sábado, 29 de junio de 2013

2 Sangre de alas rotas. En la selva misionera

    

Prólogo
    El primer capítulo de la Hermandad no nació con voluntad de novela. La mención de un compañero de tusrelatos del Manuscrito de Voynich me llamó la atención y hurgando en la red averigué de él y del Codex Seraphinianus y se me ocurrió enlazarlo con la historia de la Hermandad. Como habréis leido tiene dos partes, en la primera se habla de Aguirreche y de su desaparición y en la segunda del acoso que empieza a sufrir Losada. Me tenía enamorado esa fotografía que saqué de las que cuelgan en "el tiempo", una fotógrafa de Aranjuez la hizo. Tenía el ambiente perfecto para el género negro y a partir de ella desarrollé la segunda parte del relato. Fue después de publicarlo cuando se me ocurrío darle continuación a la Hermandad. En este segundo capítulo salen a la luz tres de los personajes que constituyen los pilares de la novela, Aicha, en representacion de la Hermandad, Bermudez y Peña. Hacía tiempo que manejaba la posibilidad de dar vida a un psicópata y después de decidir que la Hermandad tendría un marcado carácter negro lo saqué a luz. Me cuesta acercarme a él puesto que soy una persona empática y me es difícil comprender a una persona carente de empatía. Ubiqué el origen del monstruo en la guerra del Congo porque es un tema que me tiene interesado desde que supe de él, una guerra con más de cuatro milones de muertos que no termina de acabar y en la que se dan violaciones continuas, asesinatos e intentos de exterminio de unas tribus a otras, y que esconde por detrás el interés de compañías y estados limítrofes por el coltan y otras riquezas minerales, el conflicto con más víctimas tras la Segunda Guerra Mundial iniciando el siglo veintiuno, una verguenza para la humanidad. Yo había iniciado una novela basada en él y una de esas averías informáticas se la llevó al limbo junto con alguno de mis relatos que no estaban guardados en nigún otro sitio, desde entonces cada vez que escribo lo subo a la nube y lo guardo en Safe. Así que aproveché la entrada de Bermúdez para sacar a colación esa horrible guerra y de esa manera denunciarla. Como veréis en este segundo capítulo son tres los personajes que intervienen, el tercero es Peña, el detective que ya había sacado en el relato "Atrapando a Daniela" que se encuentra en mi ebook "El secreto de las letras" y en "La mujer de rojo" que se encuentra en este mismo blog, siguiendo la costumbre de cruzar relatos y personajes. Se llama Peña pero pretendía llamarlo Briones, un despiste hizo que dejara el "Peña" en el primer relato y así se quedó. A partir de aquí las apariones de personajes serán de dos por capítulo, salvo excepciones. De esta manera tomé abierta postura por darle una trama negra a la novela adornándola con elementos de ciencia ficción. Y aquí cuelgo el segundo capítulo.




