sábado, 29 de junio de 2013

2 Sangre de alas rotas. En la selva misionera

    

Prólogo
    El primer capítulo de la Hermandad no nació con voluntad de novela. La mención de un compañero de tusrelatos del Manuscrito de Voynich me llamó la atención y hurgando en la red averigué de él y del Codex Seraphinianus y se me ocurrió enlazarlo con la historia de la Hermandad. Como habréis leido tiene dos partes, en la primera se habla de Aguirreche y de su desaparición y en la segunda del acoso que empieza a sufrir Losada. Me tenía enamorado esa fotografía que saqué de las que cuelgan en "el tiempo", una fotógrafa de Aranjuez la hizo. Tenía el ambiente perfecto para el género negro y a partir de ella desarrollé la segunda parte del relato. Fue después de publicarlo cuando se me ocurrío darle continuación a la Hermandad. En este segundo capítulo salen a la luz tres de los personajes que constituyen los pilares de la novela, Aicha, en representacion de la Hermandad, Bermudez y Peña. Hacía tiempo que manejaba la posibilidad de dar vida a un psicópata y después de decidir que la Hermandad tendría un marcado carácter negro lo saqué a luz. Me cuesta acercarme a él puesto que soy una persona empática y me es difícil comprender a una persona carente de empatía. Ubiqué el origen del monstruo en la guerra del Congo porque es un tema que me tiene interesado desde que supe de él, una guerra con más de cuatro milones de muertos que no termina de acabar y en la que se dan violaciones continuas, asesinatos e intentos de exterminio de unas tribus a otras, y que esconde por detrás el interés de compañías y estados limítrofes por el coltan y otras riquezas minerales, el conflicto con más víctimas tras la Segunda Guerra Mundial iniciando el siglo veintiuno, una verguenza para la humanidad. Yo había iniciado una novela basada en él y una de esas averías informáticas se la llevó al limbo junto con alguno de mis relatos que no estaban guardados en nigún otro sitio, desde entonces cada vez que escribo lo subo a la nube y lo guardo en Safe. Así que aproveché la entrada de Bermúdez para sacar a colación esa horrible guerra y de esa manera denunciarla. Como veréis en este segundo capítulo son tres los personajes que intervienen, el tercero es Peña, el detective que ya había sacado en el relato "Atrapando a Daniela" que se encuentra en mi ebook "El secreto de las letras" y en "La mujer de rojo" que se encuentra en este mismo blog, siguiendo la costumbre de cruzar relatos y personajes. Se llama Peña pero pretendía llamarlo Briones, un despiste hizo que dejara el "Peña" en el primer relato y así se quedó. A partir de aquí las apariones de personajes serán de dos por capítulo, salvo excepciones. De esta manera tomé abierta postura por darle una trama negra a la novela adornándola con elementos de ciencia ficción. Y aquí cuelgo el segundo capítulo.




