domingo, 28 de julio de 2013

7Sangre de alas rotas. Apetito estelar.

   


     Prólogo
    Incorporo aquí la siguiente entrada de Zaza, aunque en la novela la segunda entrada será antes, estará en función del espacio que me ocupen sus recuerdos. El título sigue sin convencerme pero aún no me lancé a buscar otro. Sumergido en la trama de la novela, en su recta final creo aunque ignoro el espacio que ocupará, me cuesta salir de ella, pero entiendo que tampoco se trata de perder el contacto por completo. ¿O sí? Es una pregunta que me genera dudas y a la que le doy vueltas, si el proceso creativo debe ceder espacios al proceso comercial y la presencia en la redes sociales. Se puede argumentar que cúal es el sentido de la creación si no conseguimos hacerla llegar a los otros. Yo contestaría que ya pago mi cuota, que vivo en un sistema capitalista que me parece demencial y cruel (y no me preguntéis por otro sistema mejor porque al dia de hoy lo desconozco), y que como entiendo que no se puede vivir ajeno a la realidad aporto esa cuota a través de mi trabajo (por el que al parecer ahora hay que estar agradecidos como si fuera un regalo). Luego en mi vida privada trato de compaginar el proceso creativo con la actividad social, pero hay momentos en que el primero te pide dedicación plena o casi plena. Y hay que dejarse llevar por ese impulso o corremos el riesgo de perder eso que nos llena. Después de todo la percepción que uno tiene, su estado de ánimo, es el que le hace sentir la vida con mayor o menor índice de felicidad. Asi que cada cosa a su tiempo y cuando el proceso creativo nos arrastra hay que dejarse llevar por él y gozarlo por encima de otras consideraciones, convertirlo en prioritario. Tiempo habrá después para atender otras facetas. Eso es lo que pienso.
    Por cierto, ¿qué tal el título "Siempre hay preguntas sin respuesta"?

Apetito estelar
Peña
    De todas las poses posibles Muñoz-Seca eligió la de perro agresivo, ladraba cuando llegó. Con todo se trajo a sus chicos y a los de la científica para peinar el escenario del crimen y las inmediaciones. Los polígonos al anochecer son lugares desangelados, la calle en cuesta tenía un aire como de pueblo del oeste abandonado y corría un vientecillo gélido y desagradable. No me apetecía charlar junto a los cadáveres, así que me refugié tras el furgón de la científica y le di a Muñoz-Seca pelos y señales de lo que sabía. Bufó al saber de la Hermandad.
    — ¿Qué mierda me estás contando?
    —Ya, no tiene pies ni cabeza, pero el arquitecto está convencido de que están implicados. No sé si existirán y si existen a qué se dedican, pero de fijo que trabajan con dinero negro, ahí tienes una excusa para tu intervención.
    —Investigando a los Illuminati de turno, para ser el hazmerreir de la Brigada. No me jodas, Peña. Ciñámonos al asesino que es alguien concreto al que encerrar en una celda, ya me preocupo yo de las excusas —se atusó el pelo despeinado por el viento, fiel a su imagen de galán— Ocúpate tú de seguirles la pista a esos y si encuentras algo a lo que hincar el diente me avisas.
    Me pareció perfecto. Le di los datos del Focus y la descripción del propietario, también quedé en pasarme por  la UDEF a la mañana siguiente para ayudar a construir un retrato robot. En unos minutos tuvo la información sobre el titular del vehículo, la misma que le había pedido a Melani que consultara en la DGT, resultó que pertenecía a un muerto. Más suerte tuvimos con los datos del ordenador, al parecer al emitir una factura se generaba una copia en la empresa matriz, los esfuerzos del asesino por borrar las huellas del envío habían fracasado. Dos hombres muertos por nada. Hasta la mañana siguiente no podríamos disponer de la dirección de entrega, pero por si acaso Muñoz-Seca envió un vehículo de la policía a custodiar las oficinas.
    Una humareda negra se elevó hacia el cielo desde una calle cercana, un incendio inoportuno. El Inspector Jefe envío a los suyos a investigar y nos dimos de morros con otro inconveniente, lo que ardía era el Focus. El asesino había estado vigilando nuestros movimientos, se arriesgaba. Muñoz-Seca puso en pie de guerra a sus tropas, avisó a las patrullas de la Policía Nacional y envió también a los que custodiaban la escena, no podía andar muy lejos. Les facilité la descripción por la emisora, aunque dudaba que tuviéramos suerte.
    No la hubo, pero cabía suponer que para deshacerse del Focus había tenido que robar un vehículo en las inmediaciones, en cuanto pusieran la denuncia tendríamos los datos. Tampoco puse muchas esperanzas en eso, me estaba familiarizando con sus métodos y no era de los que descuidaban  los detalles, posiblemente se desharía del coche aquella misma noche. Al menos sabía una cosa cierta, de asientos contables y ordenadores no entendía mucho.
    Llegaron del juzgado para el levantamiento de los cadáveres, allí ya no pintaba nada y no quería despertar suspicacias en el secretario de turno, me despedí de Muñoz-Seca y quedamos en vernos a la mañana siguiente. No me apetecía dormir solo esa noche, a esas horas Daniela ya se estaría frita, tenía que abrir la pastelería a la mañana siguiente, pero deseaba el calor de su cuerpo aunque fuera por breves horas. Me abrió sin despertar del todo, completamente desnuda, y regresó a la cama. Yo tenía apetito y me preparé unas gulas al ajillo en cinco minutos, las siguió un chupito de Jack Daniels y después me marché a la cama. El bodi de Daniela estaba tirado en el suelo, deduje que me había esperado con él puesto y que cuando se metió bajo las sábanas se lo quitó, le gustaba dormir desnuda. Y a mí que durmiera así. La contemplé, sumergida en el sueño y vulnerable, deliciosa también, y agradecí al destino que la hubiera cruzado en mi camino. Guardé la Beretta en el cajón de la mesilla de noche y me abracé a su piel. Enseguida me venció el sueño.

