sábado, 8 de febrero de 2014

14 Sangre de alas rotas. Ataque de alfil negro





14 Ataque de alfil negro
    Peña
        Le vimos bajarse en Legazpi a través de las cámaras, seguro que en busca de un autobús o un taxi. Horas de trabajo perdidas, pero había que intentarlo. Cuando llegué al portal de Daniela Paco daba paseos para combatir el frío, se sentía responsable y no había querido vigilar desde el coche por si se quedaba dormido. Le agradecí su empeño y lo metí en un bar cercano, el único que aguantaba hasta tan tarde por la zona, para que entrara en calor, de paso le di una descripción lo más detallada posible del asesino. Puesto que ya conocía su existencia era absurdo que custodiara a Daniela desde la distancia, mejor de cerca, ya me encargaba yo de avisarla. Quedamos para la mañana siguiente, pagué la cuenta y lo dejé masticando un bocado del bocadillo de lomo que se pidió como cena, acompañado de una cañita de cerveza.
    Para mi sorpresa Daniela permanecía despierta, esperándome. En las inflexiones de mi voz adivinaba mis estados de ánimo, cuando la llamé para decirle que me retrasaría me notó la preocupación y decidió que el sueño bien podía esperar aquella noche. Ataviada con un pijama de algodón azul marengo ribeteado de malva me preparó unos huevos fritos acompañados de patatas, bien tostadas como a mí me gustaban. Aunque era yo el que solía trajinar por la cocina ella la usaba para sonsacarme, mientras me tomaba una copa de Rivera y la veía cocinar ella preguntaba como si de fruslerías se tratase, vaciándome de angustias. Me resistí más que en otras ocasiones porque esta vez el problema le concernía, el asesino no era alguien a quien se pudiera no tener en cuenta.
    —Paco me cuidará, no tienes que preocuparte.
    El aciago destino de Willy, mi anterior ayudante, se cruzó como una sombra entre su afirmación y la realidad.
    —Me sentiré más tranquilo si es la policía la que te vigila, a primera hora llamaré a Muñoz-Seca para que envíe a alguno de sus hombres. Yo tengo que ir al aeropuerto a recibir a esa abogada de la que te hablé.
    Nos sentamos a la mesa de la cocina.
    — ¿No quieres hacerte pastelero? Te ahorrarías un montón de preocupaciones —dijo sin mucha convicción.
    —Arruinaríamos el negocio en poco tiempo, siempre querría estar en la trastienda untándote de nata y chocolate —bromeé.
    Daniela rio.
    —La última vez casi nos pillan. Tengo la fondue preparada con chocolate negro, la calentaré en un momento —y observando mis ojos golosos añadió: —Las sábanas están recién cambiadas y son las que más me gustan, nada de chocolate sexual. Es para subirnos el ánimo, nos vendrá bien. Además, mira qué hora es, tienes que estar fresco para entrevistarte con esa lagarta.
    —Huevos fritos y chocolate, se me pondrá el colesterol por las nubes.
    —Ya lo bajaremos con ejercicio mañana por la noche. Te esperaré y no habrá excusas que valgan.
    Sonreí, ambos sabíamos que en mi trabajo no había manera de asegurar una cita cuando estaba plantado en medio de un caso, y mucho menos en uno de las características del que me ocupaba. Saboreamos lo que quedaba de las copas de vino y luego dimos buena cuenta del chocolate, aproveché para deslizar mi mano bajo su  pijama y acariciar su cintura. Dejamos la vajilla en el fregadero con agua y nos fuimos a la cama. Sentir su cuerpo desnudo junto al mío me excitó, pero me dormí mientras acariciaba su pelo.
    A la mañana siguiente me despertó con besitos y me llevó hasta la ducha, para que espabilara. Habían sido cuatro horas y media de sueño y agradecí el agua caliente. Desayuné tostadas con tomate, ajo y aceite, dos vasos de leche con nueces y dos tazas de café negro para despejarme. Ella volvió a la cama, era temprano aún.
    El vuelo llegaba a las ocho, así que tenía que darme prisa. Paco esperaba ya a pie de cañón, le dejé al cargo. Para mi sorpresa se me acercó un policía de paisano, Muñoz-Seca se me había adelantado y decidió que era conveniente mantener una discreta vigilancia para la seguridad de Daniela. Se lo agradecería cuando le diera cuenta de mi entrevista con la abogada.
