciaba su pelo.
    A la mañana siguiente me despertó con besitos y me llevó hasta la ducha, para que espabilara. Habían sido cuatro horas y media de sueño y agradecí el agua caliente. Desayuné tostadas con tomate, ajo y aceite, dos vasos de leche con nueces y dos tazas de café negro para despejarme. Ella volvió a la cama, era temprano aún.
    El vuelo llegaba a las ocho, así que tenía que darme prisa. Paco esperaba ya a pie de cañón, le dejé al cargo. Para mi sorpresa se me acercó un policía de paisano, Muñoz-Seca se me había adelantado y decidió que era conveniente mantener una discreta vigilancia para la seguridad de Daniela. Se lo agradecería cuando le diera cuenta de mi entrevista con la abogada.
    Son cansinos los aeropuertos, me tocó esperar tres cuartos de hora desde que el avión aterrizó para poder conocer a la emisaria de Almendros. ¿O podía decir de la Hermandad? Ya nada me extrañaba, ni las teorías más inverosímiles. Si he de decir que me sorprendió el porte de Aicha Lafitte, nada más verla pensé en la familia de mi madre, cordobeses de Villanueva del Duque. Sobre un metro sesenta y algo de altura una larga melena negra y acaracolada enmarcaba  grandes y almendrados ojos oscuros y una nariz pequeña y ligeramente respingona dejaba paso a una boca de labios carnosos. No parecía encontrarse cómoda dentro del conjunto de falda y chaqueta de color beis, aunque he de reconocer que perfilaba unas deliciosas formas. De no saber que había nacido en Argelia, así rezaba en su pasaporte, hubiera supuesto, como he dicho, su ascendencia cordobesa, hasta un aire se daba a una prima mía.
    Habíamos convenido en que me llamaría al llegar a Madrid, pero yo había preferido observarla antes de presentarme y Muñoz-Seca se encargó de averiguar el vuelo en el que llegaba. Al volverse y comentarle algo a un individuo que venía detrás caí en la cuenta de que venía acompañada. Sobre el metro noventa y peinando canas, fibroso de cuerpo y enfundado en un conjunto de pantalón y chaqueta azul oscuro con camisa blanca y sin corbata. También de tez morena, ojos verdosos y mirada decidida.
    Ella me reconoció al acercarme y me tendió la mano, sonriente.
    —Señor Peña, es un placer. Parece que decidió venir a recibirnos, para ser un detective su servicio de información tiene la mano larga.
    Su apretón fue firme.
    —Encantado, Aicha. Prefiero el tuteo, sino te importa —obvié su referencia a mis fuentes, no tenía por qué descubrir ninguna de mis cartas por el momento.
    —Como quieras —y volviéndose hacia el hombre que la acompañaba lo presentó.
    —Houari Bendjedid, me acompaña en el viaje —aunque no especificó nada acerca de su cometido.
    Una sonrisa de dientes blancos acompañó el apretón, acaso excesivo, de su mano. Un leve gesto de su cabeza indicando reconocimiento.
    — ¿Qué tal? —parecía seguro de sí mismo, nada taimado.
    Decidí ir al grano.
    —No muy bien, tenemos un asesino suelto y activo, y no parece que vaya a dejarlo.
    Ella se adelantó para tomar las riendas de la conversación.
    —Antes de abordar nada me gustaría darme una ducha, el vuelo ha sido largo
    En ese momento sonó su móvil. Consultó el número y contestó. La vi empalidecer conforme le hablaban desde el otro lado.
    —Luego te llamo —dijo, y colgó.
    — ¿Malas noticias? —pregunté.
    Houari también había notado su palidez y la observaba, preocupado.
    Aicha forzó una sonrisa.
    —Un caso que me ocupa al otro lado del océano, no pinta bien. Nos alojaremos en el hotel Agumar, junto a la estación de Atocha. Podemos quedar allí a media mañana, sobre las doce. ¿Te parece bien?
    —Por supuesto. ¿Queréis que os acerque?
