domingo, 28 de abril de 2013

Primavera SIETE



                                                                      

    Nos fuimos al sofá y sobre la manta de rayas verdes y rojas que lo cubría estuvimos dándole al oral, que ya dije que a Sara le encantaba. Era deliciosa en casi todos los aspectos, excepto por su mal genio, y no solo por el sexo, también su compañía que cada día me resultaba más grata. Después de disfrutarnos un buen rato paramos para tomarnos un respiro. En pelotas me serví un par de dedos de bourbon y fumamos, ella tumbada y apoyando la cabeza sobre mis piernas, un pozo de deleite en sus ojos oscuros, en su sonrisa cómplice. Se me pasó por la cabeza comentarle el plan del cuadro con Afrodita pero lo deseché, no fuera a estropear la magia del momento.
    —Me gusta cómo me haces el amor —comentó.
    Eran palabras mayores.
    —A mí me gusta follarte —dije poniendo distancias. Le di un lametón en la nariz.
    Se dio media vuelta y me agarró la polla.
    —Ummm —dijo. Apagó el cigarrillo—. Quiero más —y se puso a chupármela.
    Yo apuré el whisky y también apagué el cigarrillo. La tenía dura y quería su coño.
    —Monta —le pedí.
    Las mujeres tienen dos formas de recibir a un hombre en su interior. Una es el calentón del momento, la avidez de las hormonas, que solo busca calmar el anhelo de sexo, puede ocurrir en los lugares más inverosímiles y acuciados por las circunstancias. Pero hay una segunda manera de encarar el sexo en la que al ser penetradas existe una reciprocidad y tratan de penetrar al que reciben. No siempre con resultados positivos, por supuesto, pero lo intentan, entonces hay algo que trasciende el sexo, que nos impregna y trata de envolvernos, cuando se vuelven deliciosas en su embrujo y se te atrapan ya no puedes escapar.
    Mientras Sara me cabalgaba sentí claramente como me penetraban los sentimientos y fui incapaz de salir corriendo. ¿Qué tenía ese momento de diferente con otros que habíamos pasado juntos? No sé decirlo pero mientras ella basculaba o subía y bajaba sobre mi polla, las tetas oscilando con el movimiento, el brillo del placer derramándose desde su mirada, me emocionó. La dejaba hacer, disfrutándola, gastando la mirada en el lujurioso vaivén que imponía, los labios abiertos exhalando gemidos entrecortados y el centelleo del sudor que empezaba asomando en su piel. Cuando sus ojos empezaron a perderse supe que se iba a correr y elevé la pelvis embistiéndola, se derramó en un par de gemidos que acabaron en suspiros, siguió moviéndose un poco en los ecos del orgasmo y luego venció su torso sobre el mío.
    —Querría estar siempre así —me susurró.
    —No se está mal —hasta yo mismo me soné borde, evadiendo lo que acababa de sentir momentos antes.
    Los cigarrillos de después, su mirada de gatita satisfecha y voluptuosamente perezosa, algo más profundo asomando también. El caso es que acabé soltándole lo del cuadro y el plan pergeñado por Afrodita, salió a relucir nuestro encuentro. No dijo nada, me escuchó en silencio, pero cuando acabé y vi que se dirigía hacia la mesa del salón intuí lo que estaba a punto de ocurrir. Me apresuré a recoger las ropas del suelo y los zapatos y salí pitando, el jarrón se estrelló contra la puerta de salida.
    — ¡Serás cabrón! —la oí decir mientras lo lanzaba.
    Una señora de unos setenta se cruzó conmigo en el pasillo mientras me vestía. Se me quedó mirando y temí que se pusiera a despotricar.
    —En el sexto A vivo, cuando quieras pasas —dijo abanicando una pestañas llenas de rímel.