En la selva misionera
Aicha
    La mayor fumaba apoyada en el tronco de un palo rosa, su mano izquierda para el tereré. Se acercaban los meses de calor, pegajosos y agobiantes. Aborrecía la selva misionera. Aunque la culpa de continuar allí se debía en gran parte a ella misma, en su versión neófita de concejala arrebatada por el entusiasmo juvenil. Entusiasmo que le había costado la perdida de su estatus de investigadora para servir a la causa política de la Hermandad. Añoraba el laboratorio, no era justo que después de tantos años siguiera adherida al estamento político, ni que tuviera que soportar las tribulaciones del cargo de mayor responsabilidad. Pero ella se lo había buscado al sugerir que se adentraran en la selva y volviesen a utilizar el artilugio de espejos para ocultar la entrada mientras se decidía la ubicación del nuevo enclave. Así se había zanjado la Crisis Almendros. Veinticinco años después el Consejo aún deliberaba sobre el lugar idóneo al que desplazar la sede de la Hermandad. Los Cárpatos rumanos, el desierto australiano y la estepa kazajistana habían desplazado al resto de ubicaciones inicialmente propuestas, ya solo quedaba decidirse por una de ellas.
    El estridente llamado de los guacamayos rojos sobrevoló la selva. Un mono aullador les respondió, desafiante. La humedad le pegaba las ropas al cuerpo, incomodándola como si fueran  manos sebosas. A veinte metros se distinguía la colmena de abejas, hacendosas, peligrosas también. Toda la selva era un sobresalto, apenas hacía dos días que una yarará inoculó su veneno a un químico despistado, suerte de antídotos prestos siempre para ese tipo de incidentes. Maldita humedad, malditos bichos, todo por culpa de Schuman, imbécil resentido pasándole uno de los anales a Almendros. Las hojas del dosel arbóreo no paraban de gotear, detuvo su mirada en los racimos de claveles del aire, luego en las orquídeas.
    Los peligros no habían desaparecido, por supuesto. El mismo Almendros no había cejado en su búsqueda y diez años atrás le había seguido la pista al grupo que se desplazó para evaluar el posible enclave australiano. Su antecesor en el cargo había resuelto reclutarlo para la Hermandad y desde entonces redactaba los anales con un fervor que rallaba en la idolatría. Su “Biblioteca del Diablo” se hallaba a salvo de curiosos en una de las propiedades de los Almendros. Pero de España seguían llegando amenazas desde el rastro dejado por Horacio, o acaso fuera que la Hermandad de los Abderrahim había dejado la estela de su esencia prendida en la Sierra de Cazorla durante los siglos que pasaron anclados en aquellos parajes. Al-Ándalus, tierra de sus antepasados.
    Desde que había accedido al cargo, dos años antes, se había visto obligada a tomar decisiones dolorosas. La eliminación de Schuman fue una de ellas, el alemán de pasado nazi había desatado la boca en su vejez y se negó a pasar sus últimos días acogido por la Hermandad, habiendo alertado a un espabilado reportero que acudió a escuchar sus desvaríos. Roth, su antecesor, le había recomendado que utilizara a Bermudez, el español, un individuo al que la Hermandad recurría para solventar asuntos delicados. Lo que ella no había imaginado es que fuera a ejecutarlo. “Daños colaterales”, había dicho Roth cuando se lo echó en cara. Había sido su bautismo de fuego como Mayor y no estaba orgullosa de ello.
    Que se decidieran de una vez, quería dejar la selva. Ella prefería los Cárpatos, o como mucho las estepas kazajistanas próximas a Siberia, para nada el desierto. Echaría de menos Buenos Aires, pero Europa sería próximamente foco de acontecimientos importantes y quería vivirlos de cerca. Apuró el tereré y aplastó una araña con la bota, no las soportaba. Ni a los dichosos mosquitos. Desde la espesura los animales de la selva interpretaban una inquietante cacofonía.
    Y pese a sus recelos había tenido que recurrir de nuevo al español para el asunto Carbonell. Bermudez juraba que no había tenido nada que ver con el atropello pero no terminaba de creerlo. Al menos Aguirreche sí que había llegado hasta la Hermandad sano y salvo, de lo contrario habría acusado ante el Consejo a Roth por contratar los servicios de un asesino. Ahora vigilaba al amigo de Aguirreche, el arquitecto, otro al que le había dado por curiosear. Ojalá que desistiera y se acabara allí la cadena, bastantes problemas tenía ya rodándole la cabeza.
    Aicha había nacido en el seno de la Hermandad, su padre era, aún, un importante neurólogo en activo. Guardó la colilla en el bolsillo de su camisa, estaba prohibido dejar huellas de presencia humana en las  proximidades de la entrada. Se sentía como si estuviese realizando un viaje a través del universo con destino al planeta prometido. No finalizaría el viaje, no llegaría a tiempo, su vida concluiría antes. Le dolía, estando tan cerca de la meta. La selva la contemplaba, aparentemente impenetrable. En cierto modo era como ella, necesitada de apariencias y temerosa de las excavadoras.
    De vuelta a sus aposentos fue hasta la habitación y se contempló en el espejo. Cuarenta y cinco años, que lejos de aquella joven de veinte que irrumpió en el Consejo para proponer la solución de los espejos. No los aparentaba, la Hermandad cuidaba bien a los suyos. Pero los dos últimos años si que estaban dejando su huella. Aun así más de treinta y cinco ni el más misógino sería capaz de echarle. Necesitaba una escapada a Buenos Aires, unos brazos abrazando su talle. Consultó el reloj, cinco minutos para la videoconferencia con los corresponsales.

