jueves, 11 de julio de 2013

5 Sangre de alas rotas. El regreso del monstruo



Prologo
Otro nuevo título, por ir probando, ya veré al final por cual me decido. Luego Lucia Clementine me los comenta y hasta ahora me los ha tirado todos. Este aún no se lo he comentado, que me dure unos dìas al menos. Si os pasais por aquí dejad algún comentario, que veo las visitas y no decís ni mú. Estoy deseando que lleguen las vacaciones para repasar la novela, hacer las correcciones y terminarla.En esta entrega empieza a desvelarse el monstruo y sale a la luz una entidad secreta (secreto dentro de otro secreto) que se ocupa de proteger a la Hermandad de las amenazas exteriores.



El regreso del monstruo
Cónclave          
    Albert Neville removió el azúcar con la cucharilla.
    — ¿Crees que seguirá insistiendo? —preguntó a Houari.
    —Es perseverante, no me extrañaría.
    —Está bien, puedes retirarte. Te consultaremos si tomamos alguna decisión.
    El capitán de los Assassins  abandonó la sala.
    —Roth no se percató en todo el tiempo que ejerció de Mayor —señaló Yuan Chung—. Tampoco ahora, que controla la seguridad.
    — ¿Qué opinas? —la pregunta de Neville iba dirigida a Adriana Barbosa, la tercera de los reunidos en la sala.
     —Tenemos tiempo. Sigamos observándola —contestó ella.
    —No tanto tiempo —objetó Neville—. Mis huesos están cansados y mi hora se acerca. No es inminente, pero debemos decidirnos por un candidato. Aicha me parece perfecta.
    Una sombra de tristeza cruzó la mirada de sus amigos, eran muchos los años compartidos.
    —En cuanto acabe la crisis nos ocuparemos de ella —dijo Chung—. Ahora me preocupan las noticias que llegan de España, tendríamos que hacer algo al respecto.
    —Tú siempre tan efusivo —discrepó Barbosa—. Nuestra misión es preservar, no intervenir.
    Chung buscó con la mirada la opinión de Neville.
    —Tanto Roth como Aicha están capacitados para para solventar el problema, dejemos que hagan su trabajo —sentenció el más veterano del grupo.
    —Pero con los Assassins fuera del juego corremos serio peligro —insistió Chung.
    —La culpa es de Roth, por contratar a ese sicario —Adriana Barbosa corrió su asiento buscando la verticalidad con la rejilla del aire acondicionado para calmar su sofoco, maldiciendo en su interior la secuela menopaúsica—. Más le valdría haber contratado a un buen abogado que blindara el rastro de la Hermandad.
    —No somos quiénes para inmiscuirnos —Neville se mostró tajante—. La Hermandad debe corregir sus propios errores sobre la marcha. Nuestra misión y la de los Assassins es protegerlos de los peligros exteriores, no influenciar en sus decisiones. Es fundamental que desconozcan nuestra existencia para poder llevar a cabo nuestro cometido con éxito. De cara a ellos solo seremos la apariencia que representamos, tanto nosotros como los Assassins.
    —Lo sé, Albert, jamás se me ocurrió lo contrario —Chung no quería malentendidos—. Es que me siento desvalido sin poder recurrir a nuestros amigos, en su versión oficial de cara a la Hermandad siempre han sido valiosos a la hora de resolver conflictos.
    —Y su viaje a España no sería un inconveniente —apuntó Barbosa—. Hay muchos árabes que residen allí, especialmente marroquíes. No para que intervengan, solo para que corten la cadena de información que conduce hasta la Hermandad.
    —Hasta que no estén listos los pasaportes, imposible —concluyó Neville—. No podemos saltarnos la jerarquía de Roth, sobre el papel es el jefe de los Assassins. Si no sale de él enviarlos tenemos las manos atadas, y si tratamos de influenciarlo sospechará. El único camino sería nombrarlo mi sustituto y no pienso hacerlo.
    Tanto Chung como Barbosa reflejaron en su rostro su alarma ante tal posibilidad, Roth era un elemento valioso para la Hermandad pero resultaría funesto como miembro del Cónclave, dada su clara inclinación hacia el intervencionismo.
    —Esperaremos entonces —Chung expresó en voz alta lo que todos pensaban.
    — ¿Levantamos la reunión? —Barbosa estaba deseando meterse bajo el agua fría.
    —Aicha sí que podría saltarse a Roth —atajó Neville—. Ella es la Mayor. Incluso con los viejos pasaportes podrían viajar ella y Houari como pareja, difícil que sospecharan de una mujer árabe que viste ropas occidentales. Sería su prueba de fuego. Pero antes tendríamos que nombrarla mi sustituta.
    Chung y Barbosa intercambiaron una sonrisa inteligente. La edad no había mermado la astucia del viejo zorro, que de nuevo iba a salirse con la suya.

