lunes, 9 de septiembre de 2013

9 Sangre de alas rotas. Dama.


  
  
 Prólogo
    Se acaban las vacaciones, retomamos la historia mientras sopeso con que cariz afronto los próximos meses, que rutinas variar y que proyectos encaro.


    Dama         
    Bermúdez

    Todo para nada. Roth le había dicho que su incursión en la mensajería había sido en balde, tenían la dirección de Almendros. Estaba muy cabreado y le prohibió cualquier tipo de acción hasta nuevas órdenes. Bueno, eran los riesgos de dejar al monstruo libre, que no pensaba con claridad, la sangre lo cegaba. Sí que había cedido al envío de dinero para borrar sus huellas, necesitaba un coche nuevo y documentación falsa para adquirirlo, que habían enviado a un apartado de correos. Del Kadett se había deshecho y circulaba en transporte público. Y desligarse momentáneamente de sus obligaciones con la Hermandad le favorecía, así podía dar rienda suelta al monstruo. Saciaría su sed y de paso se vengaría del detective. Cuando viera en lo iba a quedar convertida su amante seguro que se le quitaban las ganas de investigar. Pero tendría que andarse con cuidado para no dejar huellas que pudieran implicarlo, el monstruo sin riendas era irracional.
    Regresó al domicilio de la chica después de deshacerse del coche, no había dormido nada, se situó a una prudente distancia para que el detective no lo descubriese. A primera hora de la mañana la gente salía para sus trabajos y habría resultado sospechoso recurrir a los prismáticos. Primero salió él, parecía llevar prisa. Al rato salió ella, más calmada, supo que era ella porque momentos antes de bajar se había apagado la luz del salón del primer piso, también por el pelo trigueño, que fue en lo único en que se fijó la noche anterior, el resto de su atención la había acaparado su cuerpo desnudo. Iba sin prisas, le resultó fácil seguirla. Vestía abrigo negro, medias transparentes y zapatos de tacón a juego. Tampoco fue muy lejos, a una pastelería en la calle Abtao. Dos personas en la puerta esperándola, una chica joven y un tipo alto y fuerte, debían ser empleados porque fue ella la que abrió el cierre de seguridad, la siguieron al interior. Consultó el reloj, las ocho y media, seguramente abrían a las nueve y llegaban media hora antes para preparar la tienda. Necesitaba verla de cerca, esperaría. Hizo tiempo tomando café en el bar de al lado, escuchando las conversaciones sobre futbol de los empleados del cercano mercado de Pacífico. El monstruo acechaba, quería verla.
    La suerte estuvo de su parte, entró para pedir tres cafés con leche que el camarero comenzó a preparar en vasos de plástico. El monstruo rugió al verla, era ella, su presa. Daniela, así la había llamado el camarero al darle los buenos días. Reconoció el pelo ondulado y trigueño con reflejos dorados y las medias, había sustituido los zapatos de tacón por unos zuecos. La bata blanca de trabajo no enseñaba nada pero se le ceñía deliciosamente a piel y se notaba que solo llevaba la ropa interior debajo. Sus ojos eran grandes y felinos, de un marrón claro similar al del café con leche y veteados de verde, tenía la nariz recta y los labios carnosos tocados con un discreto toque de carmín rojo. El monstruo se relamió, anticipando el horror en su mirada.
    La guerra le llevó a las inmediaciones del Bosque de Ituri, el señor de la guerra quería cobrar el canon en las próximas excavaciones mineras. Un bosque lluvioso, mágico. Poblado por los mbuti, el pueblo pigmeo. Siempre había pensado que los bosques lluviosos serían una maraña impenetrable pero descubrió que no, la pugna se celebraba en lo alto, entre el dosel y las capas inferiores, allí batallaban por un poco de luz toda clase de epífitas, lianas y enredaderas, la sombra perenne que cubría el suelo permitía poca vegetación. Derrumbes, tormentas e incendios ocasionales creaban claros dispersos aprovechados por los mbuti para establecer sus poblados, compuestos de quince o veinte miembros. Al cabo de un tiempo los abandonaban para no esquilmar los recursos naturales. Utilizó estos poblados vacios para llevar a cabo sus rituales de muerte, buscaba vírgenes entre las poblaciones cercanas y las secuestraba, a nadie le extrañaban las desapariciones en medio de la guerra.
    Alejó los recuerdos del monstruo y contempló a Daniela saliendo de la cafetería. Tenía que descansar, necesitaba estar fresco para trazar un plan. Cuando despertase ya tendría la documentación y el dinero enviados por Roth en el apartado de correos.