    Son cansinos los aeropuertos, me tocó esperar tres cuartos de hora desde que el avión aterrizó para poder conocer a la emisaria de Almendros. ¿O podía decir de la Hermandad? Ya nada me extrañaba, ni las teorías más inverosímiles. Si he de decir que me sorprendió el porte de Aicha Lafitte, nada más verla pensé en la familia de mi madre, cordobeses de Villanueva del Duque. Sobre un metro sesenta y algo de altura una larga melena negra y acaracolada enmarcaba  grandes y almendrados ojos oscuros y una nariz pequeña y ligeramente respingona dejaba paso a una boca de labios carnosos. No parecía encontrarse cómoda dentro del conjunto de falda y chaqueta de color beis, aunque he de reconocer que perfilaba unas deliciosas formas. De no saber que había nacido en Argelia, así rezaba en su pasaporte, hubiera supuesto, como he dicho, su ascendencia cordobesa, hasta un aire se daba a una prima mía.
    Habíamos convenido en que me llamaría al llegar a Madrid, pero yo había preferido observarla antes de presentarme y Muñoz-Seca se encargó de averiguar el vuelo en el que llegaba. Al volverse y comentarle algo a un individuo que venía detrás caí en la cuenta de que venía acompañada. Sobre el metro noventa y peinando canas, fibroso de cuerpo y enfundado en un conjunto de pantalón y chaqueta azul oscuro con camisa blanca y sin corbata. También de tez morena, ojos verdosos y mirada decidida.
    Ella me reconoció al acercarme y me tendió la mano, sonriente.
    —Señor Peña, es un placer. Parece que decidió venir a recibirnos, para ser un detective su servicio de información tiene la mano larga.
    Su apretón fue firme.
    —Encantado, Aicha. Prefiero el tuteo, sino te importa —obvié su referencia a mis fuentes, no tenía por qué descubrir ninguna de mis cartas por el momento.
    —Como quieras —y volviéndose hacia el hombre que la acompañaba lo presentó.
    —Houari Bendjedid, me acompaña en el viaje —aunque no especificó nada acerca de su cometido.
    Una sonrisa de dientes blancos acompañó el apretón, acaso excesivo, de su mano. Un leve gesto de su cabeza indicando reconocimiento.
    — ¿Qué tal? —parecía seguro de sí mismo, nada taimado.
    Decidí ir al grano.
    —No muy bien, tenemos un asesino suelto y activo, y no parece que vaya a dejarlo.
    Ella se adelantó para tomar las riendas de la conversación.
    —Antes de abordar nada me gustaría darme una ducha, el vuelo ha sido largo
    En ese momento sonó su móvil. Consultó el número y contestó. La vi empalidecer conforme le hablaban desde el otro lado.
    —Luego te llamo —dijo, y colgó.
    — ¿Malas noticias? —pregunté.
    Houari también había notado su palidez y la observaba, preocupado.
    Aicha forzó una sonrisa.
    —Un caso que me ocupa al otro lado del océano, no pinta bien. Nos alojaremos en el hotel Agumar, junto a la estación de Atocha. Podemos quedar allí a media mañana, sobre las doce. ¿Te parece bien?
    —Por supuesto. ¿Queréis que os acerque?
    —No, gracias, tomaremos un taxi si no te importa.
    Nos despedimos. Pero decidí seguirlos, aunque parecía improbable no podía descartar un encuentro con el asesino. No lo hubo, aguanté el tedioso tráfico hasta el hotel. Después aparqué en el parking de la estación y me dirigí hacia El Brillante, me apetecía un bocadillo de calamares, una caña de cerveza y un aperitivo de berberechos. Llamé a Paco para cerciorarme de que todo marchaba bien y después a Melodi, tenía descuidada la oficina. Se quejó de mi ausencia, había dado largas a las citas con dos posibles clientes y se aburría, le dije que telefoneara al novio de turno para pasar el rato y me dijo que ya lo hacía. No quería alejarme del hotel, así que tras saciar mi apetito me di una vuelta por el Jardín Botánico. Lucía una mañana soleada pero fría,  disfruté paseando entre sus calles rectas bordeadas de plantas y árboles centenarios, de su tenue olor a verdes mojados y a humus, del sosiego de sus fuentes de piedra. Me gustaba lo que hacía, pero la muerte de Willy había dejado una especie de recelo contra mi trabajo, y ahora la amenaza que pesaba sobre Daniela picoteaba mi conciencia, no podría perdonarme si le ocurriera algo. La frialdad requerida para acabar con los empleados de la mensajería me prevenía contra el asesino, y ni siquiera la vigilancia de la policía me aseguraba su integridad. Me pregunté si no sería mejor enviarla lejos, de vacaciones, acaso a su tierra, Rumanía, sus empleados eran capaces de defender la tienda sin ella.