En la selva misionera
Aicha
    La mayor fumaba apoyada en el tronco de un palo rosa, su mano izquierda para el tereré. Se acercaban los meses de calor, pegajosos y agobiantes. Aborrecía la selva misionera. Aunque la culpa de continuar allí se debía en gran parte a ella misma, en su versión neófita de concejala arrebatada por el entusiasmo juvenil. Entusiasmo que le había costado la perdida de su estatus de investigadora para servir a la causa política de la Hermandad. Añoraba el laboratorio, no era justo que después de tantos años siguiera adherida al estamento político, ni que tuviera que soportar las tribulaciones del cargo de mayor responsabilidad. Pero ella se lo había buscado al sugerir que se adentraran en la selva y volviesen a utilizar el artilugio de espejos para ocultar la entrada mientras se decidía la ubicación del nuevo enclave. Así se había zanjado la Crisis Almendros. Veinticinco años después el Consejo aún deliberaba sobre el lugar idóneo al que desplazar la sede de la Hermandad. Los Cárpatos rumanos, el desierto australiano y la estepa kazajistana habían desplazado al resto de ubicaciones inicialmente propuestas, ya solo quedaba decidirse por una de ellas.
    El estridente llamado de los guacamayos rojos sobrevoló la selva. Un mono aullador les respondió, desafiante. La humedad le pegaba las ropas al cuerpo, incomodándola como si fueran  manos sebosas. A veinte metros se distinguía la colmena de abejas, hacendosas, peligrosas también. Toda la selva era un sobresalto, apenas hacía dos días que una yarará inoculó su veneno a un químico despistado, suerte de antídotos prestos siempre para ese tipo de incidentes. Maldita humedad, malditos bichos, todo por culpa de Schuman, imbécil resentido pasándole uno de los anales a Almendros. Las hojas del dosel arbóreo no paraban de gotear, detuvo su mirada en los racimos de claveles del aire, luego en las orquídeas.
    Los peligros no habían desaparecido, por supuesto. El mismo Almendros no había cejado en su búsqueda y diez años atrás le había seguido la pista al grupo que se desplazó para evaluar el posible enclave australiano. Su antecesor en el cargo había resuelto reclutarlo para la Hermandad y desde entonces redactaba los anales con un fervor que rallaba en la idolatría. Su “Biblioteca del Diablo” se hallaba a salvo de curiosos en una de las propiedades de los Almendros. Pero de España seguían llegando amenazas desde el rastro dejado por Horacio, o acaso fuera que la Hermandad de los Abderrahim había dejado la estela de su esencia prendida en la Sierra de Cazorla durante los siglos que pasaron anclados en aquellos parajes. Al-Ándalus, tierra de sus antepasados.
    Desde que había accedido al cargo, dos años antes, se había visto obligada a tomar decisiones dolorosas. La eliminación de Schuman fue una de ellas, el alemán de pasado nazi había desatado la boca en su vejez y se negó a pasar sus últimos días acogido por la Hermandad, habiendo alertado a un espabilado reportero que acudió a escuchar sus desvaríos. Roth, su antecesor, le había recomendado que utilizara a Bermudez, el español, un individuo al que la Hermandad recurría para solventar asuntos delicados. Lo que ella no había imaginado es que fuera a ejecutarlo. “Daños colaterales”, había dicho Roth cuando se lo echó en cara. Había sido su bautismo de fuego como Mayor y no estaba orgullosa de ello.
    Que se decidieran de una vez, quería dejar la selva. Ella prefería los Cárpatos, o como mucho las estepas kazajistanas próximas a Siberia, para nada el desierto. Echaría de menos Buenos Aires, pero Europa sería próximamente foco de acontecimientos importantes y quería vivirlos de cerca. Apuró el tereré y aplastó una araña con la bota, no las soportaba. Ni a los dichosos mosquitos. Desde la espesura los animales de la selva interpretaban una inquietante cacofonía.
    Y pese a sus recelos había tenido que recurrir de nuevo al español para el asunto Carbonell. Bermudez juraba que no había tenido nada que ver con el atropello pero no terminaba de creerlo. Al menos Aguirreche sí que había llegado hasta la Hermandad sano y salvo, de lo contrario habría acusado ante el Consejo a Roth por contratar los servicios de un asesino. Ahora vigilaba al amigo de Aguirreche, el arquitecto, otro al que le había dado por curiosear. Ojalá que desistiera y se acabara allí la cadena, bastantes problemas tenía ya rodándole la cabeza.
    Aicha había nacido en el seno de la Hermandad, su padre era, aún, un importante neurólogo en activo. Guardó la colilla en el bolsillo de su camisa, estaba prohibido dejar huellas de presencia humana en las  proximidades de la entrada. Se sentía como si estuviese realizando un viaje a través del universo con destino al planeta prometido. No finalizaría el viaje, no llegaría a tiempo, su vida concluiría antes. Le dolía, estando tan cerca de la meta. La selva la contemplaba, aparentemente impenetrable. En cierto modo era como ella, necesitada de apariencias y temerosa de las excavadoras.
    De vuelta a sus aposentos fue hasta la habitación y se contempló en el espejo. Cuarenta y cinco años, que lejos de aquella joven de veinte que irrumpió en el Consejo para proponer la solución de los espejos. No los aparentaba, la Hermandad cuidaba bien a los suyos. Pero los dos últimos años si que estaban dejando su huella. Aun así más de treinta y cinco ni el más misógino sería capaz de echarle. Necesitaba una escapada a Buenos Aires, unos brazos abrazando su talle. Consultó el reloj, cinco minutos para la videoconferencia con los corresponsales.