    Bermúdez
    Decidió esperar al detective, intuía que aparecería por allí a husmear. Así fue, se presentó a la media hora,  descubrió los cadáveres y avisó a la policía. Le preocupaban sus huellas en el Focus, un riesgo que debía eliminar. Dejó el coche aparcado y caminó hasta encontrar uno que pudiera robar con facilidad. Un viejo Opel Kadett se le puso en bandeja junto a un edificio de cuatro plantas, la noche avanzaba inclemente y la calle estaba vacía. Su propietario lo tenía bien cuidado, serviría. Usó guantes para no dejar huellas. Tenía la lata de gasolina en el maletero del Focus, siempre llevaba una por lo que pudiera pasar, mudó todo lo que le podía ser útil y luego lo roció y le prendió fuego.
    Del polígono se podía salir por dos lugares, uno se adentraba en Aravaca y el otro conectaba con Pozuelo, la carretera de Castilla y la Nacional Seis. Ahí le esperó, en una bocacalle para no llamar la atención. Supuso que el detective habría facilitado su descripción y se colocó una calva postiza y unos lentes, tenía un buen surtido de apariencias. Pasada la una vio pasar el Golf hacia la carretera de Castilla. Afortunadamente con las restricciones gran parte del alumbrado se desconectaba a partir de la media noche, de manera que lo único que el detective podía ver de su vehículo eran las luces. Ya en la calle 30 guardó las distancias sin problemas, el límite de velocidad  impidió que se le escapara. Estuvo a punto de perderlo en Conde de Casal al detenerse en un semáforo antes del giro, pero la inclinación de la calle del Doctor Esquerdo le permitió ver como se desviaba dos calles por debajo de Cavanilles. Paró ocupando la mitad de un paso de peatones y metió en una bolsa sus pertenencias, no tenía tiempo para buscar aparcamiento y si pasaba algún coche de los municipales y llamaban a la grúa no quería nada suyo dentro. Atisbó desde la esquina de la calle Granada, justo a tiempo para ver como llamaba a un portal. Las luces del primer piso se encendieron y momentos después el detective desapareció. Sacó los prismáticos con los que había estado espiando al arquitecto y enfocó el primer piso. Las cortinas del salón estaban abiertas, pudo ver como lo cruzaba una mujer desnuda, una preciosidad de cabellos trigueños que  se perdió en la oscuridad de las habitaciones. Tras ella entró el detective y corrió las cortinas. El monstruo despertó.
    No quería al detective, la quería a ella. Que mayor sufrimiento para él que dañarla a ella. Su figura desnuda había despertado su apetito. Un manjar, la deseaba, podía anticipar los espasmos de horror de un cuerpo tan hermoso, las líneas rojas dibujando el dolor sobre su piel y el terror en sus ojos, el sexo salvaje mientras la torturaba. Qué importaba todo lo demás, él era antes que cualquier otra cosa. Y tenía hambre.
    Le dio la razón, la mejor venganza posible, pero antes tenía que deshacerse del Kadett. Si lo encontraban allí el detective sabría que lo había seguido y la protegería. Ella no iba a desaparecer, vivía allí. Se apresuró hacia el auto, ningún municipal en las proximidades. Montó y se alejó con una sonrisa en la boca, anticipando las mieles de la gloria, relamiéndose en su apetito estelar. Porque eso era, una oscura estrella negra devorando la luz que encontraba a su paso. Solo que Madrid no era el bosque de Ituri, tendría que planificar la acción hasta el más mínimo detalle, ninguno de los dos quería que lo atrapasen. El monstruo rugió, exultante.