    Convencido de lo acertado de mi idea regresé hacia el hotel cuando se acercaban las doce. De lejos los vi salir, vestidos ambos con prendas más informales. Aicha parecía disfrutar del frio sol madrileño, Houari curioseaba los alrededores, a unos metros de ella. Cuando vi que aquel negro enorme se le acercaba mi instinto se puso alerta. Su paso era demasiado decidido y tenía la impresión de habérmelo cruzado en alguna parte.
    — ¡Houari! —grite.
    Al darse la vuelta también se apercibió del peligro, aunque no tuvo tiempo de reaccionar, tan solo de desviar la trayectoria fatal del cuchillo. Tuvo un leve estremecimiento al ser mordido por el frio acero, un gemido de sorpresa más que de dolor. Sus manos apretaron la herida mientras el agresor salía corriendo. Mi instinto me pedía que lo persiguiera, pero tenía nociones de primeros auxilios y opté por socorrer al herido. En mi carrera vi como Aicha se percataba de lo que había sucedido y sofocaba un grito mientras acudía a sujetar a Houari.
    Pasamos las siguientes dos horas sin apenas intercambiar palabras. La ambulancia no tardó en llegar para trasladar al herido al Gregorio Marañón. Avisé a Muñoz-Seca para que se hiciera cargo y refunfuñó, aunque finalmente aceptó. Después de lo ocurrido no me pereció conveniente dejarla sola, así que la llevé yo mismo hasta el hospital, se la notaba afectada. Me pregunté qué relación habría entre Houari y ella pero la dejé rumiar sus pensamientos, las únicas palabras que pronuncié en el camino fueron de ánimo tratando de consolarla. Contuvo sus sentimientos hasta que el doctor asomó para informarnos de que la herida no era grave, la reacción de Houari a mi grito le había salvado la vida, aunque estaría fuera de juego durante varios días. Convine con Muñoz-Seca en que dejara a un policía vigilando la planta y que un vigilante del hospital conocedor del personal le acompañara. Cuando regresé junto a Aicha estaba llorando, desahogándose. Tomé su mano y la miré a los ojos.
    — ¿No crees que es hora de que nos sinceremos el uno con el otro? El que agredió a Houari no es el asesino, de manera que no está solo. Creo que nosotros también debemos aunar nuestras fuerzas, pero antes tendrás que contarme de que va esto, necesitamos más datos sobre ese tipo para poder atraparlo.
    Su llanto se tornó silencioso y afrontó mi mirada, sin decirme nada me lo dijo todo. Intenté tranquilizarla respecto a Houari.
    —Un policía se quedará junto a la puerta. Los vigilantes del hospital tienen la descripción del agresor y conocen al personal, no dejarán que nadie ajeno al hospital se acerque a la habitación. ¿Te parece que vayamos a mi despacho?
    Se levantó para seguirme.

    Zaza
    —Esas personas están condenadas a morir irremediablemente, lo único que hago es sacar provecho de esa circunstancia. Solo soy un instrumento, aunque me negase su suerte ya está echada —Elio argumentaba su postura tratando de superar sus reticencias.
    Estaban sentados en la terraza acristalada de un restaurante con vistas al rio, contemplando el ir y venir de las barcazas mientras el crepúsculo daba paso a la noche. De primero habían tomado una sopa cremosa hecha con puré de patatas, setas y leche agria, Kulajda, de segundo acababan de servirlos un goulash de pato con muy buena pinta. El pequeño trauma que le supuso conocer el oficio de Elio no le había quitado el apetito. Ante la estampa arrebatadora del rio empapándose de ocaso la muerte perdía su fuerza y se convertía en una especie de entelequia, toda la magia de Praga parecía aliarse con su mentor para vencer sus reticencias. Sabía que matar era una aberración, por mucho que razonase no iba a convencerla de lo contrario, pero se sorprendió lo dispuesta que estaba a participar en ello con tal de poder disfrutar de momentos como aquel. La distancia que alejaba al francotirador de su objetivo de alguna manera lo separaba del drama que provocaba.
