sábado, 23 de marzo de 2013

Primavera DOS



Me hizo sentar en un sofá blanco e impoluto y justificó su atuendo diciendo que se lo probaba para una obra de teatro de aficionados, pero se sentó junto a mí sin cambiárselo. Mientras le explicaba los malabarismos del continente y el contenido fui repasando su figura. Tenía el pelo negro y ondulado cayéndole sobre la espalda, se me antojó como una reivindicación de su femineidad, su pongo que influenciado por su atuendo. Su cara era redonda, de grandes ojos oscuros, nariz recta y labios carnosos, el arco de sus cejas le confería cierta dureza a su mirada, en los siguientes minutos también descubriría en ellos un poso de tristeza y melancolía. La levedad de la túnica discernía senos mandarinos y curvas licenciosas. No parece que pusiera mucha atención a lo que le contaba, se ofreció para servirme un café y acepté, mientras caminaba hacia la cocina intuí la suculencia de sus piernas y el festín en sus caderas. No tiene la suerte de encontrarse uno a menudo con una manifestación de Afrodita. Cuando desapareció fijé mi atención en el luminoso salón, demasiado impoluto para mi gusto, ella no parecía una de esas mujeres obsesionadas por la limpieza, al menos esa impresión me daba. Era como si hubiera algo de simulacro en todo aquello, me pregunté qué parte de la farsa le correspondería a la diosa.
    Mientras tomaba el café ella firmó la solicitud de las pólizas, sin ni siquiera leerlas. Al hacerlo se le ahuecó la túnica, no llevaba nada debajo y la contemplación de sus senos me provocó una erección que traté de disimular cruzando las piernas.
    — ¿No prefiere que las lea antes su marido?
    —Él nada tiene que ver en esto. Lo pone a mi nombre.
    Percibí un trazo de rencor en su contestación y respondí con una sonrisa, ignorando el tema. Para nada quería inmiscuirme en asuntos familiares, pero no pude dejar de apreciar la tristeza que asomó a sus ojos.
    — ¿Eres casado? —me tuteó.
    Al pronto no supe que contestarle, no quería echar a perder la operación por una contestación equivocada.
    —Lo intenté, pero era joven e inexperto. No resultó —decidí que era mejor la verdad.
    —Al menos fuiste honesto.
    Sus más y sus menos hubo, pero no venía a cuento relatarlo.
    —No fue tanto una cuestión de honestidad como de inmadurez. Solo que los errores se pagan.
    —Mi marido es un hombre cruel —dijo. Mis ojos jugaban entre los suyos y sus piernas, que al cruzarlas se mostraban generosas, tras escuchar aquello me quedé sin palabras. Empezaba a sentirme incómodo a pesar de mi erección. Mi sensatez me impelía a dejar aquella vivienda, mi quijotismo a involucrarme donde no debía. Gano este último.
    — ¿Por qué dice eso? ¿La maltrata?
    Intentaba guardar las distancias con el tratamiento, pero ella a acercó, pude oler el perfume de su piel, y puso su mano sobre mi pierna.
    —Peor aún. Me ignora por completo. Es como si no existiera.
    No voy a negar que en mi listado hubiera mujeres casadas, a algunas las había conocido a través de la red y ambos sabíamos para que quedábamos la primera vez, pero no podía dejar de sentir un aire de fingimiento en aquella situación, de premeditación también, y no acertaba a comprender el motivo. Debí hacer caso de mi instinto.

