Las ostras me supieron riquísimas, Afrodita
también. Fue todo un poco precipitado porque la presencia del marido al otro
lado de la casa me mantuvo en vilo, no fui capaz de correrme otra vez y ella se
aprovechó de la coyuntura al ver que no se arrugaba. El morbo de la situación
terminó convirtiéndose en preocupación, le imaginaba a él furioso entrando en
tromba en la habitación con deseos asesinos, así que corté la sesión alegando
una cita irrevocable. Ella no se molestó en acompañarme a la puerta, la dejé en
la cama, masturbándose y diciendo que la ponía muy caliente, que regresa
aquella misma tarde si podía. Lo que hice fue parar en un bar con forma de tubo
y tomarme un bocadillo de anchoas con tomate y una cerveza, el resto de la
tarde lo dediqué al trabajo, que las pólizas no me caían del aire.
Al filo de las nueve regresé a casa, con
apetito. Me abrí una botella de vino de Toro y me serví una copa mientras me
preparaba la cena. Necesitaba algo consistente así que calenté unos callos y
los acompañé de unos boquerones en vinagre que había preparado el fin de semana
anterior, luego tomé unas fresas en zumo de naranja y un café. A continuación
me serví un Jim Bean mientras trasteaba en internet en busca de un posible
destino para el fin de semana con Sara. El nacimiento del rio Cuervo me pareció
buen lugar, la llamé para decírselo. Aún se la notaba enfadada pero su enojo se
diluyó cuando le propuse el lugar, terminé la conversación antes de que se le
ocurriera empezar con los reproches. Abrí el Word y me puse a divagar.
Los años de Sandra, la cicatriz, el coche
volteando en la M-40 y su muerte, el alcohol y la coca. Seguía doliendo, la
culpabilidad latía patente en mis entrañas y regresaba para acusarme. El sexo
siempre había sido una excusa para olvidar, por eso se me hacía tan necesario.
Al principio me había refugiado en el alcohol, más tarde en la coca, parecía
que la carrera autodestructiva terminaría por consumirme pero era demasiado
cobarde para claudicar, ni siquiera fui capaz de ser uno de esos infelices que
terminan por perder su trabajo al borde del precipicio. Pese a las juergas y
los excesos con que había maltratado mi cuerpo siempre tenía unas horas de
lucidez para renovar mi aspecto con una ducha y firmar unas pólizas.
¿Cómo era al principio? ¿Había idealizado a
Sandra por la indudable responsabilidad que tuve en su muerte? Existía en algún
lugar de mi cerebro una combinación de neuronas que me volvía adictivo a las
cosas, no de una manera permanente y definitiva, las adicciones podían variar,
pero siempre existía alguna faceta de mi vida abocada a la adicción. En los
primeros tiempos con Sandra había sido el hachís, no lo suficiente para
eclipsar mi entorno pero si como para crearme una dependencia incómoda. Era, lo
sigue siendo, como si viviera un conjunto de vidas paralelas. Sandra y yo
follábamos todos los días, pero eso no quitaba para que se me fueran las
intenciones tras cualquier oportunidad que se me cruzara en el camino, nunca
supe ser fiel. Y no porque no amase a Sandra, en nuestra parcela de espacio-tiempo
éramos razonablemente felices, tomábamos unas palomitas contemplando una
película que nos gustase, salíamos a la montaña, teníamos sexo a diario aunque
no todos los días fuera intenso, nos divertíamos saliendo con los amigos,
disfrutábamos la lectura y la música y si bien nuestros gustos diferían las
preferencias del otro nos agradaban... Pero luego yo disponía de mi propio
espacio y en él la vida era diferente y sujeta a mis fantasías, me cruzaba en
el camino con la hija del carnicero al que había asegurado los productos
perecederos y quería saber cómo era desnuda y
de qué manera gemía durante sus orgasmos, una copa ocasional nos
acercaba y el resto eran pechos de pera, su pie friccionando mi pene y la vorágine
del sexo, para mí siempre nueva. Sandra no sabía nada de esa parte de mi vida,
por supuesto, o quizás lo supiera pero no le importaba, yo no me sentía
culpable y la parte de mí que compartía con ella se sentía satisfecha. También
entendía que visto desde fuera se me pudiera considerar un poco cabroncete,
egoísta y hasta despreciable, según los cánones con se me enjuiciara, pero lo
mismo que no pretendía que los demás aceptaran mi visión de las cosas tampoco
me sometía a los preceptos ajenos. Tal como era tenía que aceptarme.