Zaza
    Casi esperaba la reacción de Noe, se había enfadado y con toda la razón del mundo, no debería haber aceptado el pacto. Le prometió que no haría nada hasta conocer motivos y causas,  hurgando en el fondo del asunto como venía haciendo últimamente, pero a ella eso ya no le bastaba, quería que lo dejara. Pensaba hacerlo, ya lo tenía decido, pero antes tenía que cumplir aquel trabajo porque en su mundo los contratos no se rescindían sin consecuencias. Ni zorra idea de que la había hecho aceptar, iba a resuelta a rechazarlo cuando entró en el despacho del gordo. Noe no la quiso escuchar y se marchó a la calle dando un portazo.
    Echaba de menos a Elio, su mentor, sus consejos siempre le sirvieron en los momentos difíciles. Sacó una cerveza del frigorífico y se tumbó en el sofá, encendió un cigarrillo tras echar el primer trago. Recordó la noche que le conoció, Carlas se había largado aquella tarde con otra y ella llena de celos y rencor se puso a ligar con los tipos mayores acomodados en la barra del antro. Los conocía a casi todos, Carlas y ella solían emborracharse allí antes de echar un polvo, pero aquel era desconocido y atractivo, aunque si hubiera sido un adefesio le hubiese dado lo mismo, solo pretendía vengarse y quería un extraño, alguien a quien no volviera a ver. En su confusión alcohólica fantaseó con encontrar un Bukowski. En el año que llevaba follando con Carlas había llegado a pensar que él sería su Bukowski particular, cuando se conocieron ella tenía quince y él veinticinco, le había entregado su virginidad y se había enamorado locamente. Muchas ilusiones se habían evaporado a lo largo de aquellos doce meses, Carlas reivindicaba al escritor para justificar su alcoholismo y sus infidelidades pero ambos sabían que había algo más, que tenía algo roto por dentro que no conseguía arreglar. Eso sí, entendía sus miedos y sus recelos, ella también padecía con los suyos, eran dos juguetes quebrados dándose consuelo que ni siquiera eran capaces de caminar juntos. Bueno, a que engañarse, era él quien no quería.
    Elio la siguió el juego, tenía una sonrisa canalla que la ponía cachonda. La invitó a un par de mojitos y la dejó que hablara, luego la condujo a la habitación de su hotel, estaba de paso por la ciudad. Sus recuerdos de aquella noche seguían confusos, él se había dejado besar y tenía una vaga noción de que estuvieron metiéndose mano, pero cuando empezó a desnudarse él le propuso otra copa, de un whisky de malta que guardaba en su maleta. Nunca le quiso decir si follaron aquella noche, y si lo hicieron nunca volvió a tocarla. Se despertó con una impresionante resaca, atada sobre la cama, desnuda y con una mordaza en la boca. Elio la contemplaba sentado sobre una silla, su rostro convertido en una máscara de hielo y sin rastro de su sonrisa canalla. Cuando comprendió su indefensión comenzó a sentir pánico, pero él se apresuró a desatarla.
    —Tranquila, no pienso hacerte daño. Tan solo quería demostrarte una cosa.
    Terminó de liberarla y le retiró la mordaza de la boca.
    — ¡Eres un cabrón, menudo susto me has dado! ¿Por qué me has atado?
    Él le acercó la ropa.
    —Para que otra vez seas más prudente y no te vayas con un desconocido sin tener los cinco sentidos alertas.
    Al incorporarse para vestirse sintió todo el peso de la resaca y tuvo que sentarse en la cama.
    —Estoy fatal, creo que voy a echar la pota. ¿Cuántas horas he dormido?
    —Las suficientes. Ya devolviste anoche, así que lo de ahora solo son náuseas. Espera, te traeré algo.
    Desapareció en dirección al cuarto de baño y regresó con un vaso de agua y una pastilla.
    — ¿De veras vomité? No lo recuerdo.
    —Bueno, después de la cerveza y los mojitos te bebiste media botella de malta. Normal que no te acuerdes.
    — ¿Qué es eso? —le preguntó mirando la pastilla con recelo.
    —Te ayudará con la resaca. Lo usan en Estados Unidos para rendir después de una juerga, contiene las vitaminas y minerales que el cuerpo necesita para depurar el alcohol y sus efectos. Se suele acompañar de un par de huevos batidos pero aquí no tengo, así que ponte la ropa y vámonos a comer por ahí.
    — ¿Conoces Estados Unidos? —preguntó tras tomarse la pastilla y beber un trago de agua.
    —Sí. Conozco muchos sitios.
    — ¡Qué guay! —dijeron sus dieciséis años llenos de curiosidad.
    Cuando se estaba poniendo el sujetador sintió un ramalazo de deseo.
    — ¿Follamos anoche? No lo recuerdo. Podemos follar ahora —le propuso.
    —Termina de vestirte, tengo hambre.
    Fueron a un restaurante del paseo marítimo. La hizo tomar huevos fritos y después ostras crudas con limón, que se pensaba que iban a darle asco y que luego fresquitas entraron muy ricas, con zumo de tomate como bebida. De postre encargó un batido a base de leche, plátano, miel y canela y la obligó a tomar dos vasos.
    —Anoche estuviste muy locuaz —le dijo Elio, que tan solo le había metido mano a las ostras.
    —Es que cuando bebo se me desata la lengua. ¿Qué te conté?
    —Pues muchas cosas, pero ese asunto de tu padre parece feo.
    — ¡Ah! Ya —su padre acababa de salir de la cárcel, había pasado cinco años encerrado por violencia de género, cada vez que aparecía borracho por casa le daba una paliza a su madre, y bebía a menudo. Su madre no hacía nada, así que fue ella, con tan solo diez años, la que terminó llamando a la policía—. ¿Y qué más te conté?
    —Me hablaste de tus miedos, de tus ataques, de los novios de tu madre, del colegio que dejaste, de que buscas trabajo...
    — ¡Vaya! Así que te conté mi vida.
    —Más o menos.
    —Espero no contársela a todo el mundo cada vez que me emborracho.
    —En parte fue culpa mía, que te fui sonsacando. No se puede decir que el balance te sea favorable en estos dieciséis años. ¿Sabes lo qué te espera? Tus perspectivas no son halagüeñas.
    —Dímelo tú, tipo listo.
    —Bébete ese batido de una vez, que vamos a dar un paseo por la playa y luego a comprarte algo de ropa. Tengo un trabajo para ofrecerte.

