martes, 21 de mayo de 2013

Primavera NUEVE



    




 Las ostras me supieron riquísimas, Afrodita también. Fue todo un poco precipitado porque la presencia del marido al otro lado de la casa me mantuvo en vilo, no fui capaz de correrme otra vez y ella se aprovechó de la coyuntura al ver que no se arrugaba. El morbo de la situación terminó convirtiéndose en preocupación, le imaginaba a él furioso entrando en tromba en la habitación con deseos asesinos, así que corté la sesión alegando una cita irrevocable. Ella no se molestó en acompañarme a la puerta, la dejé en la cama, masturbándose y diciendo que la ponía muy caliente, que regresa aquella misma tarde si podía. Lo que hice fue parar en un bar con forma de tubo y tomarme un bocadillo de anchoas con tomate y una cerveza, el resto de la tarde lo dediqué al trabajo, que las pólizas no me caían del aire.
    Al filo de las nueve regresé a casa, con apetito. Me abrí una botella de vino de Toro y me serví una copa mientras me preparaba la cena. Necesitaba algo consistente así que calenté unos callos y los acompañé de unos boquerones en vinagre que había preparado el fin de semana anterior, luego tomé unas fresas en zumo de naranja y un café. A continuación me serví un Jim Bean mientras trasteaba en internet en busca de un posible destino para el fin de semana con Sara. El nacimiento del rio Cuervo me pareció buen lugar, la llamé para decírselo. Aún se la notaba enfadada pero su enojo se diluyó cuando le propuse el lugar, terminé la conversación antes de que se le ocurriera empezar con los reproches. Abrí el Word y me puse a divagar.
    Los años de Sandra, la cicatriz, el coche volteando en la M-40 y su muerte, el alcohol y la coca. Seguía doliendo, la culpabilidad latía patente en mis entrañas y regresaba para acusarme. El sexo siempre había sido una excusa para olvidar, por eso se me hacía tan necesario. Al principio me había refugiado en el alcohol, más tarde en la coca, parecía que la carrera autodestructiva terminaría por consumirme pero era demasiado cobarde para claudicar, ni siquiera fui capaz de ser uno de esos infelices que terminan por perder su trabajo al borde del precipicio. Pese a las juergas y los excesos con que había maltratado mi cuerpo siempre tenía unas horas de lucidez para renovar mi aspecto con una ducha y firmar unas pólizas.                
    ¿Cómo era al principio? ¿Había idealizado a Sandra por la indudable responsabilidad que tuve en su muerte? Existía en algún lugar de mi cerebro una combinación de neuronas que me volvía adictivo a las cosas, no de una manera permanente y definitiva, las adicciones podían variar, pero siempre existía alguna faceta de mi vida abocada a la adicción. En los primeros tiempos con Sandra había sido el hachís, no lo suficiente para eclipsar mi entorno pero si como para crearme una dependencia incómoda. Era, lo sigue siendo, como si viviera un conjunto de vidas paralelas. Sandra y yo follábamos todos los días, pero eso no quitaba para que se me fueran las intenciones tras cualquier oportunidad que se me cruzara en el camino, nunca supe ser fiel. Y no porque no amase a Sandra, en nuestra parcela de espacio-tiempo éramos razonablemente felices, tomábamos unas palomitas contemplando una película que nos gustase, salíamos a la montaña, teníamos sexo a diario aunque no todos los días fuera intenso, nos divertíamos saliendo con los amigos, disfrutábamos la lectura y la música y si bien nuestros gustos diferían las preferencias del otro nos agradaban... Pero luego yo disponía de mi propio espacio y en él la vida era diferente y sujeta a mis fantasías, me cruzaba en el camino con la hija del carnicero al que había asegurado los productos perecederos y quería saber cómo era desnuda y  de qué manera gemía durante sus orgasmos, una copa ocasional nos acercaba y el resto eran pechos de pera, su pie friccionando mi pene y la vorágine del sexo, para mí siempre nueva. Sandra no sabía nada de esa parte de mi vida, por supuesto, o quizás lo supiera pero no le importaba, yo no me sentía culpable y la parte de mí que compartía con ella se sentía satisfecha. También entendía que visto desde fuera se me pudiera considerar un poco cabroncete, egoísta y hasta despreciable, según los cánones con se me enjuiciara, pero lo mismo que no pretendía que los demás aceptaran mi visión de las cosas tampoco me sometía a los preceptos ajenos. Tal como era tenía que aceptarme.