Otra de las parcelas que ocupaba mi espacio
tenía que ver con mi debilidad por las adicciones. Al principio de mi vida con
Sandra era el hachís el que ocupaba ese espacio, una manera de aislarme por
completo del mundo exterior y extasiarme leyendo o escuchando música. No eran
momentos que me gustara compartir con nadie, yo no tomaba cuando al juntarnos
con los amigos alguno se liaba un porro. Pero no dejaba de ser una adicción a
la que recurría siempre que las circunstancias me lo permitían. No se puede
decir que la dejara, en realidad fue ella la que me dejó a mi cuando quebró la
barrera que me aislaba permitiendo que entrara la suciedad exterior.
Siempre que mis divagaciones me llevaban a
Sandra volvían recuerdos que atrapaban instantes. Mientras me servía otro
bourbon podía verla desapareciendo por el pasillo llevando aquel camisoncito
azul que le llegaba hasta media nalga, tan perfecta en su silueta y tan
deliciosa al tacto, una sonrisa traviesa al volver la cabeza antes de esfumarse
de mi campo visual sabiendo que momentos después me volcaría sobre su cuerpo.
Sentía adoración por sus piernas y era la parte de su cuerpo que más me gustaba
acariciar, recorriéndolas una y otra vez mientras lamía sus pezones y se iba
empapando su sexo. Dependiendo del día y del cansancio empleábamos más o menos
tiempo en la cama, a veces solo era un polvo rápido para saciar nuestro deseo
antes de que ella se echara una siesta o al despertar por la mañana. Pero si
follábamos al anochecer o a media tarde nos tomábamos nuestro tiempo. Un gesto
o una postura despertaba nuestra lujuria en cualquier rincón de la casa, a mí
me ocurría más en la cocina, ante cualquier movimiento que resaltara las líneas
de sus nalgas, o cuando se sentaba exhibiendo sus piernas, a ella cuando salía
recién duchado y mis slips marcaban el bulto. Esas vaharadas de deseo eran casi
siempre el anticipo de una sesión intensa de sexo, en las que ambos nos
deleitábamos saciando la piel del otro.
Había muchos recuerdos de Sandra que
permanecían nítidos, otros se habían desdibujado con el tiempo, no sé si porque
al final terminamos quedándonos solo con los buenos recuerdos de aquellos a los
que hemos querido y desechamos los malos momentos, que quiero creer que fueron
pocos. Excepto el último y definitivo, que pesaba como un lastre sobre mi
conciencia. Lo había depurado y hasta lo había digerido a un nivel racional,
pero emocionalmente era un recuerdo recurrente y tortuoso que me acechaba
escondido en las sombras y del que no podía liberarme. Me llenaba de impotencia
cuando invadía mi mente, en esos momentos solo pensaba en volver atrás para
cambiarlo, y esa imposibilidad de hacerlo además de frustrarme me torturaba.
Intenté apartar la escena viendo un poco de
pornografía, pero no estaba inspirado. Mientras contemplaba como una chica de
pelo castaño y rizado y de ojos verdosos se masturbaba la imagen de Sandra me
llevó hasta Sara. Eran distintas y pocas similitudes podía encontrar entre
ellas, pero ciertos momentos con Sara me despertaban sensaciones olvidadas, ecos
lejanos de sentimientos enterrados, sonrisas que creía perdidas. Y eso, tanto
como me atraía me asustaba. Apuré el whisky que quedaba y le di al ratón hasta
encontrar un pareja que mereciera la pena. La cosa comenzó a calentarse.