¿Y ahora qué pasará?


miércoles, 20 de marzo de 2013

Primavera UNO



Asomaba la primavera, podía verlo en las pequeñas flores blancas y sonrosadas de los almendros y cerezos que adornaban la avenida, lo sentía en mi entrepierna y en mi corazón inquieto, en el bullicio de mi sangre. Repitiendo el rito desempolvaría el listado y comenzaría la espiral de encuentros ávidos de carne y sexo, de los que no se atreven a liberar sus sentimientos, cobardes o maniatados. Algunos demasiado cansados para rememorar los tiempos del pan y cebolla, temerosos de perder su pequeña porción de paraíso adoquinado y su seguridad ficticia, a la que se anclaban para no caer en el abismo. Mera cuestión de alternativas y elecciones. Otros, hastiados de haber librado batallas descomponiendo su universo y creando otro para terminar nuevamente tragados por la rutina y el desencanto.
    A ese club selecto pertenecía, necesariamente clandestino, de sentimientos soterrados. Imposible de desenvolverse en él sin un acento de cinismo. Nada que ver con el entusiasmo de los bohemios, aunque no dudábamos en utilizarlos como víctimas propiciatorias, desgranando con naturalidad los engaños con que los envolvíamos para llegar hasta su piel. Acaso, también, para sentir por unas horas el calor de sus convicciones. Y sin embargo había un halo desprovisto de mentiras en los encuentros de los que éramos iguales y afines, usábamos de las meras formalidades para articular las citas y sabiendo que podíamos desprendernos de cualquier fingimiento nuestras sonrisas fluían sinceras y virginales. Venía luego la hecatombe del sexo, en la que inmolábamos la piel hasta un paroxismo que tenía una mezcla de placer y sacrificio, de éxtasis sublimando la carne, de gozo puro y delirante.
    El dolor que infringe el vaivén de la vida puede devenir en ostracismo, en caparazón y aislamiento, pero también puede abocar en sensibilidad a flor de piel y en carne viva. Mientras caminaba por el paseo arbolado que iba a conducirme hacia los secretos que guardaba aquella casa me dejaba llevar por el mar de sensaciones que los brotes primaverales regalaban tan generosamente, indicios claros de lo que estaba por venir. El olor a tierra mojada y el del humus que en los jardines avivaban la llama de la vida en las semillas enterradas, el canto alegre de jilgueros y verderones, la sonrisa en los labios de las ninfas que en sus múltiples acepciones me cruzaba en el camino, el susurro del agua y el ímpetu de las diminutas hojas que comenzaban a crecer en las ramas anhelantes. La vivienda se ubicaba en la segunda planta de un inmueble de reminiscencias eclécticas ensombrecido por la contaminación urbana. Fabulaciones de continente y contenido llevaba para ofrecer a sus propietarios a instancias de un pariente contento con nuestros servicios.
    Encontré la puerta abierta y la cerré a mis espaldas. Una voz me invito a atravesar un angosto pasillo decorado con tapices de macramé y avancé hacia la única hoja que permanecía abierta. Me sorprendió la luminosidad de la estancia, decorada en tonos ocres y blancos y dotada de amplios ventanales, la propietaria haciendo juego ataviada con una túnica blanca hasta medio muslo, reverberando sus formas, algo en ella me hizo pensar en una Afrodita melancólica.