 

viernes, 19 de julio de 2013

6 Sangre de alas rotas. Sucesos y pasiones.

  
 

 Prologo
    Finalmente dejaré al detective con el nombre de Peña, el tadenm Briones-Bermúdez no me convence por empezar los dos con la letra b, habiendo tantas, y el Peña del primer relato, "Atrapando a Daniela", está publicado en el ebook "El secreto de las letras" con ese nombre y ya no lo puedo variar. El primer capítulo de "Sangre de alas rotas" (antes La Hermandad de los Abderrahim), también está publicado en ese mismo ebook. Tengo tres días libre por delante, tres de trabajo y luego las vacaciones, y me centraré en la terminación de novela y en su corrección, capítulo a capítulo trataré de pulir y redondear la historia, tambien introduciré más apariciones del personaje de Zaza contando un poco su vida. Si no me da tiempo a concluir todo ese proceso espero que al menos gran parte si pueda. En principio dejaré de publicar a partir del capítulo veinticinco o veintiseis, luego y dependiendo de la duración total de la novela veré que parte dejo visible hasta el momento de la publicación, en la que tendré que quitarla del blog y de la web. Quedan bastantes horas de trabajo pero será un esfuerzo placentero. La novela tiene una dimensión diferente a la del relato y hasta hace poco, como lo iba publicando por capítulos, no lo notaba demasiado.Ha sido al concebir toda el final de la historia cuando me ha atrapado por completo el proyecto, cuando he sentido la necesidad de cubrir carencias y  redondear, al contemplarla desde una perspectiva global.