    —Pero incluso aunque sean culpables también tienen gente que les quiere, familia, padres, hijos, hermanos —objetó Zaza.
    —Hay muchas cosas con las que no estamos de acuerdo y transigimos con ellas. Si por mí fuera no existiría la mafia o la corrupción, ni las guerras. Pero ahí están. ¿Sabes cuántas personas mueren todos los años en conflictos armados? ¿Y cuántas son torturadas?
    —Había traído los deberes hechos y extrajo de su maletín una carpeta que documentaba sus afirmaciones. Datos espeluznantes acompañados de fotografías.
    —Todo eso existe y nada de lo que haga va a cambiarlo. Yo actúo como una escoba en manos de una limpiadora, nada puedo hacer para alterar su voluntad de barrer. Ella es la que decide y la que tiene la responsabilidad. ¿Es culpable el verdugo por las vidas que quita?
    Ella sabía que intentaba manipularla, que tergiversaba la realidad para ponerla de su parte, pero era fácil dejarse llevar pensando en el sufrimiento que el individuo que había ejecutado aquella tarde había infligido a las mujeres, en las que había asesinado. Y sobre todo se dejaba seducir por la distancia, que permitía apretar el gatillo como si de un videojuego se tratara, de alguna manera ajenos al drama que se desencadenaba después. La personalidad de Elio pesaba mucho en Zaza, lo idolatraba y se dejó envolver por sus falsos argumentos.
    A partir de aquel día empezó a acompañarle cuando que le encargaban un trabajo, la enseñaba el oficio. Él siempre fue muy hábil, tenía que reconocerlo, cada vez que se desplazaban procuraba que disfrutase lo más posible de todas las facetas turísticas del lugar que visitaban. Gastronomía, arte, espectáculos, paisajes, no se privaban de nada. Cuando no disponían de un enclave predeterminado por el cliente para efectuar el disparo hacían un seguimiento de la víctima hasta encontrar una pauta que pudiesen aprovechar, pero siempre dejando por medio un espacio  considerable, Elio aducía que la proximidad con el objetivo podía provocar empatía y entorpecer la operación. Zaza sabía que la diversión que incluían los viajes era un ardid psicológico de su mentor para vencer sus reparos, la golosina con la que la atraía poco a poco hacia el lado oscuro.
    Todo el encanto que mostraba mientras la enseñaba desaparecía al llegar a casa, donde se volvía distante y exigente con sus estudios, fue su presión la que le obligo a finalizarlos, porque ella intentó abandonarlos en el momento que decidió que sí, que seguiría los pasos de Elio. Él le explicó que eran otros tiempos, que necesitaba disponer de un plan alternativo si en algún momento decidía retirarse, algo que no había podido hacer él, y que si no continuaba estudiando perdería su confianza.
    Finalmente llegó la prueba de fuego, él la acompañaría pero sería ella la que planificase la operación y la que finalmente apretaría el gatillo. La ciudad donde residía el sujeto era Marsella, tristemente famosa por el arraigamiento de la delincuencia. Pero una cosa era contemplar como Elio disparaba y otra muy distinta hacerlo ella, desde que se enteró hasta que emprendieron el viaje entró en un estado de ansiedad. Tenía la certeza de que no todos los objetivos eran culpables, que a veces tan se trataba solo de individuos que no cedían a la extorsión o la corrupción y que estorbaban los planes de la familia mafiosa para la que Elio solía trabajar, en realidad su mayor cliente. Pero él le había prometido que ella podría elegir, y puso especial cuidado en que su primera víctima fuese un tipo particularmente deleznable, un criminal de la nueva hornada que no dudaba en usar la violencia y el asesinato para lograr sus propósitos, hasta el punto que el titular de Interior francés se había desplazado recientemente a la ciudad a causa del ensañamiento que caracterizaban sus ajustes de cuentas, anunciando el envío de fuerzas de la gendarmería para atajar la ola de crímenes. Para los Veronesi aquella escalada de la violencia perjudicaba al negocio, no querían usar a sus propios soldados por el temor a provocar una guerra de bandas, que solo generaría pérdidas, de modo que encargaron a Elio la eliminación del mafioso.