jueves, 6 de marzo de 2014

15 Sangre de alas rotas. Tormenta





Tormenta
    Aguirreche
    Había tenido que ser Neville al cruzarse con él en el pasillo, recordaba también haberse cruzado con Roth unos metros más allá. Anunciaban la muerte del consejero cuando encontró en el bolsillo el pendrive y no relacionó una cosa con la otra hasta que conectó el dispositivo al ordenador. Lo que allí decía era grave y acusaba al Director de Seguridad, fue entonces cuando recordó que Roth seguía la misma dirección que Neville, hacia la salida que se adentraba en la selva. Confirmaba de alguna forma las sospechas que albergaba Horacio Almendros sobre la honestidad del Director de Seguridad y le hacía consciente del peligro que corría. Si tenía acceso a las comunicaciones, ¿lo tendría también al tráfico informático y al contenido de los ordenadores? No deseaba acabar como Neville, no ahora que Horacio le iba desvelando el día a día de los avances de la Hermandad. Los lingüistas creían haber descubierto la clave para descifrar los textos de La Biblioteca del Diablo, decían que  en un par meses tendrían el texto traducido. Todo le fascinaba, disfrutaba como un chiquillo, y nada de eso deseaba perderlo.
    Por eso había acudido inmediatamente a ver a Horacio, él estaba más ducho en aquella guerra tras bambalinas y sabría qué hacer. De piedra se quedó el anciano al descubrir el contenido del pendrive y la felonía de Roth, sin dudarlo avisó a Barbosa y a Chung y los convocó a sus aposentos. Y allí se habían reunido todos, con gesto serio y preocupado. A excepción de Horacio, que sonreía bonachonamente.
    —Siempre me estáis sorprendiendo —dijo—. Esto del Cónclave es nuevo para mí, como os gusta el secretismo. ¿Cuántas esferas más de poder me ocultáis? Esto parece el juego de las matrioskas.
    Barbosa dulcificó su expresión y apoyó su mano sobre el hombro de Horacio.
    —No hay ninguna otra, querido amigo. El anonimato del Cónclave reside en la propia naturaleza de su cometido, preservando a la Hermandad de las amenazas exteriores. Para la estabilidad emocional que nuestros científicos precisan nada es mejor que pensar que esas amenazas no existen.
    Un brillo de burla asomó a los ojos del viejo arqueólogo.
    —Estoy ya mayor para que me vengas con proselitismos. Es discutible lo que acabas de decir, pero ahora no es el momento para hacerlo. Tenemos que decidir es lo que vamos a hacer con el pendrive. ¿Lo entregamos al Consejo?
    —Yo creo que sería mejor esperar al regreso de Aicha y Houari —sugirió Chung—. Necesitaremos de su autoridad para emprender una acción contra Roth.
    — ¿Y si descubre que lo tenemos nosotros? —Aguirreche no estaba dispuesto a hacer de diana—. Apostaría a que mató a Neville por esto, y si tiene acceso a la red puede que sepa que lo hemos descargado. No quisiera ser la siguiente víctima, y ya ha demostrado que no se detiene ante nada.
    —Hay que contar con que lo sepa y actuar en consecuencia —el acento meloso de Barbosa no le restaba decisión—. Y aunque no lo sepa va a sospecharlo, por deducción. Enseguida hilará razonamientos, Chung y yo por ser miembros del Cónclave, Aguirreche porque se lo cruzó en el pasillo, Horacio por ser su mentor... Ninguno estamos seguros. Pero lo que dice Chung es cierto, con Neville vivo hubiésemos podido plantar cara apoyándonos en su cargo de consejero, con él muerto necesitamos el apoyo de la Mayor y el del Jefe de los Assassins, su autoridad dentro de la Hermandad. Ahora bien, Roth es un gran aficionado al ajedrez, hagamos un enroque hasta que lleguen nuestros refuerzos.
    — ¿A qué te refieres? —preguntó Aguirreche, que deseaba una solución para el problema.
    —Subiendo el contenido del pendrive a la red, difundiéndolo a través de la comunicación interna anónimamente. Así dejará de buscar.
    Horacio no pudo evitar la carcajada. Luego dijo:
    —Eres tremenda, Barbosa —ambos se conocían de la Comisión de Presupuestos, en la que ella siempre se había mostrado hábil para extraerle los recursos de la familia Almendros—. Sabía que darías con la solución.
    —Pero así también desvelaremos la existencia del Cónclave —objetó Chung— Aunque borremos esa parte de la grabación él nos delatará.
    —Cada problema a su tiempo, negociaremos con él —dijo Barbosa—. Aguirreche, tú serás el primero. Luego acompañarás a Chung para que haga lo mismo desde su puesto de trabajo. Iremos en parejas hasta que el contenido del pendrive sea público. Yo iré con Horacio. En cuanto todos lo sepan dejaremos de ser un problema para Roth, tendrá otras cosas de las que preocuparse.
    —Deberíamos informar primero a Houari y a Aicha —propuso Chung.
    —Tienes razón, pero aquí Roth puede interceptar la comunicación, será mejor que nos desplacemos hasta Posadas. Iremos todos juntos, así estaremos a salvo.