    Bermudez
    No había reconocido su cara pero si el muñequito colgado del retrovisor. A la segunda vez que lo vio se fijó en el rostro del taxista y a la tercera lo reconoció, le estaba siguiendo. Estaba a punto de aparcar junto a la empresa de mensajería que habían utilizado para enviar la documentación de Aguirreche y siguió de largo, tendría que despistarlo. Era listo el detective, pensó. Las instrucciones de Roth habían sido claras, romper cualquier vínculo que pudiera conducir hasta la Hermandad. Intentó evadirlo, pero el otro era ducho manejando, era su terreno y tantas horas al volante le daban una clara ventaja. De pronto se le ocurrió pagar con la misma moneda. Paró en un semáforo, bajó del auto armado con su estilete y se dirigió al taxi. Pudo ver el rostro aterrado del conductor y la precipitación de sus dedos anclando el seguro de las puertas. Un movimiento veloz de su mano que el otro apenas percibió perforando la rueda y cuando quiso reaccionar él ya se alejaba en su coche
    El tiempo jugaba en su contra. La mensajería estaba ubicada en un extremo de Aravaca, en una calle industrial que albergaba una docena de empresas. Aparcó en una bocacalle y echó un vistazo. Eran casi las ocho y los mensajeros llegaban con los últimos paquetes para concluir la jornada. No había cámaras a la vista pero si un cartel de una empresa de seguridad. No pensaba arriesgarse, esperó. Fueron saliendo empleados hasta que apareció el que cerró la puerta de entrada, supuso que el encargado. Tuvo que seguir esperando porque junto a otro empleado se tomó una cerveza en un bar cercano. Se puso los guantes y lo abordó cuando abría la puerta de su coche. Nunca había utilizado el 357, despreciaba la contundencia de las balas, pero la presencia de un revolver intimidaba más que la de un estilete. No opuso resistencia. La retahíla de siempre, si quieres seguir vivo haz todo lo que te diga.
    Primero desconectaron las alarmas y luego le explicó lo que pretendía de él con un discurso pausado. Sus mentiras sonaron a verdades y el tipo colaboró. Los registros utilizaban dos cauces, uno informático y otro físico en forma de recibos y etiquetas. Resultó un encargado eficiente y apenas le llevó diez minutos hacerlos desparecer todos. Pero quedaba el mensajero que había realizado la entrega y su memoria era el último nexo. Tenían que convencerle para que no dijera nada, que le llamará pretextando una entrega urgente con gratificación generosa. En ese momento el encargado dejó de creerle, el miedo asomó a su rostro rubicundo y se estancó en sus facciones.
    —Ten... tres hijos...por favor —balbuceaba.
    —No le puedo convencer por teléfono, tienes que hacerle venir —Bermúdez intentó ser convincente, pero el monstruo pedía paso y atisbaba en sus gestos— Si no te tranquilizas te lo notará y pensará que ocurre algo. Sé que estás asustado pero para mí todo esto es trabajo, un encargo. Y sé lo que es el miedo y lo que vale una vida, no necesito haceros daño a ninguno de los dos, si alguno abre la boca las consecuencias las pagará su familia. Y la familia de uno es mucho más importante que una puta dirección. Llámalo.
    Su intento de empatizar consiguió hacerle dudar, realizó la llamada y el mensajero dijo que tardaría media hora en llegar. Pero una vez que el monstruo asomaba era difícil ignorarlo, el encargado lo vislumbró en el fondo de su mirada y supo que estaba ahí, aguardando. Una mancha de orín descendió por sus pantalones.