    Bermúdez

    Realmente deseaba que cometiera un error. Al diablo la mora, esa argelina que había sustituido a Roth. Asustado estaba, eso seguro, porque se levantaba a media noche y se asomaba a la ventana. Casi podía sentir el escalofrío que recorría su espina dorsal cuando le encontraba allí, una sombra emboscada acechando sus movimientos, podía mascar su miedo. Lo extraño es que apenas se moviera de casa, solo a las tiendas de alimentación cercanas, el mercado y el autoservicio. Era arquitecto, con la que estaba cayendo en la construcción igual estaba en paro. Pero no parecía que pasase necesidades, debía estar bien cubierto.
    El puto dinero, con lo bien que estaba él en el Congo. Allí es donde había conocido a Roth, que viajó para hacerse con una remesa de coltan y uranio que pudiera eludir las aduanas. No sabía muy bien a que se dedicaba su empresa, cuando había que entrevistar a los tipos que le encargaban que vigilase siempre enviaban a alguien y nunca estaba él presente. Y del viejo chiflado nazi que tuvo que eliminar cualquiera se fiaba, no decía más que gilipolleces sin sentido. Pero de lo que no había duda es que eran importantes y poderosos. Y que parte de sus actividades eran ilegales, mucho secretismo por medio. Pero bueno, tampoco eso era tan extraño, muchas de las empresas que se anunciaban en televisión enviaban a sus representantes para negociar el coltan y los diamantes que les esquilmaban a los congoleños tanto las diferentes guerrillas como los países vecinos de Uganda y Ruanda. Bien conocía él todos esos trapicheos, los había presenciado. Gran parte del tráfico lo organizaba la hija del presidente kazajo, eslabón de unión entre los expoliadores y los destinatarios, todas empresas importantes. El codiciado coltan, empleado en la industria aeroespacial, la nuclear y todo tipo de aparatos tecnológicos: móviles, ordenadores, consolas, armas teledirigidas...Que nadie le hablara del bien y del mal, conocía de sobra todos los rostros de la hipocresia. Él era tan solo, un soldado más.
    Del Diablo Blanco nadie debía saber nada, era su otro rostro, la sombra oculta. El motivo que le había llevado hasta el Congo, en cuanto se enteró de que las violaciones y los asesinatos formaban parte de la conducta cotidiana de las diferentes tropas implicadas en el conflicto, que ya arrojaba un balance de más de cuatro millones de muertos. La guerra ignorada, un guante para sus instintos. Allí pudo realizar sus sueños prohibidos, patente de corso para violar y torturar, noches de sangre y sexo a la luz de las antorchas, comunión con la naturaleza, hasta los animales del bosque lluvioso se sumaban al rito con sus estridencias. Carnaza para el monstruo. Hasta que Ituri lanzó a los espíritus en su contra, los mbuti le denunciaron a la guerrilla y aunque no les hicieron caso empezaron a prestar atención a sus movimientos. El monstruo tuvo que hibernar.
    La llegada de Roth a la selva había sido providencial y su oferta de trabajo la ocasión para cambiar de aires. Cierto que la muerte de Carbonell se podía considerar accidental, había tratado de increparle cuando le vigilaba desde el coche y como no había nadie a la vista le atropelló para que no armara un escándalo. No la del nazi, ni la del periodista que lo había entrevistado, al que había seguido hasta Buenos Aires para que Aicha no se enterase. Hasta se permitió disfrutar un poco, que en Ciudad Oculta cualquier cosa podía pasar. Ahora Aicha era su jefa, pero Roth seguía manejando los hilos desde las sombras. Las órdenes recibidas, en consecuencia, contradictorias. Aicha no permitía las ejecuciones y Roth entendia los daños colaterales como un mal menor. Pero ambos estaban lejos, era él quien decidía.