Sucesos y pasiones
Peña
  
    Me pateé la escalera del portal de Aguirreche y los locales comerciales de los alrededores en busca de información. El piso seguía a su nombre y la presidenta de la comunidad de vecinos me dijo que enviaban los recibos a un despacho de abogados. Tomé nota para visitarlos a la mañana siguiente. En una farmacia de la acera de enfrente me informaron sobre la empresa que había realizado la mudanza, no recordaban el nombre pero si el emblema dibujado en sus furgones, un par de caballos blancos. Volví a tomar nota. Del resto no saqué nada en claro, gente que le conocía y anécdotas de sus despistes. Aún era media tarde,  me dirigí a la empresa de mudanzas. Allí me enteré de que los muebles los habían llevado a un guardamuebles y cuando indagué sobre el contenido de su despacho me dijeron que fue empaquetado y recogido después por una empresa de mensajería. Anoté el nombre y llamé a Melani para que me localizara su dirección, estaban en Aravaca y formaban parte de una empresa dedicada a los servicios.
    Iba a montar en el Golf con la esperanza  de llegar antes de que cerraran, pero me llamó el taxista hecho una furia, que le habían rajado la rueda del coche. No pude evitar una sonrisa, el cabrón me había devuelto la pelota. Calmé al taxista diciéndole que no había problema, que quedábamos y le resarcía, además de pagarle por sus servicios. Le di la dirección y le dije que le esperaba, luego me anclé a un bar cercano de aspecto cutre y olor a fritanga y me pedí un café, por pedir algo. Mientras esperaba llamé a Daniela y me puse meloso, anticipando mi tardanza, sin darme cuenta la conversación fue subiendo de tono y deseé que llegara la noche, me estaba prometiendo caricias suculentas. Una señora que tomaba un té en la mesa próxima me contempló con gesto de reproche pero no me importó, allá ella. Daniela me estaba pidiendo que la quitara el bodi mientras me daba uno de sus besos invasores, pero entró gente a la pastelería y tuvo que colgarme dejándome con las ganas. Al poco sonó el teléfono y me dispuse a continuar la escena, pero era el taxista, que dónde estaba. Se lo dije.
    Solventé antes que nada el tema económico para que el hombre se quedara tranquilo y pensara con claridad.
    -Soy todo oídos -le dije a continuación.
    —Primero paró en Huertas, entró en una cafetería y parecía como si espiase tras los cristales. Estuvo un rato y luego se marchó.
    Así que se había dejado caer por la dirección de Aguirreche intuyendo mis movimientos, espabilado el tipo.
    — ¿Y a dónde fue después?
    —Callejeó por Madrid —el taxista sacó una lista—. Por estas calles pasamos. Fuimos hasta Aravaca y allí fue cuando se dio cuenta de que le seguía. Intentó despistarme y como no lo conseguía paró el coche y sacó un pincho así de grande —sus manos abrieron un espacio de unos treinta centímetros—. Menudo susto me dio el hijoputa, creí que me quería rajar. Pero lo que rajó fue la rueda, el muy cabrón.
    Consulté la lista del taxista. Allí estaba, la calle donde estaba la empresa de mensajería. Me entraron las prisas, pagué las consumiciones y acepté la tarjeta del taxista, eufórico aún por la ración de adrenalina recibida. Después salí zumbando para Aravaca.
     La puerta estaba abierta, pasé. El primer cadáver lo encontré a  tres metros de la entrada, sobre un charco de sangre. Le habían perforado la nuca con un objeto punzante, no un puñal sino algo más fino pero igual de letal. No toqué nada. El segundo cadáver tras el mostrador, el mismo tipo de herida pero esta vez en el corazón. La pantalla del monitor permanecía encendida. Salí de allí echando leches, no quería ser sorprendido en la escena del crimen. Primero llamé al arquitecto, que me pusiera con su guardaespaldas para darle instrucciones, nada de salir a la calle y que no le abrieran a nadie la puerta, el arma dispuesta por lo que pudiera pasar. Que pidiera un refuerzo al Jefe para que se turnaran durmiendo y hubiese en todo momento un hombre avizor dentro de la vivienda. En realidad no pensaba que mi cliente corriera peligro, pero mejor ser precavidos.
    Definitivamente se trataba de un sicario, aunque no lo pareciera, dispuesto a usar métodos expeditivos para borrar cualquier rastro que condujese a Aguirreche.  No encontraba una explicación plausible que justificara la pérdida de dos vidas humanas pero tampoco me tragaba toda esa historia que me había soltado el arquitecto sobre la Hermandad. Aunque tenía que tratarse de algo serio si habían decidido quitar a dos personas de en medio para preservar el secreto. En ese momento me planteé si seguir adelante, lidiar con un asesino no entraba en mis perspectivas. Aunque si bien  no era responsable, de no haberme puesto a indagar aquellos hombres seguirían con vida. Obviando la sensatez decidí continuar. Evidentemente el tipo del 607 no iba a querer tener que ver nada con dos asesinatos, mejor dejarlo en reserva, y la policía en cuanto descubriera los cuerpos iba negarse en redondo a facilitarme información. No me quedaba otra, llamé a Muñoz-Seca.
    El inspector jefe de la UDEF recibió mi llamada con alborozo.
    —Eres como un grano en el culo, Peña. ¿Qué es lo que quieres?
    —Me debes una, voy a necesitar tu ayuda.
    Se hizo un silencio mientras rumiaba la respuesta.
    —Miedo te tengo. Habla —dijo al fin.
    —Hay dos cadáveres en una mensajería. Tratan de borrar las huellas de un envío y supongo que uno de ellos será el mensajero que llevó el paquete y el otro el que organiza la paquetería. Creo que se han metido en el ordenador y han borrado los datos, tráete a uno de esos cerebrines tuyos especialistas en ordenadores para ver si es posible recuperar lo que hayan borrado.
    Me regaló una retahíla de epítetos malsonantes desde el otro lado de la línea.
    — ¿Pero está ahí la policía? —preguntó tras desahogarse.
    —Que va, están impolutos, recién muertos, esperando para que te hagas cargo y termines colgándote uno de esos galones que tanto te gustan.
    —A la mierda los galones, Peña. ¿Cómo voy a justificar la presencia de mi equipo sin tener abierto un expediente?
    —Pues ábrelo, ya se te ocurrirá algo. Que esto no es un tema mío, me metió en el ajo nuestro amigo del Ministerio, ese que movió tu ascenso. Igual consigues otro.
    —Explícate claro o no moveré ni un pelo.
    Tuve que soltarle la historia desde el principio. No diré que le convencí ni que le entusiasmara el tema, que podía no tener que ver en absoluto con las competencias de su unidad, pero al menos conseguí que accediera a ayudarme. Me quedé esperándole.