    Otra de las parcelas que ocupaba mi espacio tenía que ver con mi debilidad por las adicciones. Al principio de mi vida con Sandra era el hachís el que ocupaba ese espacio, una manera de aislarme por completo del mundo exterior y extasiarme leyendo o escuchando música. No eran momentos que me gustara compartir con nadie, yo no tomaba cuando al juntarnos con los amigos alguno se liaba un porro. Pero no dejaba de ser una adicción a la que recurría siempre que las circunstancias me lo permitían. No se puede decir que la dejara, en realidad fue ella la que me dejó a mi cuando quebró la barrera que me aislaba permitiendo que entrara la suciedad exterior.
    Siempre que mis divagaciones me llevaban a Sandra volvían recuerdos que atrapaban instantes. Mientras me servía otro bourbon podía verla desapareciendo por el pasillo llevando aquel camisoncito azul que le llegaba hasta media nalga, tan perfecta en su silueta y tan deliciosa al tacto, una sonrisa traviesa al volver la cabeza antes de esfumarse de mi campo visual sabiendo que momentos después me volcaría sobre su cuerpo. Sentía adoración por sus piernas y era la parte de su cuerpo que más me gustaba acariciar, recorriéndolas una y otra vez mientras lamía sus pezones y se iba empapando su sexo. Dependiendo del día y del cansancio empleábamos más o menos tiempo en la cama, a veces solo era un polvo rápido para saciar nuestro deseo antes de que ella se echara una siesta o al despertar por la mañana. Pero si follábamos al anochecer o a media tarde nos tomábamos nuestro tiempo. Un gesto o una postura despertaba nuestra lujuria en cualquier rincón de la casa, a mí me ocurría más en la cocina, ante cualquier movimiento que resaltara las líneas de sus nalgas, o cuando se sentaba exhibiendo sus piernas, a ella cuando salía recién duchado y mis slips marcaban el bulto. Esas vaharadas de deseo eran casi siempre el anticipo de una sesión intensa de sexo, en las que ambos nos deleitábamos saciando la piel del otro.
    Había muchos recuerdos de Sandra que permanecían nítidos, otros se habían desdibujado con el tiempo, no sé si porque al final terminamos quedándonos solo con los buenos recuerdos de aquellos a los que hemos querido y desechamos los malos momentos, que quiero creer que fueron pocos. Excepto el último y definitivo, que pesaba como un lastre sobre mi conciencia. Lo había depurado y hasta lo había digerido a un nivel racional, pero emocionalmente era un recuerdo recurrente y tortuoso que me acechaba escondido en las sombras y del que no podía liberarme. Me llenaba de impotencia cuando invadía mi mente, en esos momentos solo pensaba en volver atrás para cambiarlo, y esa imposibilidad de hacerlo además de frustrarme me torturaba.
    Intenté apartar la escena viendo un poco de pornografía, pero no estaba inspirado. Mientras contemplaba como una chica de pelo castaño y rizado y de ojos verdosos se masturbaba la imagen de Sandra me llevó hasta Sara. Eran distintas y pocas similitudes podía encontrar entre ellas, pero ciertos momentos con Sara me despertaban sensaciones olvidadas, ecos lejanos de sentimientos enterrados, sonrisas que creía perdidas. Y eso, tanto como me atraía me asustaba. Apuré el whisky que quedaba y le di al ratón hasta encontrar un pareja que mereciera la pena. La cosa comenzó a calentarse.