    Peña

    No esperaba aquella llamada, el tipo del 607. Le había conocido durante el caso de Daniela, un gerifalte de Interior de la Comunidad de Madrid. Pero cuando ganaron las elecciones había subido de rango, ahora era un gerifalte de Interior del mismísimo Ministerio, un halcón. Pero como el panorama se presentaba delicado no deseaba usar sus privilegios en vano, por aquello de la prevaricación, que para asuntos importantes seguro que si echaba mano de ellos. El arquitecto era amigo de la familia y no podía desairarlo, pero su petición encerraba varias actuaciones y no quería correr riesgos innecesarios. Que me ocupara yo, tendría manos libres y la poli me dejaría en paz. La factura al arquitecto, por supuesto, que tenía pasta larga.
    Llamé al número que me dio y me presenté a Raúl Losada, que estuvo encantado con que alguien le prestará atención a su problema. Me invitó a comer a su casa. No era lo habitual pero acepté.
   

martes, 25 de junio de 2013

1Sangre de alas rotas. La perdición de Aguirreche






Prologo 1
Bien, el blog tiene pocos lectores y pocos comentarios también. Lo uso para ir experimentando pero de pronto me empieza a atrapar mi novela “La Hermandad de los Abderrahim” y se me ocurrió ir destripando la novela a medida que la escribo, que también es experimentación. Primavera quedará ahí relegada hasta que concluya la novela, me voy a centrar en un solo proyecto. Más que otra cosa porque la historia, dubitativa hasta ahora, ha alcanzado una dimensión que me seduce y quiero centrarme en ella. Tengo también face y twitter para ir desarrollando todo el mecanismo, pero en el blog puedo destriparla con más precisión. Tengo la costumbre de cruzar relatos y la Hermandad nació de esa costumbre. El primer relato de mi ebook “El secreto de las letras” se llama “La biblioteca del diablo”, y es la simiente de la novela, aunque solamente como punto de partida. No sale ningún diablo ni ser sobrenatural, la novela de la Hermandad es una historia de suspense que se va sumergiendo en el género negro y que tiene algunos flecos de ciencia ficción como tributo a esa vertiente de la literatura que siempre veneré. Os recomiendo comprar el ebook para conocer el comiezo de la novela, el enlace está a la derecha del blog. Aunque no es indispensable para la comprensión de la obra, que perfectamente se puede desarrollar a partir del segundo capítulo. Pero que si compráis el ebook mejor para mí. Un día se me ocurrió dar continuación a ese relato, que no había quedado cerrado sino abierto a diferentes interpretaciones, así que me puse a ello, se fueron añadiendo personajes y de pronto me encontré escribiendo la novela. Desde el principio mi intención fue adaptar cada capítulo a la longitud de los relatos que suelo publicar en la web tusrelatos, y luego ver como quedaba todo junto. La acción se desarrolla desde el punto de vista de los personajes que van apareciendo y a partir del tercer capítulo son siempre dos por capítulo. Es un recurso que suelo emplear en mis relatos de género negro, narrados muchas veces desde dos o tres voces diferentes. Mi ebook “La otra cara de la supervivencia”, por poner un ejemplo, está narrado desde dos voces diferentes.
    El primer capítulo de la novela (o el segundo si tenemos en cuenta La biblioteca del diablo), está narrado por el amigo de uno de los protagonistas y hace referencia a la muerte misteriosa del narrador de La biblioteca del diablo. Aún no tenía definido el sendero de la novela y jugué con varias posibilidades. He de decir que cuando me siento a escribir no tengo mis historias definidas, si acaso vagamente o nada en absoluto. Otros escritores han tomado antes apuntes y hasta diseccionado su obra antes de ponerse a escribirla. El joven autor Daniel Montesinos (Venerdi), con el que suelo departir sobre literatura y sobre las maneras de elaborarla, suele emplear alguno de esos métodos. Yo no puedo, a mí me salen de tirón la mayoría y son minoría los que tienen su estructura o argumentos trabajados con antelación. En este primer capítulo nada estaba definido aún y estuve probando posibilidades, códices y autores aparecen confabulados y enterados de la existencia de la Hermandad y todo apuntaba más bien a una de esas historias tipo Codigo Da Vinchi o tipo El Ocho. Afortunadamente mi vena negra se terminó implantando al final del capítulo y se adueñó de la obra en los siguientes.
    Además de con Venerdi suelo conversar sobre literatura y literatos con Miranda, Lucia Clementine y None. Lucia me comentó la conveniencia de moverme por la red y mirar otras cosas. Ciertamente los ebook tienen difícil salida, es un mercado muy nuevo aún en un país acostumbrado al pirateo y la crisis no ayuda precisamente, andamos buscando la fórmula para seducir al lector y que compre. Y viendo cómo se movía la gente por ahí pensé que no estaría mal ir comentando algunos aspectos de la novela antes de publicarla, tratar de crear expectación hasta que salga y mostrar los resortes que me mueven al escribirla. Y en eso estoy, aquí va el primer capítulo de la Hermandad de los Abderrahim. En este primer capítulo solo aparece un personaje.