    Bermúdez

    Realmente deseaba que cometiera un error. Al diablo la mora, esa argelina que había sustituido a Roth. Asustado estaba, eso seguro, porque se levantaba a media noche y se asomaba a la ventana. Casi podía sentir el escalofrío que recorría su espina dorsal cuando le encontraba allí, una sombra emboscada acechando sus movimientos, podía mascar su miedo. Lo extraño es que apenas se moviera de casa, solo a las tiendas de alimentación cercanas, el mercado y el autoservicio. Era arquitecto, con la que estaba cayendo en la construcción igual estaba en paro. Pero no parecía que pasase necesidades, debía estar bien cubierto.
    El puto dinero, con lo bien que estaba él en el Congo. Allí es donde había conocido a Roth, que viajó para hacerse con una remesa de coltan y uranio que pudiera eludir las aduanas. No sabía muy bien a que se dedicaba su empresa, cuando había que entrevistar a los tipos que le encargaban que vigilase siempre enviaban a alguien y nunca estaba él presente. Y del viejo chiflado nazi que tuvo que eliminar cualquiera se fiaba, no decía más que gilipolleces sin sentido. Pero de lo que no había duda es que eran importantes y poderosos. Y que parte de sus actividades eran ilegales, mucho secretismo por medio. Pero bueno, tampoco eso era tan extraño, muchas de las empresas que se anunciaban en televisión enviaban a sus representantes para negociar el coltan y los diamantes que les esquilmaban a los congoleños tanto las diferentes guerrillas como los países vecinos de Uganda y Ruanda. Bien conocía él todos esos trapicheos, los había presenciado. Gran parte del tráfico lo organizaba la hija del presidente kazajo, eslabón de unión entre los expoliadores y los destinatarios, todas empresas importantes. El codiciado coltan, empleado en la industria aeroespacial, la nuclear y todo tipo de aparatos tecnológicos: móviles, ordenadores, consolas, armas teledirigidas...Que nadie le hablara del bien y del mal, conocía de sobra todos los rostros de la hipocresia. Él era tan solo, un soldado más.
    Del Diablo Blanco nadie debía saber nada, era su otro rostro, la sombra oculta. El motivo que le había llevado hasta el Congo, en cuanto se enteró de que las violaciones y los asesinatos formaban parte de la conducta cotidiana de las diferentes tropas implicadas en el conflicto, que ya arrojaba un balance de más de cuatro millones de muertos. La guerra ignorada, un guante para sus instintos. Allí pudo realizar sus sueños prohibidos, patente de corso para violar y torturar, noches de sangre y sexo a la luz de las antorchas, comunión con la naturaleza, hasta los animales del bosque lluvioso se sumaban al rito con sus estridencias. Carnaza para el monstruo. Hasta que Ituri lanzó a los espíritus en su contra, los mbuti le denunciaron a la guerrilla y aunque no les hicieron caso empezaron a prestar atención a sus movimientos. El monstruo tuvo que hibernar.
    La llegada de Roth a la selva había sido providencial y su oferta de trabajo la ocasión para cambiar de aires. Cierto que la muerte de Carbonell se podía considerar accidental, había tratado de increparle cuando le vigilaba desde el coche y como no había nadie a la vista le atropelló para que no armara un escándalo. No la del nazi, ni la del periodista que lo había entrevistado, al que había seguido hasta Buenos Aires para que Aicha no se enterase. Hasta se permitió disfrutar un poco, que en Ciudad Oculta cualquier cosa podía pasar. Ahora Aicha era su jefa, pero Roth seguía manejando los hilos desde las sombras. Las órdenes recibidas, en consecuencia, contradictorias. Aicha no permitía las ejecuciones y Roth entendia los daños colaterales como un mal menor. Pero ambos estaban lejos, era él quien decidía.

    Peña

    No esperaba aquella llamada, el tipo del 607. Le había conocido durante el caso de Daniela, un gerifalte de Interior de la Comunidad de Madrid. Pero cuando ganaron las elecciones había subido de rango, ahora era un gerifalte de Interior del mismísimo Ministerio, un halcón. Pero como el panorama se presentaba delicado no deseaba usar sus privilegios en vano, por aquello de la prevaricación, que para asuntos importantes seguro que si echaba mano de ellos. El arquitecto era amigo de la familia y no podía desairarlo, pero su petición encerraba varias actuaciones y no quería correr riesgos innecesarios. Que me ocupara yo, tendría manos libres y la poli me dejaría en paz. La factura al arquitecto, por supuesto, que tenía pasta larga.
    Llamé al número que me dio y me presenté a Raúl Losada, que estuvo encantado con que alguien le prestará atención a su problema. Me invitó a comer a su casa. No era lo habitual pero acepté.
   

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