    Bajé las escaleras lo más aprisa posible, confundido, pensando en Sara. ¿Que tenía de malo probar? Me había divorciado muy joven y desde entonces permanecía solo, quizás fuera hora de intentarlo de nuevo. Sentir el cariño de una pareja al llegar a casa, compartir, proyectar cosas juntos, incluso engendrar un hijo. Era lo que hacía el común de los mortales, pero también era cierto que el porcentaje de fracasos resultaba preocupante, las separaciones estaban al orden del día. El maldito tedio, pensaba, la monotonía. ¿Pero acaso no seguía yo también una rutina de encuentros con mis amantes? Ascendía Lavapies hacia Antón Martín y me cruzaba con un mosaico de nacionalidades, marroquíes, gente de color, sudamericanos, chinos, una miscelánea de razas que estaban aquí para sacar adelante a sus familias. Algo bueno tenía que tener cuando se esforzaban tanto.
    El sexo me había abierto el apetito y en Atocha ponían unos bocadillos de calamares que daba gusto comerlos, me encaminé hacia mi objetivo. El hombre es por naturaleza gregario, hay una especie de júbilo compartido entre los viandantes de una calle populosa, un afecto oculto deambulando junto a los escaparates. Quizás eso hizo que siguiera ahondando en la idiosincrasia de mis sentimientos hacia Sara, el fin de semana previsto podía ser buen momento para poner las cartas sobre la mesa y conversar acerca de lo nuestro. Suponiendo que el cabreo no le durara para entonces. El asunto del cuadro se interponía en la relación, había pasado de ser un aliciente a un obstáculo, estaba claro que la sola mención de Afrodita iba a generar fricciones entre nosotros y no tenía sentido comenzar una relación ocultando aspectos de nuestras vidas. Siempre había sido sincero con Sara, sabía de mi debilidad por el sexo desde un principio y aun así intentaba apostar por mí, lo menos que la debía era sinceridad. Tendría que hablar con Afrodita para rescindir el tema del cuadro, que se buscara a otro.
    Tras los calamares me pedí una ración de sepia a la plancha con mayonesa y seguí dándole vueltas al coco, pensando sino habría estado equivocado todos los años pasados desde mi divorcio. Era cierto que solo era sexo lo que había estado buscando con mis amantes y que el fantasma de la monotonía me abrumaba, pero igualmente había disfrutado de los momentos posteriores, de la calidez y las confesiones que siempre se hacen después. ¿Existiría un punto intermedio? Hasta entonces mis enamoramientos se habían limitado al anhelo de la persona amada, al egoísmo de querer abarcarla pero sin ir más allá en el compromiso. Con Sara era distinto, me apetecía compartir con ella cenas y desayunos, paseos y viajes, complicidades, implicarme en las cotidianeidades, hacerla musa de mis escritos. Y todo eso me asustaba. Me daba pánico implicarme en cuerpo y alma y la posibilidad del fracaso, demasiado tiempo enclaustrado en mi torre de marfil, una torre hecha de sexo puro y duro sin más complicaciones, exenta de ternura o al menos de una ternura que fuera más allá de la intimidad de los cuerpos compartida. Pensaba en Sara y algo de ella resquebrajaba mi torre, la dulzura de su mirada tras saciarnos el uno del otro, su empeño por pintar oleos aunque no pudiera vivir de ello, su curiosidad hacia los demás y su cariño para tratar de entenderlos,  su afecto sincero exento de hipocresía...incluso su genio.
    Es un espejismo, me dije, te estás enamorando y solo resaltas sus virtudes, el día a día te traerá la decepción, ascenderás para luego darte el batacazo, terminaras aburrido. Puede ser, me contesté, pero acaso merezca la pena vivir en ese espejismo mientras dure.