 
Prologo 2
He cambiado el título de la novela y el nombre de uno de los protagonistas. La Hermandad de los Abderrahim me sonaba a novela hístórica o exotérica, o a una de esas pugnas entre el bien y el mal, y no me terminaba de convencer. También he añadido una primera entrada del personaje de Zaza, para que el lector sepa que está ahi, aguardando su aparición, y para remarcar desde el comienzo de la novela su decidida vocación negra ribeteada de ciencia ficción. O no tan ficción, según se mire.
Quisiera agradecer a Carlo Fabretti y Juan Carlos Martini sus presentaciones y comentarios en la colección que Bruguera dedicó la novela negra y a la ciencia ficción allá por la decada de los setenta, de su mano fue un placer adentrarme en esas dos vertientes de la literatura.

La perdición de Aguirreche



Zaza
    Tenía el pelo azul y el morrito de fresa. Había quedado con un cliente recomendado por los Veronesi, la familia para la que realizaba la mayor parte de sus trabajos. El tipo era gordo y usaba gafas negras, ocupaba una mesa en el despacho del gerente de una pretendida agencia inmobiliaria que solo tenía del negocio la fachada. Dudaba que pudieran llegar a un acuerdo, desde que había conocido a Noe seleccionaba los encargos y no aceptaba ninguno que oliera a presunción de inocencia, se estaba planteando dejarlo.
    —Déjanos  —le dijo el tipo gordo a su guardaespaldas.
    No se presentó cuando se quedaron solos, ni le preguntó su nombre, tan solo le tendió un sobre marrón con la solapa abierta y le indicó la silla para que tomara asiento. El contenido no le dijo gran cosa, fotografías y datos de un ingeniero.
    — ¿Quién es este? —quería saber un poco más antes de rechazar la oferta, más que otra cosa por conservar las formas.
    — ¿Acaso importa? —el tipo gordo la miró con cara de palo—. Dicen los Veronesi que eres infalible pero que te estás volviendo escrupulosa.
    —Ahora mismo estoy servida, vine por no hacerles un feo. Y no creo que te importe mucho como sea —dijo aproximando la mano hacía el muslo donde escondía la pistola.
    La sonrisa del gordo fue fría y suficiente.
    —Tranquila, princesa. Espera a conocer al angelito, tenemos un video de él. Después decides.
    En una mesa contigua había un enorme Mac, el gordo volvió hacia ella la pantalla después de teclear las instrucciones. Un poco de cortesía sí que podía brindarle, para que no fuera con el cuento a los Veronesi de que había rechazado el encargo antes de conocerlo. Aunque tenía clara cuál iba a ser su contestación, el ingeniero no se iba a convertir en su objetivo.
    La grabación duró quince minutos, mostraba secuencias grabadas y fotografías, escenas cotidianas de un tipo de ojos azules y barba descuidada, nada relevante, pero cuando finalizó tuvo la certeza de que tenía que matarlo. El gordo le tendió otro sobre, este lleno de dinero.
    —El cincuenta por ciento, según tus condiciones habituales.
    Zaza tomó el sobre y lo guardó en su bolso. Nada más tenían que decirse, abandonó el local. No acababa de entender por qué había aceptado el trabajo, pero estaba decidida a que fuera el último. Caminó hasta donde tenía la moto y aguardó a que el gordo saliera del local, quería tenerle localizo por si las moscas, era una de las precauciones que tomaba al aceptar un encargo. Lo siguió hasta el aparcamiento de una multinacional farmacéutica. Empezaba a dolerle la cabeza, decidió regresar a casa.
Losada
La última vez que habíamos compartido mesa juntos Aguirreche investigaba la relación del Codex Seraphinianus y el Manuscrito Voynich con la Hermandad de los Abderrahim, citada por el arqueólogo Horacio Almendros en sus notas de campo. Dado que Almendros desapareció en el desierto australiano Aguirreche no tuvo oportunidad de cotejar sus respectivas investigaciones. Algo de luz aportó el filólogo de árabe por la universidad de Granada Andreu Carbonell, pero su trágica muerte atropellado por un vehículo que se dio a la fuga frustró las expectativas de mi amigo. Carbonell había confirmado la existencia de la Hermandad de los Abderrahim, ubicando su último enclave conocido en Eldorado, una localidad de la provincia de Misiones, en Argentina. De allí se habían evaporado al ser descubierto su rastro por Almendros. También mencionó una curiosa Biblioteca del Diablo, en poder de la familia Almendros. El luctuoso accidente que acabó con su vida aconteció antes de que le presentara pruebas fehacientes de sus afirmaciones a mi amigo. Este intentó que la viuda le permitiera el acceso a la documentación reunida por Carbonell, pero la había vendido por una cantidad considerable a un supuesto catedrático al que no se pudo localizar. Todo parecían ser trabas.