    Nunca pensó Conrad que el horror fomentado por Leopoldo II sería precursor de otro mucho mayor que se desarrollaría en el mismo escenario entrando el siglo veintiuno y con un balance  de más de cuatro millones de muertos. Asesinatos, violaciones y vejaciones se tornaron cotidianos, los ojos de las democracias miraban sin ver permitiendo que el horror se expandiera quemando la piel del Congo. Pero fue precisamente eso lo que atrajo al monstruo y le alimentó. Lo intentó primero como FreeLancer, pero los cabecillas militares no deseaban testigos que denunciaran al mundo el genocidio y en medio de la contienda cualquiera podía llevarse un tiro. Probó entonces como capataz en las minas de coltán, un blanco cabrón de métodos expeditivos encontró hueco en el engranaje. Niños deslizándose por estrechas galerías para recoger el mineral, atrapados a menudo por los constantes derrumbes. Carne fresca, carne joven sin valor añadido, prescindible. El monstruo asomaba. Los señores de la guerra se acercaban para cobrar el canon de las minas. Los fue conociendo, tomando confianza, hasta que convenció a uno de ellos para que le dejara participar en sus razias, deseaba un botín de vida.
    Entraban a los poblados y masacraban a los hombres. Jugaban con ellos, a algunos les permitían un simulacro de huida para luego abatirles como si fueran conejos, zum al negro. Los más eran exterminados a machetazos, para ahorrar munición, una orgia de sangre que salpicaba los rostros y los uniformes de los asaltantes mientras mujeres y niños contemplaban la dantesca escena aterrorizados. Ay de aquel que protestara o intentará hacerles frente, el suplicio para ellos era especial, condenados a una lenta tortura. Era tal el terror que los pobres diablos enajenaban sus mentes para intentar evadirlo. Cuando su sed de sangre se saciaba o les podía el cansancio remataban la faena a tiro limpio, sin más atención que la que se presta a una mosca o a una cucaracha. A continuación les tocaba el turno a las mujeres, violadas sistemáticamente cuando ya no quedaban lágrimas en sus ojos, algunas reventadas después con el cañón de un AK-47, tiro al coño proclamaban, otras empaladas con estacas afiladas. El monstruo escogía, no quería pillar el SIDA, solo tomaba vírgenes. Pero en crueldad pocos lo igualaban, disfrutaba buscando el horror en la mirada y el miedo en la boca del estómago, torturaba y cuando las sucesivas olas de pavor y dolor acababan con el espíritu de la pobre víctima, abocada a la vacuidad, perdía el interés. El Diablo Blanco le llamaron.
    Los niños eran reclutados para el ejército del señor de la guerra, no le interesaban, pero cuando ya solo quedaba atrás el fuego envolviendo los cadáveres se entretenía buscando el pánico en sus caritas espantadas. Viejas rencillas tribales azuzaban las tropas, lodos con ecos de los barros del rey belga. No se trataba de vencer, sino de exterminar. El monstruo gozó en cada incursión pero no quedaba satisfecho, aquello solo era un simulacro de lo que pretendía. No encontraría su apoteosis hasta pisar el bosque de Ituri.
    No podía dejarle vivo, alertaría al  mensajero en cuanto llegara. Masticaba el temor que lo atenazaba, tenía que atajarlo antes de que cometiese cualquier tontería. Ni se enteró, un fulgor plateado atravesando su miedo y el estilete quedó clavado en su corazón, el monstruo conocía a la perfección el emplazamiento de los órganos humanos. Se derrumbó con un suspiro. Ocultó el cuerpo tras el mostrador y esperó a que llegara el mensajero. En menos tiempo del que pensaba. El monstruo quería jugar pero no se lo permitió, no era el momento, le prometió al detective para calmarlo. El mensajero entró confiado y recibió la muerte en la nuca, apuntillado.
    Salió a la calle y se quitó los guantes, exultante. Acababa de romper el vínculo, Roth estaría satisfecho. Pero al monstruo no se le podía engañar, tendría que cumplir su promesa. Una vez despierto necesitaba alimento, una víctima. Gustaba sobre todo de las mujeres, pero el detective le convenía a él y serviría para calmarlo. Momentáneamente.
   

No hay comentarios:

Publicar un comentario