domingo, 21 de abril de 2013

Primavera SEIS



   


 Recibí una llamada de Sara insistiendo en verme. Me pareció una buena excusa para cancelar mi cita con Afrodita, que bien podía esperar hasta la mañana siguiente. El pretexto para no ir no fue de su agrado, lo intuí en los secos monosílabos con que contestó, casi mejor, que no fuera a creer que perdía la chaveta por llevar adelante su fraudulento plan. Aún tuve tiempo concretar una póliza para una comunidad de vecinos antes de enfilar hacia Lavapiés.  Dejé la corbata en el coche y tomé el metro, no era hora punta y me entretuve observando la tribu urbana, un par de piernas cruzadas pertenecientes a una morena cargada con una maleta fueron mi aliciente la mayor parte del trayecto.
    Me recibió una Sara eufórica, le había salido trabajo en una droguería y empezaba el lunes siguiente, no era gran cosa pero al menos le permitiría pagar las cuentas sin consumir el paro. Para celebrarlo había comprado unas ostras, unas chuletillas de cordero y una botella de Ribeiro, me encargué de las ostras mientras ella freía las chuletas. Llevaba un vestido azul sin mangas, de esos generosos de escote que se anudan al cuello, de vuelo y hasta medio muslo, disfruté contemplando sus carnes suculentas y cuando terminé de preparar las ostras me acerqué y le acaricié las piernas y el culo metiendo la mano bajo el vestido, las nalgas calientes y deliciosas. Se volvió y metió su lengua en mi boca pegándose contra mí, le magreé los senos. Luego apagó el fuego y sacó las últimas chuletas.
    —Frías no están buenas. Vamos a comer —dijo.
    Había alegría en el brillo de sus ojos oscuros. Charlamos sobre lo que yo estaba escribiendo y sobre lo que ella pintaba, iba a exponer junto a un nigeriano y un marroquí en la asociación cultural del barrio, al nigeriano se lo había tirado la última vez que disculpé mi presencia y luego me lo soltó para encelarme. Si he de ser sincero no me hizo gracia que me lo contara pero me abstuve de exteriorizarlo, fiel a mi empeño de no establecer vínculos afectivos. Sara buscaba amor y para mí eso era un problema, si bien es cierto que desde el principio le había dejado claro la naturaleza puramente sexual de nuestra relación. Pero tanto el uno como el otro lo pasábamos en grande juntos y relajábamos nuestras convicciones para no tener que dejar de vernos.
    Tenía que ver más con mi manera de encarar la vida que con la suya. Me sentía arrastrado por diferentes torbellinos movidos por una misma fuerza motriz: el sexo. Presente continuamente en mis pensamientos, en mis actos, en mis deseos. Entre torbellino y torbellino disfrutaba de breves momentos de lucidez y no terminaba de entusiasmarme lo que contemplaba, había como un vacío, acaso un espacio muerto con el que convivía y al que trataba de ignorar. Mi otra gran pasión era la escritura, con la que trataba de llenar esos huecos intermedios que quedaban. Escribía para tratar de entenderme, para analizarme, también para justificarme, como si el objeto observado fuese distinto del observador. Puede que fuera por la proximidad pero ambas pasiones terminaban encontrando puntos de encuentro y se complementaban. Hacía tiempo ya que había considerado el amor como un sarampión molesto que incubaba, eclosionaba y terminaba por desaparecer dejando esas feas señales como rastro de su paso. Inevitable y perecedero, como si la naturaleza humana en su camino por la supervivencia hubiese trazado su sendero para asegurarse la continuidad de la raza, sometiéndonos a él irremediablemente. Aun así intentaba mantenerme lo más lejos posible.
    Un dios propio. Mi primera oración del día la llevaba a cabo en la ducha, masturbándome mientras caía sobre mí el agua caliente, la primera ráfaga. A continuación aprovechaba para planificar el día, lo cual no significaba ni mucho menos que tal que así fuera a transcurrir, pero me quitaba una preocupación de en medio. En el ascensor comenzaban a sucederse las imágenes, luego en la calle mis ojos se prendaban de cualquier figura femenina, siempre había algún detalle resaltado, implosionaba más fácilmente ante unas piernas bonitas o un culo sugerente, pero cualquier detalle que me atrajese me llevaban a preguntarme como serían sus gemidos o su perfil desnudo, cuál su gesto mientras follaban, una ensoñación que me acompañaba a lo largo de la mañana. Aprovechaba el descanso del mediodía intentando concretar mis fantasías, tiraba de agenda y quedaba. Dada la naturaleza de mis relaciones los resultados eran dispares, esa misma tarde o noche, a la mañana siguiente, tres días después o diez, más allá de eso lo intentaba con otra, pero una vez fijada la figura pasaba a planear el encuentro. Si no tenía nada a la vista para las siguientes horas continuaba mi jornada hasta media tarde y luego