    —No, gracias, tomaremos un taxi si no te importa.
    Nos despedimos. Pero decidí seguirlos, aunque parecía improbable no podía descartar un encuentro con el asesino. No lo hubo, aguanté el tedioso tráfico hasta el hotel. Después aparqué en el parking de la estación y me dirigí hacia El Brillante, me apetecía un bocadillo de calamares, una caña de cerveza y un aperitivo de berberechos. Llamé a Paco para cerciorarme de que todo marchaba bien y después a Melodi, tenía descuidada la oficina. Se quejó de mi ausencia, había dado largas a las citas con dos posibles clientes y se aburría, le dije que telefoneara al novio de turno para pasar el rato y me dijo que ya lo hacía. No quería alejarme del hotel, así que tras saciar mi apetito me di una vuelta por el Jardín Botánico. Lucía una mañana soleada pero fría,  disfruté paseando entre sus calles rectas bordeadas de plantas y árboles centenarios, de su tenue olor a verdes mojados y a humus, del sosiego de sus fuentes de piedra. Me gustaba lo que hacía, pero la muerte de Willy había dejado una especie de recelo contra mi trabajo, y ahora la amenaza que pesaba sobre Daniela picoteaba mi conciencia, no podría perdonarme si le ocurriera algo. La frialdad requerida para acabar con los empleados de la mensajería me prevenía contra el asesino, y ni siquiera la vigilancia de la policía me aseguraba su integridad. Me pregunté si no sería mejor enviarla lejos, de vacaciones, acaso a su tierra, Rumanía, sus empleados eran capaces de defender la tienda sin ella.
    Convencido de lo acertado de mi idea regresé hacia el hotel cuando se acercaban las doce. De lejos los vi salir, vestidos ambos con prendas más informales. Aicha parecía disfrutar del frio sol madrileño, Houari curioseaba los alrededores, a unos metros de ella. Cuando vi que aquel negro enorme se le acercaba mi instinto se puso alerta. Su paso era demasiado decidido y tenía la impresión de habérmelo cruzado en alguna parte.
    — ¡Houari! —grite.
    Al darse la vuelta también se apercibió del peligro, aunque no tuvo tiempo de reaccionar, tan solo de desviar la trayectoria fatal del cuchillo. Tuvo un leve estremecimiento al ser mordido por el frio acero, un gemido de sorpresa más que de dolor. Sus manos apretaron la herida mientras el agresor salía corriendo. Mi instinto me pedía que lo persiguiera, pero tenía nociones de primeros auxilios y opté por socorrer al herido. En mi carrera vi como Aicha se percataba de lo que había sucedido y sofocaba un grito mientras acudía a sujetar a Houari.
    Pasamos las siguientes dos horas sin apenas intercambiar palabras. La ambulancia no tardó en llegar para trasladar al herido al Gregorio Marañón. Avisé a Muñoz-Seca para que se hiciera cargo y refunfuñó, aunque finalmente aceptó. Después de lo ocurrido no me pereció conveniente dejarla sola, así que la llevé yo mismo hasta el hospital, se la notaba afectada. Me pregunté qué relación habría entre Houari y ella pero la dejé rumiar sus pensamientos, las únicas palabras que pronuncié en el camino fueron de ánimo tratando de consolarla. Contuvo sus sentimientos hasta que el doctor asomó para informarnos de que la herida no era grave, la reacción de Houari a mi grito le había salvado la vida, aunque estaría fuera de juego durante varios días. Convine con Muñoz-Seca en que dejara a un policía vigilando la planta y que un vigilante del hospital conocedor del personal le acompañara. Cuando regresé junto a Aicha estaba llorando, desahogándose. Tomé su mano y la miré a los ojos.
    — ¿No crees que es hora de que nos sinceremos el uno con el otro? El que agredió a Houari no es el asesino, de manera que no está solo. Creo que nosotros también debemos aunar nuestras fuerzas, pero antes tendrás que contarme de que va esto, necesitamos más datos sobre ese tipo para poder atraparlo.