    Aicha

    Se contempló en el espejo y no le disgustó la imagen. Tenía los ojos grandes  y oscuros de su madre y la naricilla graciosa de su padre, labios carnosos y sensuales. Del cuerpo no se podía quejar, generoso y prieto, sin estridencias. Un anzuelo perfecto para soltar la boca del Assasin y a la vez pasar una velada agradable.
    Más que otra cosa buscaba información, pero todo había salido al revés de como esperaba. El Assasin se había revelado como un hombre de sutil inteligencia que había sabido seducirla llevándola a su terreno. Añadiendo a eso su tez morena de ojos verdosos y un cuerpo acostumbrado al ejercicio el resultado fue inevitable y entregada a la pasión de sus abrazos gozó cada minutó y se olvidó de todo. Incluso de la información que quería sonsacarle. Se había dejado llevar por la sensualidad del encuentro y eso la tenía encorajinada, aborreciendo su propia debilidad. Vencida por el ímpetu amoroso sucumbió al filo de la madrugada al sueño y al despertar él había desaparecido de su lecho, dejando su aroma en las sábanas y una bella orquídea sobre la almohada. Sonrió evocando el encuentro y aceptó el desafío. El primer combate lo había ganado Haouri pero aquello no iba a quedar así, le pediría otra cita y sería ella quien marcara las pautas. Llamaron a la puerta.
    Estaba desnuda, se puso la bata de gasa y asomó la cabeza para ver quién era. Sorpresa, Haouri portando una bandeja con el desayuno. Le dejó pasar.
    —Tenía tareas que hacer a primera hora —dijo disculpando su ausencia—. Pero no quería perder la oportunidad de desayunar juntos tras una noche tan grata. Y de paso contestar a las preguntas que seguramente querrás hacerme.
    Acababa de desarmarla, admiró su astucia. Notó el brillo del deseo incendiando su iris verdoso, también la erección que marcaba sus bombachos. La bata más que ocultar realzaba su desnudez. No ocultó sus encantos.
    — ¿Y ya traes preparadas tus respuestas?
    Haouri depositó la bandeja sobre la mesa y se volvió hacia ella.
    —No negaré que anoche las traía, pero responderé con sinceridad a todas las preguntas que quieras hacerme.
    — ¿Y se puede saber qué es lo que ha cambiado de anoche hasta ahora? Supongo que no tendrá que ver con el sexo.
    Una mueca divertida cruzó la cara de Haouri.
    —Pues no, diferencio perfectamente lo personal de lo profesional. Tiene que ver con lo que me ha sacado de tu lecho, muy a mi pesar, esta mañana. Hay alguien que desea hablar contigo.
    — ¿Quién? —pregunto a la defensiva.
    —Neville, él te pondrá al tanto de todo. Con respecto a los espejos, es cierto que mis hombres vigilan escondidos en los alrededores e impiden que nadie se acerque. No usamos ningún método expeditivo, si es lo que temes. Rugidos de las fieras de la selva y ruidos inquietantes cuando alguien se aproxima, te asombrarías de su eficacia.
    No lo entendía, ni lo que pintaba Neville en todo aquello.
    — ¿Y qué motivo hay para ocultarlo?
    —Los miembros de la Hermandad tienen que sentirse seguros deambulando por los alrededores, muchos traen los interrogantes de sus investigaciones a sus paseos por la selva y tratamos de que nada los interrumpa. Si se supiesen vigilados perderían la concentración. No tiene mayor misterio.
    —Pero yo soy la Mayor —objetó Aicha—. Se supone que debo estar informada de algo así. ¿Es Roth quien lo decidió?
    —No, Roth no tiene nada que ver en esto. Lo decidió Neville. Te vas a entrevistar con él, ten paciencia hasta entonces — y puso sus manos sobre su cintura—. La cita es a las once, aún tenemos tiempo.
    El tacto tibio de sus dedos estremeció su piel y su aroma le evocó las mieles de la noche pasada. Haouri sabía cómo incendiar a una mujer y como colmarla después, una oleada de cálido deseo culebreó en su sexo. Las preguntas, una vez más, podían esperar. Se entregó a su beso.


 

jueves, 11 de julio de 2013

5 Sangre de alas rotas. El regreso del monstruo



Prologo
Otro nuevo título, por ir probando, ya veré al final por cual me decido. Luego Lucia Clementine me los comenta y hasta ahora me los ha tirado todos. Este aún no se lo he comentado, que me dure unos dìas al menos. Si os pasais por aquí dejad algún comentario, que veo las visitas y no decís ni mú. Estoy deseando que lleguen las vacaciones para repasar la novela, hacer las correcciones y terminarla.En esta entrega empieza a desvelarse el monstruo y sale a la luz una entidad secreta (secreto dentro de otro secreto) que se ocupa de proteger a la Hermandad de las amenazas exteriores.