regresaba a casa, atendiendo mis compromisos pero aprovechando cualquier resquicio para subirme en mi nube. Cenaba al llegar y mientras tomaba un par de copas navegaba por internet, un mundo donde interactuaba lo escrito, lo escuchado y lo visto, también allí tenía mis contactos y solíamos jugar frente a la cámara mientras nos masturbábamos, a veces susurrándolo por teléfono o simplemente excitándonos con lo que escribíamos, frecuentemente una cosa llevaba a la otra, La noche la reservaba para mi otra pasión, escribir, para lo que me abstraía de todo y me sumergía en la madrugada. No siempre era así, nunca fui estricto con mis costumbres, dos copas de bourbon podían ser cuatro y la velada de sexo se alargaba. Mis últimas imágenes, apenas tardaba en conciliar el sueño, solían ser fantasías sobre mi próxima cita.
    Estando en boga la denuncia de la cosificación sexual de la mujer podría achacárseme de caer en ello, pero nada sería más incierto. Reciprocidad e igualdad eran la base de mis relaciones, mutuo acuerdo y complicidad. Los hay que adoran escalar montañas, ir a museos o ver películas de cine, a mí me encantaba follar y le dedicaba el mayor tiempo posible. No era inmune a los sentimientos y aunque siempre tenía cerrada la puerta para el amor este en ocasiones se colaba por la ventana y entonces me tocaba apechugar con las consecuencias como a cualquier hijo de vecino. Pero, insisto, el enamoramiento para mí tenía fecha de caducidad y más allá de ese periodo, hasta ese momento, había preferido la soledad. Otras cosas me importaban en una relación directa para que el encuentro carnal fuese satisfactorio aparte del atractivo físico, y con atractivo físico no me refiero al consabido noventa sesenta noventa, bastaba con que algún rasgo me sedujera, la modulación de la voz, la mirada o el deseo implícito en los labios, muchos factores de los que podía bastar solo uno para magnificar el conjunto. Si acaso que prefería la carne a los huesos, pero poco más. Eso sí, como he dicho había otras cosas, o una sola y fundamental que era la curiosidad intelectual, por exclusión no enumeraré defectos porque todos los poseemos y hay que transigir con ellos, pero para mí era un requisito sin el cual la relación no llegaba a fructificar.
    Una cierta empatía que profeso me ayudaba en mis operaciones comerciales con los clientes al poder colocarme en su lugar, por contra me costaba amar y abrirme a los otros, a mí yo más íntimo le asustaba superar la barrera de los sentidos hacia los sentimientos. Me adentraba en el sexo de una determinada manera, más allá del gozo de follar disfrutaba dando placer. Abría los labios sonrosados o morenos con mis dedos para acoplar mi boca y mientras una parte de mí se dedicaba a otorgar placer la otra se concentraba en percibir como lo sentía, podía comparar mi propio orgasmo con el raudal de emoción que me embargaba ante las manifestaciones de placer de mi pareja y que culminaba cuando alcanzaba el clímax y se corría, pendiente en todo momento durante el encuentro de sus gestos y expresiones, como si intentara compensar mi manifiesta incapacidad para volcar mis sentimientos con esta suerte de empeño.
    A Sara la había conocido a través del blog donde colgaba mis escritos. Ni se me había ocurrido publicar, la literatura era para mí una especie de exorcismo necesario, pero me hacía ilusión eso de tener un espacio donde otros pudieran leer, y aunque la mayor parte del tiempo era un espacio desolado a mí me causaba satisfacción. Sara llegó trasteando por la red, a través de uno de los escasos seguidores que tenía y que supongo se habían adherido más por solidaridad que por la calidad de mis escritos. No interesada por mis textos sino por las imágenes que los acompañaban, en concreto las de un contable de la oficina que tenía buena mano para el dibujo. Una cosa llevó a la otra y terminamos quedando, follamos aquella misma tarde y nos quedó tan buen sabor del encuentro que reiteramos la cita. Nuestras distintas visiones de la vida generaban conflictos pero los digeríamos en aras del placer que nos proporcionaba la mutua compañía. A veces me sorprendía pensando en ella cuando estaba con otra y eso empezaba a preocuparme
    De la botella no quedó nada y tras el café tomamos unos chupitos de licor de hierba, como no sabía cuándo volvería a disponer de varios días libres seguidos trataba de convencerme para que saliéramos el viernes y aprovecháramos el fin de semana fuera. Ni una sola mención a Afrodita ni a mis amantes, como si el no nombrarlas evitase el que existieran. Calentado por el alcohol cedi a sus intenciones y le dije que de acuerdo, vino a sentarse sobre mis piernas y me besó. La calidez que desprendía su piel encendió mi deseo, mis manos se sumergieron bajo la tela de su vestido.