    Su llanto se tornó silencioso y afrontó mi mirada, sin decirme nada me lo dijo todo. Intenté tranquilizarla respecto a Houari.
    —Un policía se quedará junto a la puerta. Los vigilantes del hospital tienen la descripción del agresor y conocen al personal, no dejarán que nadie ajeno al hospital se acerque a la habitación. ¿Te parece que vayamos a mi despacho?
    Se levantó para seguirme.

    Zaza
    —Esas personas están condenadas a morir irremediablemente, lo único que hago es sacar provecho de esa circunstancia. Solo soy un instrumento, aunque me negase su suerte ya está echada —Elio argumentaba su postura tratando de superar sus reticencias.
    Estaban sentados en la terraza acristalada de un restaurante con vistas al rio, contemplando el ir y venir de las barcazas mientras el crepúsculo daba paso a la noche. De primero habían tomado una sopa cremosa hecha con puré de patatas, setas y leche agria, Kulajda, de segundo acababan de servirlos un goulash de pato con muy buena pinta. El pequeño trauma que le supuso conocer el oficio de Elio no le había quitado el apetito. Ante la estampa arrebatadora del rio empapándose de ocaso la muerte perdía su fuerza y se convertía en una especie de entelequia, toda la magia de Praga parecía aliarse con su mentor para vencer sus reticencias. Sabía que matar era una aberración, por mucho que razonase no iba a convencerla de lo contrario, pero se sorprendió lo dispuesta que estaba a participar en ello con tal de poder disfrutar de momentos como aquel. La distancia que alejaba al francotirador de su objetivo de alguna manera lo separaba del drama que provocaba.
    —Pero incluso aunque sean culpables también tienen gente que les quiere, familia, padres, hijos, hermanos —objetó Zaza.
    —Hay muchas cosas con las que no estamos de acuerdo y transigimos con ellas. Si por mí fuera no existiría la mafia o la corrupción, ni las guerras. Pero ahí están. ¿Sabes cuántas personas mueren todos los años en conflictos armados? ¿Y cuántas son torturadas?
    —Había traído los deberes hechos y extrajo de su maletín una carpeta que documentaba sus afirmaciones. Datos espeluznantes acompañados de fotografías.
    —Todo eso existe y nada de lo que haga va a cambiarlo. Yo actúo como una escoba en manos de una limpiadora, nada puedo hacer para alterar su voluntad de barrer. Ella es la que decide y la que tiene la responsabilidad. ¿Es culpable el verdugo por las vidas que quita?
    Ella sabía que intentaba manipularla, que tergiversaba la realidad para ponerla de su parte, pero era fácil dejarse llevar pensando en el sufrimiento que el individuo que había ejecutado aquella tarde había infligido a las mujeres, en las que había asesinado. Y sobre todo se dejaba seducir por la distancia, que permitía apretar el gatillo como si de un videojuego se tratara, de alguna manera ajenos al drama que se desencadenaba después. La personalidad de Elio pesaba mucho en Zaza, lo idolatraba y se dejó envolver por sus falsos argumentos.
    A partir de aquel día empezó a acompañarle cuando que le encargaban un trabajo, la enseñaba el oficio. Él siempre fue muy hábil, tenía que reconocerlo, cada vez que se desplazaban procuraba que disfrutase lo más posible de todas las facetas turísticas del lugar que visitaban. Gastronomía, arte, espectáculos, paisajes, no se privaban de nada. Cuando no disponían de un enclave predeterminado por el cliente para efectuar el disparo hacían un seguimiento de la víctima hasta encontrar una pauta que pudiesen aprovechar, pero siempre dejando por medio un espacio  considerable, Elio aducía que la proximidad con el objetivo podía provocar empatía y entorpecer la operación. Zaza sabía que la diversión que incluían los viajes era un ardid psicológico de su mentor para vencer sus reparos, la golosina con la que la atraía poco a poco hacia el lado oscuro.