    Me unía a Aguirreche la pasión culinaria, ambos formábamos parte del mismo club de glotones habilidosos con los fogones. Él se entusiasmaba haciéndome confidente de sus pesquisas y yo le escuchaba complacido, nada tenían que ver nuestras profesiones. Nuestros encuentros habían fraguado en mutua simpatía y amistad. Así que cuando me llegó la noticia a través de otro miembro del club de que había caído en una especie de vacío existencial me propuse hacerle una visita.
    Vivía por el Barrio de las Letras, una zona que en su variante de ocio nocturno se conoce por “Huertas”, en un piso de altos techos rematados por molduras de escayola y paredes pintadas de ocre. Me recibió, amable, pero con evidente falta de interés. El abandono de su persona era lastimoso, cabello grasiento y despeinado, barba de varios días y uñas sucias, el viejo y descolorido chándal que alguna vez fue azul marengo mostraba numerosos lamparones grasientos. El suelo de baldosas aparecía manchado de trazos oscuros y el polvo se acumulaba por doquier. La cocina donde intentó preparar café tenía los fregaderos rebosantes de platos sucios, las cacerolas con restos de comida enmoheciéndose y del sumidero emanaba un olor desagradable. Conduje a mi amigo a su despacho, un horror de libros y apuntes desparramados de cualquier manera, y empleé las siguientes dos horas en adecentar la vivienda. Finalmente me senté frente a él con sendas tazas de café dispuesto a desentrañar el motivo de su abulia.
    Me es imposible transcribir la conversación porque algunas de sus aseveraciones tuve que descifrarlas más tarde con ayuda de la Wikipedia. Según Aguirreche Borges había contactado con los Abderrahim a su vuelta a Buenos Aires, desconocía los cauces y la naturaleza del vínculo, pero al parecer “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” hacia referencia al propósito de la Hermandad y contenía algunas de las claves, veladas en cualquier caso, para interpretar el proyecto. Tlön se referiría a los primeros bosquejos de los Abderrahim y Orbis Tertius una alegoría que abarcaba la producción literaria de la Hermandad a lo largo de los años. Había más escritores de renombre. La saga de La Fundación de Asimov retrataba en clave de ciencia ficción el papel secreto que jugaba la Hermandad de los Abderrahim en el destino de nuestro planeta, corrigiendo subrepticiamente la política de los estados en favor de sus designios. No sabía decir si el método empleado era similar al usado por los miembros de La Fundación. También nombró a Nabokov y a Katherine Neville entre otros que no recuerdo, pues mientras continuaba trazando su fantasía yo me planteaba la posibilidad de ingresar a mi amigo en un hospital sin su consentimiento.
    Debió intuir mis cavilaciones porque me aseguró que para nada estaba loco y me arrojó dos ejemplares que reproducían el Manuscrito Voynich y el Codex Seraphinianus, alegando que eran textos arrebatados de la biblioteca de los Abderrahim.
    —Son todo conjeturas, Aguirreche —protesté—. ¿Qué pruebas concretas tienes?
    —Estoy a punto de conseguirlas, en unos días las tendré —la irrealidad asomaba a sus ojos.
    —Además, no parecen muy duchos esa gente de la Hermandad, el mundo esta hecho una mierda. Si fueran tan poderosos todo iría mejor, se notaría su mano oculta —mi argumento era contundente.
    —Es que les importa un carajo nuestro mundo, el que les importa está camuflado entre el nuestro.
    Alcanzó un bloc de dibujo protegido por una lámina de plástico transparente. Se apreciaba un bosquejo incoherente, un galimatías de rectas y curvas sin sentido. Al levantar la lámina transparente arrastró consigo arcos y segmentos trazados sobre el envés, dejando a la vista la figura de una torre en construcción.
    —Como esto —dijo Aguirreche—. ¿Comprendes ahora?
    —Sigue siendo una hipótesis. Nada plausible, por cierto. Esto excede la propia Teoría de la Conspiración, parece demencial.
    —Y sin embargo es tan real como tú o como yo.
    Me impacientaba.
    —Pruebas, Aguirreche.
    —Tengo algunas, pero por separado no las comprenderías. En una semana las tendré, definitivas.
    Dudé. Acaso necesitara medicación y en una semana el brote psicótico, que pensé padecía, podía desencadenar consecuencias imprevisibles. Por otra parte Horacio Almendros y Andreu Carbonell habían existido como personas reales, no eran una imaginación de mi amigo. Decidí arriesgarme y concederle esa semana.
    —Como quieras. Pero si en una semana no las has conseguido tendrás que acompañarme al médico. Todo esto tiene pinta de paranoia.
    Y en eso quedamos. Traté de poner un poco de orden en el despacho, al menos para que pudiera caminar sin tropezarse. No se opuso, ni siquiera intentó desarrollar su teoría para convencerme. Me contempló mientras tomaba el café con una sonrisa conforme aflorando en sus labios. “Escondidos tras un artilugio de espejos” fue lo único que le oí murmurar. Después nos despedimos. Fue la última vez que vi a mi amigo.