jueves, 18 de abril de 2013

Primavera CINCO



                                                                     


Le dije que me lo pensaría, que necesitaba hacer algunas consultas antes de tomar una decisión, pero que me atraía la idea. Salí a la calle, casi la hora de comer, me apeteció una cerveza. Tenía ansiedad, los nervios se me acumulaban por el desconcierto. A la tercera cerveza me calmé y la vida se me presentó de color rosa, todo encajaba. Tendría que hacer algunas consultas en la compañía para cerciorarme de que todo lo que me había contado Afrodita respondía a la realidad, luego pensé que cuando se denunciara la desaparición podrían atar cabos y me dije que tenía que haber otra manera, pero no daba con ella en ese momento. Me impacienté, quería que todo encajara antes de tomar una decisión. En el metro me acerqué al centro y me acerqué a la Casa de las Bravas. Una de oreja a la plancha, una de pulpo a la gallega y una de bravas, regaditas con cerveza mientras pensaba. Al final quedaba pasar por la oficina y a ver que conseguía sin que nadie se enterase, a la hora que salían a la máquina a tomar café quizás pudiera meter mano a los archivos. Pensé en llamar a Sara pero lo deseché, demasiado precipitado, tiré de la lista y llamé a  Leti, la motera, decía que era separada pero creo que estaba casada porque siempre quedábamos por la mañana. Las ocho y media fue una hora tan buena como cualquier otra para echar un polvo,  que se acercaba a casa, como otras veces.
    Pasé la tarde husmeando en la oficina, aprovechando las ausencias para hurgar en los ficheros. El resto lo conseguí directamente hablando con ellos, con el departamento de arte y objetos valiosos, la posibilidad de una perita en dulce les abrió la boca y largaron todo lo que me interesaba saber. Salí satisfecho y enfilé hacia casa. No tenía ninguna necesidad de hacer algo así, tampoco es que estuviera desesperado por conseguir el dinero, más que otra cosa era el hastió, la búsqueda de algún cambio. Al llegar al barrio me senté en una terraza junto al parque y me pedí un bourbon, ya habían cambiado la hora y anochecía más tarde, me dediqué a contemplar vegetación y mujeres a partes iguales. Me ponían las de veinte, las de treinta y las de cuarenta, con las de veinte ni lo intentaba. Las de treinta aspiraban a formar pareja y tener hijos, de ese grupo las recién separadas eran las que me interesaban, tras una relación frustrada salían a la calle hambrientas. Las de cuarenta querían primero follar y después lo que cayera, eran mi grupo ideal porque era lo que yo quería, sin más. En todo había excepciones, por supuesto, pero por ahí iban los tiros. Que también tenía mi corazoncito, me acercaba a alguien y me afectaba lo que le pasaba y lo que sentía, no era inmune a los sentimientos, aun así trataba de capear el temporal. Pensaba demasiado en Sara, eso no era buena señal. Bajando la mirada por el césped encontré el estanque arropado de sauces llorones, esperando la llegada de la luna para reflejar en al agua sus lágrimas argentadas, a la derecha falsas acacias, arces y pinos piñoneros, dueños paseando a perros, una forma como otra cualquiera de ligar. Una morena de ventipocos cruzó su mirada conmigo, algo llenita pero se me hizo la boca agua, había pasión en sus ojos vida desbordándose por ellos, me pregunté cómo serían sus gemidos. Poco más me deparó el día.
    Leti tenía el pelo rubio, corto, acaracolado, con mechas. Sabía que era morena porque me lo había dicho ella pero siempre venía en rubia. Me trajo unos churros para desayunar que se quedaron fríos porque nos pusimos al asunto. Era de pechos menudos y soñaba con aumentárselos, felina y sensual, flexible. Sabía cómo besarme y yo como darla placer, le gustaba especialmente que se la metiera desde arriba, de tal forma que aunque la penetración no era profunda le rozaba constantemente el clítoris. Pero luego se hacía a todo, era divertida y lo pasábamos genial, siempre probando algo nuevo, y de vez en cuando me dejaba untarla con vaselina. El sexo era con ella una forma de comunicarse, también charlábamos cuando parábamos para un cigarrillo. Me gustaba ponerla de a cuatro y darla, contemplando como entraba y salía, esa postura con ella la disfrutaba mucho, gemía suavecito y me susurraba al oído cochinaditas deliciosas.
    Me hablaba de lo que le gustaba pero no de su vida, yo lo aceptaba como venía. Después de saciarnos siempre dábamos un paseo por la calle, relajaditos. Me daba cosa verla marcharse con la moto. Al final, aunque satisfecho, quedaba como una sensación de vació, un circulo que de nuevo me llevaba a pensar en el sexo. Pero aquella mañana tenía que visitar a Afrodita y perfilar el plan, otra forma de emoción.
   