El regreso del monstruo
Cónclave          
    Albert Neville removió el azúcar con la cucharilla.
    — ¿Crees que seguirá insistiendo? —preguntó a Houari.
    —Es perseverante, no me extrañaría.
    —Está bien, puedes retirarte. Te consultaremos si tomamos alguna decisión.
    El capitán de los Assassins  abandonó la sala.
    —Roth no se percató en todo el tiempo que ejerció de Mayor —señaló Yuan Chung—. Tampoco ahora, que controla la seguridad.
    — ¿Qué opinas? —la pregunta de Neville iba dirigida a Adriana Barbosa, la tercera de los reunidos en la sala.
     —Tenemos tiempo. Sigamos observándola —contestó ella.
    —No tanto tiempo —objetó Neville—. Mis huesos están cansados y mi hora se acerca. No es inminente, pero debemos decidirnos por un candidato. Aicha me parece perfecta.
    Una sombra de tristeza cruzó la mirada de sus amigos, eran muchos los años compartidos.
    —En cuanto acabe la crisis nos ocuparemos de ella —dijo Chung—. Ahora me preocupan las noticias que llegan de España, tendríamos que hacer algo al respecto.
    —Tú siempre tan efusivo —discrepó Barbosa—. Nuestra misión es preservar, no intervenir.
    Chung buscó con la mirada la opinión de Neville.
    —Tanto Roth como Aicha están capacitados para para solventar el problema, dejemos que hagan su trabajo —sentenció el más veterano del grupo.
    —Pero con los Assassins fuera del juego corremos serio peligro —insistió Chung.
    —La culpa es de Roth, por contratar a ese sicario —Adriana Barbosa corrió su asiento buscando la verticalidad con la rejilla del aire acondicionado para calmar su sofoco, maldiciendo en su interior la secuela menopaúsica—. Más le valdría haber contratado a un buen abogado que blindara el rastro de la Hermandad.
    —No somos quiénes para inmiscuirnos —Neville se mostró tajante—. La Hermandad debe corregir sus propios errores sobre la marcha. Nuestra misión y la de los Assassins es protegerlos de los peligros exteriores, no influenciar en sus decisiones. Es fundamental que desconozcan nuestra existencia para poder llevar a cabo nuestro cometido con éxito. De cara a ellos solo seremos la apariencia que representamos, tanto nosotros como los Assassins.
    —Lo sé, Albert, jamás se me ocurrió lo contrario —Chung no quería malentendidos—. Es que me siento desvalido sin poder recurrir a nuestros amigos, en su versión oficial de cara a la Hermandad siempre han sido valiosos a la hora de resolver conflictos.
    —Y su viaje a España no sería un inconveniente —apuntó Barbosa—. Hay muchos árabes que residen allí, especialmente marroquíes. No para que intervengan, solo para que corten la cadena de información que conduce hasta la Hermandad.
    —Hasta que no estén listos los pasaportes, imposible —concluyó Neville—. No podemos saltarnos la jerarquía de Roth, sobre el papel es el jefe de los Assassins. Si no sale de él enviarlos tenemos las manos atadas, y si tratamos de influenciarlo sospechará. El único camino sería nombrarlo mi sustituto y no pienso hacerlo.
    Tanto Chung como Barbosa reflejaron en su rostro su alarma ante tal posibilidad, Roth era un elemento valioso para la Hermandad pero resultaría funesto como miembro del Cónclave, dada su clara inclinación hacia el intervencionismo.
    —Esperaremos entonces —Chung expresó en voz alta lo que todos pensaban.
    — ¿Levantamos la reunión? —Barbosa estaba deseando meterse bajo el agua fría.
    —Aicha sí que podría saltarse a Roth —atajó Neville—. Ella es la Mayor. Incluso con los viejos pasaportes podrían viajar ella y Houari como pareja, difícil que sospecharan de una mujer árabe que viste ropas occidentales. Sería su prueba de fuego. Pero antes tendríamos que nombrarla mi sustituta.
    Chung y Barbosa intercambiaron una sonrisa inteligente. La edad no había mermado la astucia del viejo zorro, que de nuevo iba a salirse con la suya.