    Todo el encanto que mostraba mientras la enseñaba desaparecía al llegar a casa, donde se volvía distante y exigente con sus estudios, fue su presión la que le obligo a finalizarlos, porque ella intentó abandonarlos en el momento que decidió que sí, que seguiría los pasos de Elio. Él le explicó que eran otros tiempos, que necesitaba disponer de un plan alternativo si en algún momento decidía retirarse, algo que no había podido hacer él, y que si no continuaba estudiando perdería su confianza.
    Finalmente llegó la prueba de fuego, él la acompañaría pero sería ella la que planificase la operación y la que finalmente apretaría el gatillo. La ciudad donde residía el sujeto era Marsella, tristemente famosa por el arraigamiento de la delincuencia. Pero una cosa era contemplar como Elio disparaba y otra muy distinta hacerlo ella, desde que se enteró hasta que emprendieron el viaje entró en un estado de ansiedad. Tenía la certeza de que no todos los objetivos eran culpables, que a veces tan se trataba solo de individuos que no cedían a la extorsión o la corrupción y que estorbaban los planes de la familia mafiosa para la que Elio solía trabajar, en realidad su mayor cliente. Pero él le había prometido que ella podría elegir, y puso especial cuidado en que su primera víctima fuese un tipo particularmente deleznable, un criminal de la nueva hornada que no dudaba en usar la violencia y el asesinato para lograr sus propósitos, hasta el punto que el titular de Interior francés se había desplazado recientemente a la ciudad a causa del ensañamiento que caracterizaban sus ajustes de cuentas, anunciando el envío de fuerzas de la gendarmería para atajar la ola de crímenes. Para los Veronesi aquella escalada de la violencia perjudicaba al negocio, no querían usar a sus propios soldados por el temor a provocar una guerra de bandas, que solo generaría pérdidas, de modo que encargaron a Elio la eliminación del mafioso.

sábado, 11 de enero de 2014

13 Sangre de alas rotas. Cruzando la linea





Cruzando la línea
    Bermúdez
    Esperaba que alguien del despacho de abogados fuera a recibir a Aicha y al Assassin, fue toda una sorpresa encontrarse al detective en la terminal de Barajas. Ya tenía intención de ocultarse para que Aicha no lo reconociese, pero la presencia del sabueso le obligaba a extremar las precauciones ahora. Le pasó las fotografías a Vladimir después de señalarlo.
    —Ten cuidado con él porque no tiene un pelo de tonto. Yo estaré cerca, aunque fuera del alcance de su vista. Lo que nos interesa ahora es saber dónde van a albergarse —le tendió las llaves del coche— Síguelos, yo tomaré un taxi cuando sepas la dirección. Supongo que será el Agumar de Atocha, que es donde tienen la reserva, pero es importante asegurarse, no podemos correr el riesgo de perderlos de vista.
    Vladimir sonrió con suficiencia.
    —Descuida.
    —Tampoco te hagas muy visible, que los mulatos grandotes como tú llaman la atención y no quiero que el Assanssin se quede con tu rostro grabado en la retina. Menos aún el detective.
    El holandés era parco de palabras, asintió con un gruñido y fue a situarse en una posición ventajosa. Él se replegó a un extremo de la terminal. Mientras esperaban la llegada del vuelo elucubró los siguientes pasos. La presencia del detective podía favorecer sus planes, cuando Vladimir acabase con la vida del Assassin seguramente el detective acudiría, sería un buen momento para secuestrar a Daniela. Al monstruo se le hacía la boca agua pensando en ello, hacía mucho que no se alimentaba. Los goces de la selva ya quedaban lejos, aunque siempre presentes, pululando inquietos en su cerebro.