domingo, 12 de mayo de 2013

Primavera OCHO



   



    A veces ocurre que al despertar cambia uno de opinión sobre las conclusiones del día anterior, de ese talante amanecí aquella mañana, el recelo hacia los divergentes caminos a los que podía llevarme una relación estable aguijoneaba mi ánimo, me aterraba equivocarme y pagar el precio. No es que hubiera decidido dejar de ver a Sara, ni siquiera rechazar el fin de semana planeado juntos, pero si un poco dejar que todo transcurriera por su propio cauce sin abandonar mis hábitos. O quizás variar alguno, la perenne soledad en la que me encerraba fuera de mis citas era malsana. Tenía que ver con mi tendencia al hastío, cualquier reiteración terminaba por aburrirme, rememoraba el pasado y envidiaba a aquel joven que con veinte años se asombraba en un concierto, en una obra de teatro o en un cine. Salía de ver el mejor Berger de Visconti y encendía un cigarrillo con la sensación  de haber captado un trozo de otro universo que de alguna manera me estaba vedado, embargado por una especie de melancolía agridulce que disolvería al rato en una caña de cerveza, anhelándolo. Eufórico tras un concierto de Barón Rojo o Mecano, gozoso de haber formado parte del rebaño y de haber compartido esa empatía tan peculiar que nos embarga en los actos colectivos y que para nada está sujeta comportamientos violentos o irracionales. Conversador a la salida del teatro, deseoso de exteriorizar las impresiones recibidas. Los garitos eran puertas abiertas a otros mundos y hacia ellos me deslizaba con entusiasmo como una sombra que se desgajara de su figura para perderme en disquisiciones metafísicas o mundanas bajo los efluvios de al absenta. La vida como unos botes de pintura ofreciéndoseme para pintar el cuadro. Pero todo eso se había diluido en el transcurso de los años y solo quedaba el tedio como respuesta a los estímulos exteriores, cualquier intento era engullido por mi apatía, tan solo el sexo conseguía diluir la estepa helada que me anegaba. El sexo y las hojas de Word que se acumulaban en mi portátil.
    Hasta ese momento no me había importado ser una especie de ameba indiferente adaptándome para pasar desapercibido entre la realidad circundante. Sara despertaba en mi esas partes dormidas y eso me asustaba, de pronto me apetecía compartir algo más que la piel, sentir el pálpito del mundo a su lado. Y las viejas cicatrices se despertaban para avisarme del peligro.
    De nuevo una mañana radiante me recibió camino de la casa de Afrodita, percibía el ímpetu que la savia imbuía a las plantas y la sensualidad con la que se exhibían las flores, la brisa gratificante y el olor del césped recién cortado, entre el velado ruido del tráfico cercano las aves entonaban su canto de apareamiento. Muy diferente del ambiente decadente que iba a recibirme en el domicilio hacia el que me dirigía, y que ni la decoración lechosa conseguía mitigar. Fue una sorpresa encontrarme al marido de Afrodita en la casa, sentado sobre a la mesa haciendo no sé qué y dándonos la espalda. Ni se molestó en volverse para presentarse cuando Afrodita le dijo quién era, tan solo elevó su brazo derecho y agitó la mano a modo de saludo, siguiendo con lo que fuera que hiciese. Aun estando de espaldas se podía apreciar que era un tipo grande y pesado, con el pelo casi blanco a causa de las canas, no fui capaz de aventurar su edad aunque parecía bastante mayor que su esposa. Cubría su envergadura con una bata granate que caía hacia los lados, debía estar desabrochada por delante. Afrodita me tomó de la mano y me sacó del salón, en el pasillo se boca buscó la mía y nos besamos, mal augurio