viernes, 15 de marzo de 2013

Otra perspectiva



La empresa me enviaba cada dos meses, para recoger las traducciones y entregar nuevo material de trabajo. Residían en un chalecito antiguo, de techos altos, hacia el final de la calle; rodeado por un patio de losetas rojas que contenía un pequeño estanque habitado por jacintos y nenúfares. Una ingente cantidad de macetas se confabulaba para formar un jardín excelso. Me chocaba que el estanque siempre apareciese cristalino.
  La casa tenía grandes ventanales y enormes aleros, con las paredes exteriores pintadas de color ocre, que asomaba por los pocos espacios que dejaba libre la hiedra. Ignoro quién sería el jardinero, pero sin duda empleaba dedicación y esmero en el cuidado de las trepadoras y del pequeño vergel surgido de las macetas. El hecho de que nunca se cruzara en mi camino lo achacaba yo al afán metódico que regía mis horas, que me llevaba a presentarme en la casa a las cinco en punto de la tarde; hora en que le suponía disfrutando de un merecido descanso.
  Imaginaba que Víctor y Daniela eran, como yo, personas de costumbres, porque invariablemente los encontraba en el salón, ella junto a los ventanales, pintando un óleo impresionista, y él sobre el suelo de parqué, anclado a uno de sus ciclópeos puzles. Desaparecían ambos al verme llegar, Daniela se apresuraba hacia la cocina para prepararme una taza de café negro, Víctor subía a las habitaciones superiores para ordenar las traducciones que había de entregarme. Yo me quedaba contemplando el cuadro de turno, siempre una imagen del patio ajardinado, jamás desde el mismo encuadre.
  Cuando volvía Daniela yo me sentaba en el sillón rojo y ella regresaba a su óleo. A esa hora el sol perfilaba su figura bajo el indefectible vestido de lino blanco. Nunca supe discernir su edad, fluctuaba según la cantidad de luz que entraba por los ventanales, se me antojaba a mí, lo que no afectaba a la belleza que irradiaba, delicada y voluptuosa. Víctor siempre me sorprendía admirándola, entre sorbo y sorbo.
  — ¿Verdad que es preciosa? —se jactaba ufano.
  El pudor me impedía contestar. Él regresaba al enigma de sus puzles y yo alargaba la degustación del café durante diez minutos más, mientras disfrutaba de Daniela. Después, no habiendo motivo que justificara mi estancia, me veía obligado a dar por finalizada mi visita. Víctor se despedía desde el suelo, con un gesto de su mano. Ella se acercaba hasta mí y besaba la comisura de mis labios, en la mitad de un susurro que nunca supe descifrar.
  Al cerrar la puerta del patio a mis espaldas parecía emerger de un sueño. Quedaba en mí una sensación de desdicha, también de cobardía, como si hubiese entreabierto la entrada a un mundo mágico y no hubiese sido capaz de atravesar el umbral.
  Durante dos años, cada dos meses, acudí puntualmente a mi cita. A medida que pasaban los meses los intervalos se me antojaban espacios vacíos, parecía que la vida se difuminara, carente de sentido. Los días previos trazaba planes para modificar el guion, empeñado en prolongar la duración de mis visitas. Bastaría una conversación intrascendente, un halago sobre sus habilidades, incluso un comentario a propósito del patio. Pero luego todo se quedaba en intenciones, volvía a salir tan sólo con la pregunta de Víctor — ¿verdad que es hermosa?—, y el susurro de Daniela en mis labios. Ni una sola de las veces me atreví a prolongar los diez minutos.
  El primer indicio de que algo comenzaba a cambiar lo encontré en el estanque, la tarde que hallé sus aguas turbias. Luego fui observando pequeños detalles, un trozo de pintura caído del techo, una cucaracha escabulléndose hacia la cocina, una tarde nublada robando la luz a los ventanales. Cambios casi imperceptibles que por sí mismos no significaban nada, pero que aunados se engarzaban en una alerta silenciosa, llenándome de inquietud. La progresiva decoloración de las plantas y los cada vez más frecuentes crujidos provenientes de la estructura de la casa me convencieron de que algo anormal estaba sucediendo, despertando mí angustia.
  Finalmente Víctor y Daniela también se vieron afectados. Él en el gesto impaciente de su rostro, le sorprendía mirándome expectante, casi desesperado, implorante, como si de mí dependiese algo importante. Daniela reaccionó de forma diferente. Clavaba la intensidad de sus ojos negros en los míos, una mirada sensual, cargada de deseo pero no solamente de deseo, invitándome a romper las normas; lo que no evitaba que día a día la opacidad se fuera adueñando de su sonrisa.
  Contra la costumbre de dejar la puerta abierta para que pasara, una tarde salió Víctor a recibirme. Su figura colapsaba la entrada. Me entregó el paquete con las traducciones.
  —Todo se acaba, amigo, incluso los sueños —me dijo en voz queda.
  ¿Me pareció oír un lamento descendiendo por las enredaderas? Víctor tenía el pelo revuelto y la mirada desencajada. Tras de él, solo se atisbaban sombras. Yo no sabía que decir, le mostré el paquete que me habían entregado en la oficina.
  — ¿No lo quieres? —pregunté, consciente de no estar diciendo nada.
  Él puso su mano sobre mi hombro.
  —Lo intentamos, pero no pudo ser. Ahora debes marcharte.
  ¿Que había querido decir? Intuí que de alguna manera se refería a los sueños, a la magia, puede que al amor. O al menos quise creerlo.
  Cerró la puerta ante mis narices. Estuve tentado de aporrearla, pero no reuní el coraje suficiente. Mientras caminaba hacia la salida escuché una melodía desgarrada que me llegaba desde el interior de la casa.
  Las losetas rojas del patio comenzaban a desdibujarse cuando crucé la verja.
  Durante meses me arrepentí de no haber aporreado la puerta.
  Luego volví a instalarme en la regularidad de mis días, rodeado por un vacío reconfortante.
  No volví a verlos. Ya ni recuerdo la ubicación de la calle.