    El bosque de Ituri había sido su santuario, en plena guerra un oasis de paz donde llevar a cabo sus anhelos más oscuros. Recordaba con nitidez a su primera víctima, hija de un trabajador de las minas de coltan. Las circunstancias eran favorables, el padre solo regresaba a casa un par de veces al mes y la familia vivía en un poblado asentado en las inmediaciones del bosque, dedicados al comercio con los mbuti, a los que le compraban la miel. Ella tenía dieciséis años y era virgen, o al menos eso suponía su hermano, al que embriagó para sonsacarle. Ya era raro que no hubiera sido violada por una de las facciones en guerra, pero el poblado proveía de alimentos a los soldados y se hallaba algo apartado de las rutas principales, lo que le confería una tranquilidad relativa. Otra forma de verlo era que el monstruo llegó antes que los otros. El que fuera virgen obedecía a las influencias de un sacerdote italiano que recorría los asentamientos próximos a la selva, que la había reclutado para la fe de Cristo y convencido de que llegara impoluta al matrimonio.
    Un día por semana se internaba en el bosque, hasta el poblado de los mbuti, para cargar con la miel, el pago lo hacía su padre cuando regresaba de la mina. Una negrita preciosa, le pareció al monstruo, que estuvo acechándola mientras buscaba una ubicación para llevar a cabo sus planes. La encontró en un poblado abandonado de los mbuti, un lugar idóneo en el que darle vida  a su ritual. Un martes fue el día elegido. La esperó a medio camino, el lugar más alejado tanto del poblado mbuti como de su choza, con los colobos formando un griterío por encima de su cabeza como si quisieran advertirla del peligro, pero los colobos siempre gritaban ante cualquier extraño y ella no le dio importancia. Pudo observarla llegando por el camino desde su posición privilegiada, cubierta por una vestido de alegres colores anaranjados que le llegaba hasta las pantorrillas, sus jóvenes pechos aún enhiestos apretados contra la tela mojada por la lluvia reciente que se le pegaba a la piel y marcaba sus pezones. Cubierta la cabeza por un pañuelo amarillo que dejaba escapar los rizos negros de sus trencillas sobre la frente, el cuello y los pómulos, estos brillantes y tersos, estandartes de un rostro de labios gruesos y sensuales, la nariz chata, pequeña y graciosa, los ojos de un tizón encendido aureolados por la blanca esclerótica  y perdidos en alguna ensoñación indolente que se columpiaba sobre la cadencia de sus hombros desnudos. Caminando hacia la gloria del monstruo, aciago destino embromándola después de haber escapado de las garras de la guerra y su secuela de violaciones. No le dio tiempo a reaccionar cuando se le echó encima, dejó caer los recipientes en los que iba a guardar la miel y elevó los brazos intentando protegerse ante la sombra que se le abalanzaba pensando que pudiera tratarse de un animal, acaso un leopardo o un papión, iba a gritar cuando la mano con el pañuelo empapado de cloroformo se lo impidió.
    Tuvo que cargarla hasta el poblado abandonado porque no quería correr riesgos, transportarla consciente hubiera sido un incordio, habría tenido que maltratarla para silenciarla y no deseaba perder parte de la diversión durante el trayecto, quería que la sorpresa fuese total, degustar cada feromona de horror que su cuerpo exhalase.

    Roth
    El descubrimiento de la existencia del Cónclave había resultado toda una sorpresa, pero no iba a permitir que el trio de vejestorios le arruinara sus planes. De haberse hallado Houari cerca quizás se lo habría pensado, pero con él y Aicha en España tenía las manos libres.  Había estado hábil Neville interceptando sus comunicaciones, lo que no sabía el consejero es que él tenía dispuesta una trampa por si a alguien se le ocurría hacer algo así. La había colocado pensando en Aicha, cuando la nombraron Mayor, previniendo que sus caracteres terminaran friccionando, y había saltado ante la intromisión de Neville. Respondió interceptando las suyas y siguiéndole los pasos, en persona porque no podía confiar en nadie ni sabía los motivos del consejero. Y él le había llevado hasta el Cónclave, un departamento en la sombra encargado de proteger a la Hermandad de las amenazas exteriores, al que pertenecía también Houari en calidad de jefe de los Assassins, y al que pensaban incorporar a Aicha en sustitución de Neville. A él le habían descartado como posible miembro por considerarlo demasiado manipulador, sin considerar siquiera la eficacia de su trayectoria política.