para la negativa que le tenía preparada, su bata era roja, de seda, atisbé el sujetador diminuto y transparente, negro, acariciando su bata la acaricié a ella. Me condujo hasta la cocina, amplia y diáfana, impersonal, preparó un par de copas de jerez helado y abrió un paquete de jamón ibérico envasado al vacío. Era las once de la mañana y aún no tenía apetito, pero nunca rechazo los manjares. Ella me contemplaba entre traviesa y burlona, como si fuera un juguete, sin pronunciar palabra pero emitiendo señales con cada gesto de su cuerpo, con el peinado de paje hubiese resultado una Valentina perfecta. Ese pensamiento me provocó una erección, se acercó y frotó mi bragueta mientras me mordía la oreja.
    —Quiero que me folles sobre la mesa de la cocina —me susurró al oído.
    —Claro, para que nos pille tu marido.
    —Nunca entra en la cocina, no te preocupes —me guiñó buscando mi complicidad.
    Me desprendí de su abrazo para volver a llenar la copa.
    —Dijiste que era terrible, prefiero no arriesgarme a conocer su ira.
    Sonrió, maliciosa.
    —Pero no en ese aspecto. Le da igual lo que haga, me ignora por completo, solo me usa en sus reuniones sociales. Ya viste que ni se molestó en saludarte. Si acaso se quedaría mirando, le gusta mirar. Pero no vendrá, descuida.
    Me seguía recordando a Valentina, mi erección persistía, intenté cambiar de tema.
    —Sobre asunto del cuadro, no creo que sea buena idea.
    Se arrodilló y me desabrochó la bragueta.
    —No te preocupes por eso, esta todo arreglado. Hablé con tu empresa y llegamos a un acuerdo, quedamos en que tu comisión sería una sorpresa cuando estuviera firmada la póliza. Antes tienen que hacer algunas comprobaciones sobre la compraventa y el certificado de autenticidad —sacó mi polla y se la metió en la boca.
    No era momento para pensar, pero no pude evitar la sensación de haberme metido en una trampa de la que me iba a costar salir. La dejé hacer, miraba receloso hacia la puerta temiendo la aparición del marido. Lo mejor era terminar cuanto antes, la levanté y me puse tras ella, la tumbé sobre la mesa. Me bajé pantalones y slips y volqué la seda roja sobre su espalda, le bajé las bragas y mi mano buscó su coño, estaba empapada, gimió. Valentina también hubiera gemido, le busqué la posición y se la metí, le di con ganas. Volvió a gemir, ya desbocada. Mi mente se abandonó a los sentidos.
    Mientras se corría, escandalosa, intuí una mirada sobre mi espalda y volví la cabeza, no encontré a nadie. Se sentía tan rico que lo ignoré todo, pero vi una sombra deslizarse por el pasillo tras alcanzar el orgasmo. La calma trajo de nuevo mis preocupaciones e intenté evadirlas sirviéndome otro jerez y metiéndole mano al ibérico. Afrodita se abrazó a mi espalda en silencio y apoyó su cabeza sobre mi hombro.  De cintura para abajo seguíamos desnudos, fui consciente cuando acarició mis huevos, coloqué slips y pantalones donde estaban antes de empezar. Ella no se molestó en cubrirse, se sentó sobre la mesa y me ofreció su copa para que la llenara. El asunto del cuadro volvió a mi mente, a esas alturas si lo denunciaba la empresa pensaría que por qué no les había avisado con antelación y sospecharían sobre mi integridad, y no estaban los tiempos para jugarme el puesto de trabajo. Me sentí acorralado y clavé mi enfado en los ojos de Afrodita, pero ni se inmutó. Vació la copa de un trago y se fue hacia el frigorífico, sacó un plato con ostras y una botella de albariño.
    — ¿Nos vamos a la habitación? —preguntó. Aparqué el enfado para más tarde y asentí. Ni pensé en el marido. La creación de Guido Crepax se acomodó en mi cabeza.