    Desapareció, así de simple, tanto él como el contenido de su despacho, en el que solo quedaron rastros de polvo. Tengo algunos conocidos en Interior y traté de que removieran Roma con Santiago en su búsqueda. Hace dos de meses y nada, ni el más leve indicio de su paradero. Ni vivo ni muerto. Me puse en contacto con la familia de Carbonell, tratando de conseguir pistas. Su hijo, tan amable como tajante, me insinuó que su padre había perdido la vida a causa de su investigación, al igual que le había ocurrido a Horació Almendros, que tenía una familia y que no pensaba correr riesgos.
    Escribí a Luigi Serafini, el autor del Codex Seraphinianus. Al primer correo me contestó solícito, pero cuando en respuesta al suyo hice una alusión a la Hermandad de los Abderrahim solo obtuve silencio, y una velada amenaza cuando traté de insistir.

    Frente a mi ventana hay una sucesión de chopos que tienen su entorno alfombrado de hojas otoñales. Tras de ellos hay una valla que delimita la propiedad del bloque de viviendas donde resido, en un primer piso. En la acera sobre la que se asoma la valla, delimitadora apenas y de un metro veinte de altura, una farola verde vierte su luz amarillenta. Durante las últimas noches una niebla turbadora se posa sobre el suelo impregnándolo de humedad y apelmazando las hojas con el barrillo del suelo. La luz de la farola se esparce entre la niebla forzando una escena fantasmagórica realzada por el eco de los pasos que recorren la acera de enfrente, difuminada por la oscuridad. La secuencia reverbera las huellas atrapándome en un desasosiego casi enfermizo. Aunque no es esa solo la causa. Durante las últimas noches, también, una sombra oscura se ancla a un extremo de la valla. Vislumbro lo que parece una gabardina y un sombrero, el rostro y las manos se diluyen en las tinieblas. Por la estática del cuerpo deduzco que mira hacia mi ventana, aunque no lo puedo asegurar.  Permanece en el mismo lugar durante media hora y luego se marcha. Me despierto a media noche, sobresaltado, y vuelvo a encontrarlo cuando me asomo a la ventana. Al rato desparece. Intento convencerme de que solo es sugestión, pero la muerte de Carbonell y las desapariciones de Almendros y Aguirreche planean amenazadoras sobre mi discernimiento. ¿Me vigilan? El miedo intranquiliza mis noches.