    Bermúdez
    Pidió un par de cervezas y esperó a que el camarero se retirara. No estaba satisfecho con la actuación del holandés, pero tendría que jugar las cartas de las que disponía.
    — ¿Qué pasa, Vladimir, has perdido facultades? —le espetó tras beber un trago.
    El holandés respondió a su mirada, desafiante.
    —Fue muy rápido en su reacción, ese árabe. Esos reflejos no los tiene cualquiera.
    Los ojos de Bermúdez se endurecieron.
    —Si hubiese sido un cualquiera no te habría contratado, se supone que eres tan bueno como yo. En fin, ya sabes lo que se cuece, la próxima vez no fallarás. En el hospital no, porque llamarías la atención, un negro grandote no pasa desapercibido y supongo que le habrán puesto protección. Envía a alguno de tus muchachos para que vigile y cuando salga ve a por él.
    — ¿Y qué hacemos con el detective?
    —Ignorarle y evitarle, de momento. Iremos a por su chica, eso le hará perder los papeles y lo dejará vulnerable, entonces acabaremos con él.
    El holandés se estiró en su asiento, conocía de sobra la debilidad de Bermúdez y recelaba de su capacidad cuando se dejaba llevar por ella. Aunque en el bosque de Iturí había logrado pasar desapercibido hasta que se le escapó aquella chica y se lo contó a los mbuti. Tuvo la oportunidad de verla cuando los pigmeos denunciaron las perversiones del Diablo Blanco, como le llamaron, y aunque había visto muchas atrocidades en el transcurso de la guerra nada comparable a aquello. Estaba mutilada y llena de feas cicatrices, le extrañó que hubiese logrado sobrevivir y seguramente no lo hubiese conseguido sin las hierbas sanadoras de los pigmeos.
    —No termina de convencerme el asunto ese de la chica —dijo—. Pierdes el control cuando te dejas llevar por el bicho ese que llevas dentro. Y Madrid no es la selva, podemos perderlo todo.
    Bermúdez le devolvió una mirada arrogante.
    —Tú cumple con tu parte y yo cumpliré con la mía. Daniela no te concierne, solo participarás en su secuestro. Ella es un cebo, no la tocaré hasta que hayamos acabado con el detective.
    —No se trata solo del detective, la policía española es muy buena y por lo que me has contado él está en buenas relaciones con ellos. No los quiero tras mis talones. El árabe es otra cosa, no es de aquí.
    La buena vida había reblandecido al holandés, decidió Bermúdez.
    —Y ella tampoco, es rumana. Puede que pongan interés en la muerte de Bermúdez, al principio, pero tampoco es un policía. Ellos son buenos en lo suyo y nosotros en lo nuestro, siempre se corren riesgos —dejó que asomara el monstruo a sus ojos—. ¿Quieres rescindir el trato? No hay problema, Vladimir.
    El holandés captó la velada amenaza. Con cualquier otro, incluso con cualquiera de los despiadados asesinos que había conocido en la guerra, su reacción habría sido violenta, aunque extranjero podía decirse que estaba en su territorio y no carecía de fuerzas para plantarle cara, pero Bermúdez siempre había sido especial y para nada quería tenerlo como enemigo. No tuvo que aceptar el trato, ahora lo sabía, se había dejado llevar por la añoranza de la adrenalina. Se arrepentía de haber entrado de nuevo en el juego.
    —Solo tengo una palabra —sonrió, cínico—. Espero poder decir lo mismo de ti. No te equivoques conmigo, Bermúdez, mis colmillos siguen firmes.
    No esperó la respuesta, dejó la cerveza a medio beber y se marchó. Bermúdez lo dejó ir, satisfecho de su reacción.
    El monstruo no lo estaba tanto, detestaba cualquier interferencia en sus planes. Tan cerca su momento por otra parte, estaba deseando encontrase a solas con su víctima. No pensaba esperar a que apareciera el maldito detective para actuar, el orden de los factores no iba a alterar el producto. Demasiado tiempo sin saciar su apetito. Daniela era la recompensa.
    La primera vez siempre es especial. Bermúdez tuvo una amante que coleccionaba primeras veces, su debilidad eran los primeros polvos, cargados de deseo y sin implicaciones afectivas. Y bien, en su caso tampoco había segundas partes, ninguna tenía la oportunidad de repetir, se las llevaba la muerte. Menos aquella vez en que la víctima escapó marcando el principio del fin de su reinado, obligándolo a replegarse de nuevo al interior. Tenía que ingeniárselas para volver a la selva. No a Ituri, aquel ya era terreno vedado para él, pero sí que a alguna otra parte del Congo. O podían visitar al tal Roth. Quizás conviniera que Houari regresara vivo a La Hermandad para seguirlo y cumplir lo pactado, una excusa para visitar la selva misionera. Allí podría resurgir a la vida con plenitud y extraer de sus víctimas el terror que lo alimentaba. Aquella contención de su naturaleza para desenvolverse en la cotidianeidad le consumía, necesitaba recuperar su destino.
    Rememoró. Claro que la primera vez era especial. El subidón de adrenalina cuando la depositó sobre el altar de madera que había construido en el poblado abandonado de los mbuti, las fieras entonando su canto y las llamas de las antorchas danzando a su alrededor mientras le arrancaba la ropa, los primeros cortes…