    Bermudez
    No había reconocido su cara pero si el muñequito colgado del retrovisor. A la segunda vez que lo vio se fijó en el rostro del taxista y a la tercera lo reconoció, le estaba siguiendo. Estaba a punto de aparcar junto a la empresa de mensajería que habían utilizado para enviar la documentación de Aguirreche y siguió de largo, tendría que despistarlo. Era listo el detective, pensó. Las instrucciones de Roth habían sido claras, romper cualquier vínculo que pudiera conducir hasta la Hermandad. Intentó evadirlo, pero el otro era ducho manejando, era su terreno y tantas horas al volante le daban una clara ventaja. De pronto se le ocurrió pagar con la misma moneda. Paró en un semáforo, bajó del auto armado con su estilete y se dirigió al taxi. Pudo ver el rostro aterrado del conductor y la precipitación de sus dedos anclando el seguro de las puertas. Un movimiento veloz de su mano que el otro apenas percibió perforando la rueda y cuando quiso reaccionar él ya se alejaba en su coche
    El tiempo jugaba en su contra. La mensajería estaba ubicada en un extremo de Aravaca, en una calle industrial que albergaba una docena de empresas. Aparcó en una bocacalle y echó un vistazo. Eran casi las ocho y los mensajeros llegaban con los últimos paquetes para concluir la jornada. No había cámaras a la vista pero si un cartel de una empresa de seguridad. No pensaba arriesgarse, esperó. Fueron saliendo empleados hasta que apareció el que cerró la puerta de entrada, supuso que el encargado. Tuvo que seguir esperando porque junto a otro empleado se tomó una cerveza en un bar cercano. Se puso los guantes y lo abordó cuando abría la puerta de su coche. Nunca había utilizado el 357, despreciaba la contundencia de las balas, pero la presencia de un revolver intimidaba más que la de un estilete. No opuso resistencia. La retahíla de siempre, si quieres seguir vivo haz todo lo que te diga.
    Primero desconectaron las alarmas y luego le explicó lo que pretendía de él con un discurso pausado. Sus mentiras sonaron a verdades y el tipo colaboró. Los registros utilizaban dos cauces, uno informático y otro físico en forma de recibos y etiquetas. Resultó un encargado eficiente y apenas le llevó diez minutos hacerlos desparecer todos. Pero quedaba el mensajero que había realizado la entrega y su memoria era el último nexo. Tenían que convencerle para que no dijera nada, que le llamará pretextando una entrega urgente con gratificación generosa. En ese momento el encargado dejó de creerle, el miedo asomó a su rostro rubicundo y se estancó en sus facciones.
    —Ten... tres hijos...por favor —balbuceaba.
    —No le puedo convencer por teléfono, tienes que hacerle venir —Bermúdez intentó ser convincente, pero el monstruo pedía paso y atisbaba en sus gestos— Si no te tranquilizas te lo notará y pensará que ocurre algo. Sé que estás asustado pero para mí todo esto es trabajo, un encargo. Y sé lo que es el miedo y lo que vale una vida, no necesito haceros daño a ninguno de los dos, si alguno abre la boca las consecuencias las pagará su familia. Y la familia de uno es mucho más importante que una puta dirección. Llámalo.
    Su intento de empatizar consiguió hacerle dudar, realizó la llamada y el mensajero dijo que tardaría media hora en llegar. Pero una vez que el monstruo asomaba era difícil ignorarlo, el encargado lo vislumbró en el fondo de su mirada y supo que estaba ahí, aguardando. Una mancha de orín descendió por sus pantalones.
    Nunca pensó Conrad que el horror fomentado por Leopoldo II sería precursor de otro mucho mayor que se desarrollaría en el mismo escenario entrando el siglo veintiuno y con un balance  de más de cuatro millones de muertos. Asesinatos, violaciones y vejaciones se tornaron cotidianos, los ojos de las democracias miraban sin ver permitiendo que el horror se expandiera quemando la piel del Congo. Pero fue precisamente eso lo que atrajo al monstruo y le alimentó. Lo intentó primero como FreeLancer, pero los cabecillas militares no deseaban testigos que denunciaran al mundo el genocidio y en medio de la contienda cualquiera podía llevarse un tiro. Probó entonces como capataz en las minas de coltán, un blanco cabrón de métodos expeditivos encontró hueco en el engranaje. Niños deslizándose por estrechas galerías para recoger el mineral, atrapados a menudo por los constantes derrumbes. Carne fresca, carne joven sin valor añadido, prescindible. El monstruo asomaba. Los señores de la guerra se acercaban para cobrar el canon de las minas. Los fue conociendo, tomando confianza, hasta que convenció a uno de ellos para que le dejara participar en sus razias, deseaba un botín de vida.
    Entraban a los poblados y masacraban a los hombres. Jugaban con ellos, a algunos les permitían un simulacro de huida para luego abatirles como si fueran conejos, zum al negro. Los más eran exterminados a machetazos, para ahorrar munición, una orgia de sangre que salpicaba los rostros y los uniformes de los asaltantes mientras mujeres y niños contemplaban la dantesca escena aterrorizados. Ay de aquel que protestara o intentará hacerles frente, el suplicio para ellos era especial, condenados a una lenta tortura. Era tal el terror que los pobres diablos enajenaban sus mentes para intentar evadirlo. Cuando su sed de sangre se saciaba o les podía el cansancio remataban la faena a tiro limpio, sin más atención que la que se presta a una mosca o a una cucaracha. A continuación les tocaba el turno a las mujeres, violadas sistemáticamente cuando ya no quedaban lágrimas en sus ojos, algunas reventadas después con el cañón de un AK-47, tiro al coño proclamaban, otras empaladas con estacas afiladas. El monstruo escogía, no quería pillar el SIDA, solo tomaba vírgenes. Pero en crueldad pocos lo igualaban, disfrutaba buscando el horror en la mirada y el miedo en la boca del estómago, torturaba y cuando las sucesivas olas de pavor y dolor acababan con el espíritu de la pobre víctima, abocada a la vacuidad, perdía el interés. El Diablo Blanco le llamaron.
    Los niños eran reclutados para el ejército del señor de la guerra, no le interesaban, pero cuando ya solo quedaba atrás el fuego envolviendo los cadáveres se entretenía buscando el pánico en sus caritas espantadas. Viejas rencillas tribales azuzaban las tropas, lodos con ecos de los barros del rey belga. No se trataba de vencer, sino de exterminar. El monstruo gozó en cada incursión pero no quedaba satisfecho, aquello solo era un simulacro de lo que pretendía. No encontraría su apoteosis hasta pisar el bosque de Ituri.
    No podía dejarle vivo, alertaría al  mensajero en cuanto llegara. Masticaba el temor que lo atenazaba, tenía que atajarlo antes de que cometiese cualquier tontería. Ni se enteró, un fulgor plateado atravesando su miedo y el estilete quedó clavado en su corazón, el monstruo conocía a la perfección el emplazamiento de los órganos humanos. Se derrumbó con un suspiro. Ocultó el cuerpo tras el mostrador y esperó a que llegara el mensajero. En menos tiempo del que pensaba. El monstruo quería jugar pero no se lo permitió, no era el momento, le prometió al detective para calmarlo. El mensajero entró confiado y recibió la muerte en la nuca, apuntillado.
    Salió a la calle y se quitó los guantes, exultante. Acababa de romper el vínculo, Roth estaría satisfecho. Pero al monstruo no se le podía engañar, tendría que cumplir su promesa. Una vez despierto necesitaba alimento, una víctima. Gustaba sobre todo de las mujeres, pero el detective le convenía a él y serviría para calmarlo. Momentáneamente.