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Ilustración de Olga Noes
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La cosa se calentaba pero yo no, estaba
inquieto, lo intenté con el Word y tampoco conseguí concentrarme, paseé de un
lado a otro y finalmente salí a calle, llamé a Sara, las doce y media de la
noche, podíamos tomar una copa por Huertas. Aceptó y me pillé un taxi hasta la
puerta de su casa. Ascendimos por la calle Ave María, yo no muy tranquilo
porque a esas horas siempre te podías llevar una sorpresa, la crisis mermaba
los ingresos y las posibilidades de trabajo y la gente de la zona se buscaba la
vida como podía, alguna de estas posibilidades consistía en atracar a algún
primo de paso o darle un tirón al bolso y había que ir ojo avizor por si acaso.
Sara me preguntaba mientras caminábamos por el nacimiento del rio Cuervo, se la
veía ilusionada, yo trataba de hacerle un retrato lo más fidedigno posible del
lugar, aunque la impresión de los lugares que visitamos depende muchas veces
del estado de ánimo con el que acudimos o de la compañía que llevamos. Nos decidimos
por Marga, en Echegaray, a Sara le gustaban sus cócteles y a mí el Long Island
hecho famoso por John.
Charlamos sobre el amor, ella empecinada en
que era posible y duradero, yo en que solo era una ilusión química propiciada
por el cerebro para perpetuar la especie.
—Pero también es química la alegría y la
tristeza —argumentaba ella—.Y cada sentimiento o sensación está acompañado de
una respuesta de nuestro cerebro. Es la vieja historia del huevo y la gallina,
el que sea primero en realidad no importa, solo que está ahí y existe, forma
parte de nuestra naturaleza. Sin toda esa química no seriamos humanos, es la
que nos define.
—No lo niego, solo digo que la química del
amor termina haciendo daño. Si se acaba te desencantas, si se rompe sufres. Y
siempre termina ocurriendo una cosa o la otra. Mira a tu alrededor, observa las
parejas y lo que pasa con ellas, las rupturas están a la orden del día y solo
los hijos consiguen atarlas durante un cierto tiempo, o la comodidad de una
vida sin complicaciones.
Sara me clavaba sus ojos oscuros, que
brillaban decididos.
—Eres un cobarde. Según tú razonamiento no
merece la pena vivir porque al final la muerte es inevitable.
Me había pillado y en el fondo puede que
fuera eso, miedo. Acaso mi hastío tuviera que ver con mi empeño en no
arriesgar, con el temor a sufrir. De nuevo Sandra y el pasado. La rutina de
encuentros sexuales desprovistos de sentimientos como un sucedáneo falto de
sustancia.
—Touché, pero no es cobardía sino
experiencia.
— ¿Puedo dar mi opinión? —nos preguntó un
tipo con barba y trajeado en plan dandi que se había parado junto a nuestra
mesa.
Iba a decirle que para nada queríamos
saberla pero Sara sintió curiosidad y le invitó a sentarse. Se presentó como
Alejandro y pidió un gin fizz. Llevaba pantalones y chaleco negros listados en
gris, camisa blanca y chaqueta verde a juego con la pajarita, un atuendo
insólito que resaltaba sin desentonar. A mí también me entró la curiosidad.
— ¿Estabas escuchando lo que hablábamos?
—mi pregunta sonó a reproche.
—Bueno, os observaba. Escucharos fue una
consecuencia.
— ¿ Y por qué nos mirabas? —atacó Sara,
toda intrigada.
—Formáis una pareja atractiva, llamasteis
mi atención. Una de esas parejas que parecen predestinadas.
Quizás se tratara de un tipo solitario con
ganas de palique, pensé. Sara sonrió, halagada, sin duda el tipo la había
complacido.
— ¿Y qué piensas de lo que estábamos
hablando? —le preguntó.
—Que construimos la vida a base de
ilusiones para dulcificarla. No dejan de ser ilusiones pero son válidas y no
hay que renegar de ellas. Son como las prendas que vestimos, cada cual se las
coloca a su gusto, hay quien viste vistosos colores y quien opta por tonos
sobrios, pero siempre podemos cambiar el atuendo si así lo decidimos.