    Se acomodó tras el árbol y esperó, sabía que no tardaría en pasar. Tenía que silenciar a Neville antes de que avisara a Houari y rescatar la grabación, que sabía llevaba encima. Tan confiado que salió a dar su paseo diario por la selva. Sin la grabación poco podrían hacer los otros, sabrían que había sido él, pero teniendo localizado el peligro atajaría cualquier plan que se les ocurriese. Eran gentes de la Hermandad y sus intenciones buenas aunque erróneas, no les haría daño a no ser que fuera absolutamente necesario. Lo de Neville era caso aparte, era un peso pesado dentro de la Hermandad y no se iba a amilanar, su muerte era inevitable. Desaparecido Houari el próximo jefe de los Assassins sería su confidente y le tendría al tanto de las intenciones del Cónclave, del que pensaba formar parte en el futuro, cuando las riendas estuvieran en sus manos. El otro obstáculo era Aicha, a la que sin duda informarían Chung y Barbosa. Esperaría a ver su reacción  cuando Neville y Houari salieran de escena, conociéndola esperaba dificultades. Se le había pasado por la cabeza que Bermúdez también se encargara de ella pero lo desechó, demasiadas muertes, el Consejo podía recelar. No, tendría que lidiar con ella cuando regresara, aunque con los Assassins bajo su control el peligro que representaba sería mucho menor, estaría controlada. Con ella emplearía algún tipo de ardid que la hiciera perder el favor del Consejo y acabara con su carrera política, ya se le ocurriría la manera de llevarlo a cabo.
    El anciano, que ya se acercaba, era la causa de todos sus males. Era él quien había puesto en su contra tanto a Houari como a Aicha, el verdadero adversario. Había pensado acercársele por detrás y terminar con su vida sin que se enterase, pero no pudo resistir la tentación de anticiparle su derrota saliéndole al paso.
    —Buenas tardes, consejero.
    Neville dio un respingo al reconocerlo.
    —Buenas tardes, Roth —su astuta mirada lo envolvió—. ¿Le gusta el cine?
    ¿A cuento de qué venía aquella pregunta?
    —Me entretiene alguna veces, pero tampoco soy ningún cinéfilo.
    Neville sonrió.
    —No hace falta serlo para haber visto La guerra de las galaxias.  ¿La viste?
    — ¿Y quién no? ¿Por qué lo dice?
    — ¿Recuerdas la escena en que Obi-Wan Kenobi baja su espada laser ante Darth Vader y permite que acabe con su vida?
    Esta vez le tocó a él dar el respingo. ¿Qué insinuaba Neville?
    — ¿Intenta decirme que me espera la derrota aunque acabe con su vida?
    —Puedes interpretarlo como mejor te parezca. La muerte ya me acechaba, solo adelantarás su llegada unos días, acaso unas semanas. Me voy en paz, a eso me refería.
    El jodido viejo solo intentaba desmoralizarle, se las sabía todas. Pero no iba a retroceder ante su semblante risueño. Nada más tenían que decirse, clavó el puñal en su corazón con una trayectoria certera. Una, dos y hasta tres veces. Neville se desplomó con un gemido. Se apresuró a registrar sus ropas en busca de la grabación.
     Buscó por todas partes sin encontrarla y bufó contrariado. ¿Cómo era posible? Había salido con ella de la reunión del Cónclave y se dirigió a la selva sin pasar por sus aposentos. ¿Dónde demonios estaba el pendrive? Lo intentó bajo su ropa interior, sin resultados. ¿Lo habría tirado al reconocerlo? No lo creía, estuvo pendiente de sus movimientos. Ocultaría el cadáver, no podía dejarlo allí, tenía que ponerlo al alcance de las fieras, para que lo devoraran, sabía el lugar idóneo, su cuerpo desaparecería antes de que comenzara su búsqueda. Después buscaría el dispositivo. Mientras arrastraba el cuerpo sobre el suelo de la selva le vino a la cabeza la escena de la película y maldijo a Neville. ¿Que había querido decir el jodido viejo?