domingo, 7 de abril de 2013

Primavera CUATRO



  


 Aunque lucía el sol la mañana era fría y un atisbo de viento desangelaba la primavera que ajena a él seguía brotando y manifestándose en una melodía que prometía engullir al lluvioso invierno, caminaba intranquilo hacia el domicilio de la diosa Afrodita sin  muchas ganas porque tenía claro que no era de las que se conformaban con un polvo. Además su mundo era ajeno al mío y no me apetecía penetrarlo, consciente de su naturaleza depredadora y sin putas ganas de llevarme en el lance una dentellada. Pensareis que soy demasiado aprensivo pero solo es supervivencia, más allá de los buenos modales las diferencias de clases persisten y nunca sabe uno que va a encontrarse cuando cruza la línea. Pero clienta era y no podía ignorarla, tan solo tratar de no caer en alguna trampa.
    No andaba descaminado en mis sospechas, me recibió ataviada con un picardías negro y diciendo que acababa de levantarse, mentira porque tenía arreglado el pelo y el maquillaje estaba perfecta, la araña tejiendo su tela. Nos sentamos en el maldito sofá y se me iban los ojos porque no tenía desperdicio, aunque el camisoncito no se transparentaba enseñaba más que ocultaba y no podía ignorar el despunte de los pezones marcando la seda. Intenté entablar conversación pero no me lo permitió, se me echó encima y se puso a besarme mientras me metía mano. Reconozco que me falta entereza para afrontar esas situaciones, se me nubla la mente en un concierto de besos y carnes lujuriosas y me olvido de cualquier otra cosa, aquella vez no fue distinto. Debía ser cierto lo del marido porque tenía hambre de sexo, gemía con gritos entrecortados que solo interrumpía para decir “dame, dame”, y vaya si la di, el mote de Afrodita no era en vano y era una delicia disfrutar su piel y saborearla, tenía el aliciente de una vagina que le venía como un guante a mi pene. Normalmente no tardo mucho en reponerme después de correrme, pero ella puso empeño en acortar los tiempos, daba gusto contemplar el gesto de placer de su rostro cuando la embestía. Cierto que me hubiese gustado ver la expresión cuando mi cabeza se sumergía entre sus piernas para lamerla el coño, por ver que había de cierto y que de mentira en sus espasmos, pero prefiero creer que al menos en eso fue sincera y que sus orgasmos fueron reales y no formaron parte de su maquiavélico plan sino como cebo.
    Tres horas embriagadoras hasta que se empezó a interesar por mi economía. Que cuanto ganaba, que si no me gustaría un poco de desahogo económico y que estaba en su mano ayudarme. Se dispararon mis alarmas.
    — ¿A qué te refieres? ¿Predicarás entre tus amistades la bonanza de mis seguros?
    —No hablo de comisiones, sino de dinero de verdad por un pequeño servicio. Digamos que treinta mil euros.
    A pesar de todas mis reticencias, y mira que tuve que haber salido corriendo en ese momento, la cantidad era considerable y me dije que no perdía nada por escucharla.
    — ¿De qué se trata? —mi mano detuvo su caricia.
    —No poseo nada, todo es de mi marido, ni siquiera las joyas son mías —condujo de nuevo mi mano hacia sus pechos mandarinos—. El muy cabrón lo único que ha puesto a mi nombre ha sido un cuadro que es falso, aunque lo adquirimos con certificado de autenticidad. Una burla de mi marido. Todo es legal hasta el momento pero en el momento en que le hagan un test descubrirán la impostura. Quiero asegurarlo, destruirlo y denunciar su robo, así no tendrán oportunidad de comprobar su falsedad. Tengo entendido que la compañía se conforma con el certificado de autenticidad y un vistazo a la obra. Es un Picasso valorado en seiscientos mil euros.
    Obviamente me quedé de piedra y sin saber que decir. Aparentemente era un buen plan, que podía haber llevado a cabo sin mi colaboración.
    — ¿Y por qué me lo cuentas? Puedes asegurarlo sin mi intervención.
    — ¿Tú qué crees? —y poniéndome de espaldas sobre el sofá bajo hasta mi entrepierna y comenzó a chupármela.
    El argumento era contundente, pero no terminaba de convencerme.
    —No me digas que por mi polla —le dije.
    Se rio y me miró, maliciosa.
    —Dejemos los negocios para luego.