Dijo eso mirándome a los ojos, con una
mirada azul y burlona. Había algo inquietante en su presencia, pero no
terminaba de definirlo. Si por un momento llegué a pensar que Sara era el
motivo de su presencia lo descarté, sus gestos hacia ella eran amables pero
parecía centrar su atención en mí. Lo que acababa de decir tenía varias
interpretaciones y se me pasó por la cabeza que pudiera ser gay.
—Es bonito eso que has dicho —dijo Sara—. Y
coincide con lo que yo pienso. Pero Javier se empeña en desnudarlo todo. Y a
todas —añadió con retintín.
Su revelación hizo que me sintiera
incómodo, pero la recibí con una sonrisa sarcástica, sin comentarla. Alejandro
medió, conciliador.
—Está buscando su camino, como todos. A
menudo solemos perdernos. Por cierto, que parece que no termina de llegar ese
gin fizz. ¿Te importaría encargar una ronda de mi parte? —Se dirigió a Sara,
colocando un billete de cincuenta euros sobre la mesa—. Creo que después de
cobrada se darán más prisa en traerla. Iría yo, pero es que me hice una herida
en el pie y no quiero arriesgarme a que me den otro pisotón como el de antes.
—Claro —dijo Sara, y tomando los cincuenta
pavos se dirigió hacia la barra.
Apenas se alejó Alejandro se encaró hacia
mí con una sonrisa cínica.
—Fuimos presentados esta mañana, aunque no
tuvimos la oportunidad de conversar. Yo estaba de espaldas y te saludé con la
mano.
“El marido de Afrodita”, me dije. Aquello
no pintaba bien.
— ¿Me has seguido? —pregunté un tanto
alarmado. Si Sara se enteraba de lo Afrodita la íbamos a tener buena.
—No te preocupes por ella —dijo como si
adivinara mis pensamientos—. No estaré aquí cuando regrese. El barman la
entretendrá un ratito, ha recibido una buena propina. Quería hablarte de mi
esposa, por supuesto —y como viera mi alarma trató de calmarme—. Tranquilo, no
he venido a reprocharte nada.
No sabía que decir, en realidad no salía de
mi asombro. Él continuó.
—No soy celoso, no me importa que otros la
disfruten siempre que siga a mi lado. No trates de entenderlo, acéptalo tal
como lo digo. Pero te has metido en un lio con todo eso del cuadro y tienes que
resolverlo. Si denuncia su robo terminarán por descubrirlo y tú aparecerás como
cómplice. Careces de dinero para pagar un buen abogado, así que te llevarías la
peor parte y pagarías el mochuelo. Aparte de perder tu trabajo, por supuesto.
Al pronto me sentí como un ratón con el que
jugueteaba el gato.
— ¿Y qué se supone que debo de
hacer? —pregunté maldiciendo en mi interior la hora en que atravesé la puerta
de aquella casa.
—Pues convencerla de que es mala idea. No
me importan los medios que emplees ni las veces que tengas que follártela con
tal de que la convenzas para que no lo haga. Eva solo es una niña mal
acostumbrada, sabe poco de la realidad. Te pagaré los gastos con creces, toma
un adelanto —y depositó cuatro billetes de quinientos sobre la mesa—. Y mi
tarjeta, para que podamos hablar con más calma una vez que hayas pensado en
cómo salir del lio en que te has metido. Esperaré tu llamada —se levantó de la
mesa.
—Déjame pensarlo —fue todo lo que se me
ocurrió decir.
—Vale. Otra cosa —dijo señalando hacia la
barra, donde se encontraba Sara—. No vas a encontrar a muchas como ella, piensa
en eso también.
Y se alejó hacia la puerta de la calle.
Cuando Sara regresó ya había abandonado el local.
— ¿Le has echado? —preguntó con un
principio de enojo.
—No nena, por qué iba a hacerlo. Recibió
una llamada urgente y tuvo que marcharse. Que te diera un beso de su parte.
Hasta me dejó su tarjeta. Ven, siéntate a mi lado.
No quería que se diera cuenta de la
inquietud que me embargaba, la besé. La deseé mientras trataba de alejar de mis
pensamientos todo el problema de Afrodita, que empezaba a incordiarme de la
misma manera que me torturaba el recuerdo del accidente, como algo que quería
alejar de mí sin conseguirlo. Respondió a mi beso con ímpetu, sumergí mi mano
bajo la camiseta y la acaricié los senos, sus pezones emergieron golosos y a mí
se me puso dura.
—Llévame a tu casa —me dijo.
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