domingo, 20 de septiembre de 2009

En los albores del siglo veintidos


Espera al borde de la carretera. Le pesa todo el cuerpo, como si alguien hubiera estado sacándole los jugos interiores y apenas tuviera un pellejo sobre sus huesos. La cara le arde. No es extraño, con ese fiero sol rojo flagelándole. Piensa que no estaría mal quedarse inmóvil bajo una sombra, pero está en medio de ninguna parte y le acomete esa desagradable sensación de desarraigo.
En algún lugar, detrás, quedó el fresco bosque donde pasó la noche. Ahora solo le rodean piedras calcinadas por el sol y hierbas malas junto al asfalto, sobre un fondo de amarillos requemados. A veces pasan coches, suspiros que se pierden en el horizonte, difuminándose en la calima que difumina el lejano azul de cabellos dorados.
Ni siquiera se molesta en hacer auto-stop. Quizás en otro momento y en otro lugar, se atreviese. Pero los rostros que vislumbra a través de las lunas de los vehículos se le antojan amenazantes. O cuando menos, desconcertantes. Se supondría que debían ser los conductores los que recelaran de un tipo a pie de carretera, con rostro sin afeitar y aspecto desvencijado.
En algún momento de la mañana, pasaría el jodido autobús. Al menos eso le aseguró el viejo de la gasolinera que dejó atrás. ¿Cuántos kilómetros? ¿Tres? ¿Cinco? Imposible de calcular. Allí debieron poner la parada, no en medio de aquel desierto. Sin una marquesina para protegerse del calor. Con un letrero de latón descolorido por el sol, remachado a un poste oxidado que un día debió ser rojo.
Por fin llega. Nada que ver con los autobuses de la ciudad. Aunque claro, allí no habría podido esperar tres horas junto a la parada. Las bandas de depredadores lo habrían capturado. Echa de menos el revolver, pero tuvo que dejarlo para atravesar la frontera. Se lo dijeron clarito: “Puedes cruzar más adelante, nadie te lo impide, pero a los que encuentran armados no les hacen concesiones. Sin más, donde los encuentran, son ejecutados.” Y vaya si llevaban razón. Encontró a muchos a lo largo del camino, alimento para buitres, con dos tiros descerrajados.
Increíble. Todo el autobús parece crujir. Exhala un lamento como de huesos gastados. Y ni siquiera un sitio libre. Muchos chinos entre los viajeros. Aquí también es patente su numérica superioridad. Recorre los rostros que le rodean y solo encuentra semblantes vacíos. ¿Será el suyo uno más? Parece el tren de la muerte. Está seguro de que se dirigen hacia el mismo lugar. ¿No debería su rostro reflejar algo de esperanza? Debe ser al ambiente. El tórrido calor, sin aire acondicionado, el rancio olor de los cuerpos sudorosos.
Tiene algo de vieja película el momento, de destino perdido en un país exótico donde la civilización no fuera más que una caricia sobre arraigadas costumbres ancestrales. Quizás sea una forma de relax que los recibe, mitigando el desasosiego que los embargó al abandonar la enorme ciudad de los rascacielos. Desamparados ante lo desconocido. Aunque en las caóticas calles en las que nacieron, sobrevivir era una apuesta arriesgada que solía perderse.
El ajetreo que estremece las viejas chapas de la carcasa móvil se detiene. Atisba por las ventanillas, pero aún no ve nada. Aunque el firme de la carretera ha cambiado. Ahora es un asfalto pulcro y cuidado. Deben estar cerca. Busca en el bolsillo de su pantalón el frasco de pastillas. No quiere que pensamientos lúgubres lo acechen, otra dosis para enfrentar su destino.
Percibe el cambio en los rostros de los viajeros. Sigue su mirada y descubre un racimo de edificios blancos en la lejanía. No es como lo había imaginado. Un horizonte aséptico. Y pensar que aquel estado fue en el pasado el universo del juego. Si que había cambiado. Aunque permanecía lo fundamental, la sed de dinero. Se acercan cada vez más.
Piensa en Choni y las niñas. Tendrán su futuro asegurado durante cinco años más. Tiempo suficiente para que sus hijas se conviertan en adolescentes, hacia los doce. Dignas hijas de su madre, serán preciosas. Con un poco de suerte podrán encontrar empleo en uno de los lupanares de lujo para ejecutivos diferenciales, con horario de treinta horas semanales. Vida asegurada durante quince años. Después, si resultan previsoras, alcanzarán los cuarenta. No se puede pedir más. Si no se les cruzan en su camino las bandas de depredadores, una existencia plena.
Pero Choni…..pobrecilla, en mala hora se fijo en él. Más allá de los cinco años que ahora le puede asegurar, será difícil que sobreviva. ¿Se unirá a las bandas de depredadores? ¿O elegirá la muerte dulce? No hay estadística que pueda asegurarlo. La decisión no es previsible, el estrés que produce la proximidad de la muerte hace imposible cualquier vaticinio.
Recuerda el día en que rompió su papeleta de ingreso en el lupanar de lujo. Por amor a él. Con un porvenir de siete años tan solo. Que ciego es el amor.
Por fin llegan. Individuos vestidos con batas blancas de latex los reciben. Buscan sus nombres en las listas y los distribuyen en ordenadas filas. Dicen que el tiempo de espera es lo peor. Aunque el no conoció a nadie que regresara. Su precio, dos piernas, un ojo y un riñón. Las blancas fauces de la ciudad-hospital los aguardan. Le pondrán recambios artificiales. Sin garantías. Casi ninguno dura más allá de tres o cuatro meses, al agotarse la pila. Y hay que tener mucho dinero para poder recargarlas. Lo único que está garantizado es el ingreso del importe de la venta de organos en la cuenta estipulada.
Se conformaría con volver junto a Choni, y terminar con la muerte dulce entre sus brazos. Pero sabe que a la vuelta lo acecharán los tratantes piezas ilegales, para robarle las partes vitales de su cuerpo. Sobre todo el corazón, el hígado y los genitales. Y por supuesto, el otro riñón. Corre el rumor que son secuaces a sueldo de los hospitales. Nadie atraviesa con vida el territorio del estado hospitalario a su regreso, es una sentencia asumida en la ciudad. Y debe ser verdad, porque a ninguno que regresara había conocido.
Aunque la propaganda depredadora asegura que si, que tienen destacamentos rescatando a los que intentan volver para su engrosar sus filas. Pero también aseguran que han tomado una zona de ciudad-jardín de los ejecutivos. Y nadie les cree. Propaganda para la causa de los desahuciados. Sonríe sarcásticamente. No tardará en averiguarlo.
Se abren las puertas automáticas del hospital que le ha sido asignado. Toma el frasco de anfetaminas y se toma una buena dosis. Son inocuas para las operaciones, y se las dieron en la frontera. Alivian la espera hasta el momento de ser dormidos. Ordenadas camillas junto a máscaras de anestesia los esperan. Antes de subir a una de ellas un último recuerdo para Choni y sus hijas, a las que sabe que no volverá a ver. Después, quien sabe, quizás le aguarde la muerte, o la efímera existencia en una banda de depredadores.
Maldice a sus antepasados, que los embromaron con una herencia de climas alterados y superpoblación. Sus últimos pensamientos antes de embozarse la máscara del sueño son para ellas, para el dulce tiempo que las disfrutó, una mar de risas y besos con el que sueña mientras la oscuridad lo va engullendo.

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