sábado, 9 de marzo de 2013

Si te atreves, mírame.



La noche y solo la noche, poblándose de deseos, de filigranas en la piel y de miradas que arden. Un murmullo de notas volando cadenciosas y bailando la danza del vientre.  Y yo asomándome a tus ojos para atraparte el alma, tú dejándome el cuerpo, de todas las formas posibles, pero escabulléndote, como si fuera a pedirte promesas vanas, como si fuera un ladrón y quisiera robarte para llevarte a la nada. Disimulas y me ofreces alcohol, cigarrillos, no quiero nada de eso, solo sexo y en el fondo de tus ojos, en la mirada de los espejos y también en la que se escapa con un gemido de tus labios. Un interludio para asomarte a la ventana buscando que decir sin que quieras decir nada, atisbando un sueño de romanticismo que te enseñaron a soñar y que sabes que tan solo es un espejismo. Lo sabes pero mantienes la esperanza. Nada de eso tengo para darte, solo piel estremecida y sonrisas que desparecerán con el alba, y si quieres repetir tendrás que volvértelo a ganar, como yo, nada de supuestos que me cansa la monotonía, me envuelve para convertirse en tedio.
    No te pienses tampoco que me gusta caminar al filo del acantilado, para nada, me gusta pisar suelo firme. Ven, vuelve a la cama y deja de rehuirme los ojos, que no te quiero rendida sino de igual a igual, entrégame tu mirada mientras nos fundimos y yo te entregaré la mía, sin condiciones y solo en estos momentos. Mañana te quiero desconocida, por completo, sin terrenos ganados para comenzar de nuevo el asedio de la fortaleza de tu piel, quiero de nuevo una cima pedregosa para dejarme en el camino la sangre y volver a alcanzar el cenit de tus ojos para inundarlos con mi mirada, y que tu hayas ascendido un camino idéntico para alcanzar los míos.
    Y cuando alguno no sepa alcanzarlo todo se habrá acabado y el otro desaparecerá en la bruma del pasado, sin concesiones. Móntame y deja que acaricie tus pechos y que mi boca juegue con tus pezones, hunde tu mirada en la mía. Así, muévete y dejémonos llevar por la danza de la  carne y abre para mi no solo tus piernas, desgárrate la coraza y déjame penetrarte el alma, yo también sé llorar...
    No necesito apariencias, pero quiero ver tu piel desnuda mientras la baña la luz, la quiero libre para expresarse, reclamando su espacio, reivindicándose, sin miedos fatuos. Quiero aprender de tu dicha. Agua, con eso me basta, el agua de tu vida empapando mi piel y mezclándose con la mía. Posiblemente pida mucho, lo sé, en este preciso momento y sin promesas de mañana, pero aborrezco los ensayos. Y ya hablé demasiado. Si quieres, si estás dispuesta a arriesgarte es el momento justo para que las palabras se retiren y dejen paso al idioma del alma en el discurso del sexo. Si te atreves, mírame.