    Aguirreche

    — ¿Entonces los códices no pertenecen a la biblioteca?
    Se habían desplazado desde la Hermandad a la mansión de Horacio Almendros para conocer la Biblioteca del Diablo, ante la insistencia de Aguirreche.
    El octogenario arqueólogo renqueaba un poco al andar, pero su intelecto se conservaba fresco.
    —No —contestó—. Los códices son ensayos elaborados por lingüistas de la Hermandad, retórica del lenguaje. Y también un por si acaso, idiomas en reserva por lo que pudiera ocurrir, fáciles de aprender. No hay nada de interés en la traducción del Manuscrito Voynich, fue el trabajo de una tesis universitaria. Lo que ahora nos ocupa sí que reviste interés. ¿Me ayudas? Mis fuerzas ya no son las mismas.
    Aguirreche empujó las altas puertas que daban acceso a la biblioteca. La fortuna de los Almendros permitía conservar la enorme sala en condiciones óptimas de temperatura y humedad. Albergaba veinte mil ejemplares, entre los que destacaba el espacio dedicado a la Biblioteca del Diablo. La caprichosa altura de sus libros, cincuenta y dos con tres centímetros, obediente a un sistema métrico desconocido, había obligado a modificar los estantes, construidos con madera de cerezo y uniones de sándalo sobre fondos de pino. Recordó las descripciones que Carbonell le hizo de la biblioteca de Salamanca y supo que Horacio la había construido a imagen de la de la mansión familiar. Fijó su vista en el suelo y comprobó que, como los salmantinos, eran de mármol rosado. Entre cuatro y cinco metros de altura calculó que tendría cada sección de la librería, unas cómodas escaleras ancladas a un riel en el suelo permitían alcanzar los estantes superiores. Varias mesas distribuidas por los anchos pasillos invitaban a la lectura en medio del sobrecogedor silencio. La iluminación, tanto directa como indirecta, provenía de unos focos estratégicamente dispuestos y de elegantes lámparas de pie decoradas con pantallas verdes.
    — ¿No resultan fríos estos suelos de mármol? —preguntó a Horacio.
    —Estos no, llevan un sistema de calefacción bajo ellos, si pones los pies en el suelo sientes el calor. Se construyeron para andar descalzos y que los ruidos de las pisadas no molestasen a los lectores —Horacio se detuvo, luego se adelantó un paso y señaló los altos lomos pardos— Aquí la tienes, la Biblioteca del Diablo.
    Aguirreche tomó uno de los ejemplares y acarició el forro, tal como le dijera Carbonell acharolado, como de reptil pero sin ningún tipo de estría o escama. Abrió el tomo y apreció en la otra cara el hueso que daba sustento a las tapas. La obra que albergaba, “la náusea” de Sartre, era lo de menos.
    — ¿Habéis averiguado a que animal pertenecieron estos huesos?
    —A ninguno conocido. Podrían coincidir con alguno de los grandes saurópsidos del mesozoico, antes de la aparición del hombre.
    — ¿Y entonces?
    —No lo sabemos, es un enigma que aún estudiamos. Nuestros químicos han encontrado huellas de la escritura que contenían los textos adherida a la superficie del hueso. No se ve a simple vista pero está ahí. Estamos recopilando los caracteres y relacionándolos con las palabras que forman, aunque como hay muchas palabras incompletas porque en el hueso la adherencia no es total es un proceso lento. Los caracteres no tienen semejanzas con ninguna escritura conocida, así que ni siquiera tenemos la certeza de lograr nuestro objetivo.
    —Que es traducir esa lengua.
    —Así es, querido colega —Horacio Almendros suspiró volviendo a colocar el ejemplar en su lugar—. Sería el culmen de mi carrera profesional. Pero me temo que moriré sin lograrlo, hasta ahora nuestros lingüistas no han conseguido gran cosa.
    Aguirreche estaba extasiado.
    —La escritura desconocida, el hueso, la piel de las tapas...las implicaciones son fascinantes —dijo entusiasmado.
    —O no, quien creara la biblioteca pudo utilizar los huesos de algún depósito acumulado por la naturaleza, un extinto pantano o algún lugar similar.
    — ¿Los habéis datado?
    Horacio Almendros sonrió.
    —Eso es lo más desconcertante de todo, no conseguimos mediciones precisas, están contaminadas. La datación nos proporciona una edad en la que esos animales estaban extintos, en los albores de la aparición del hombre. Seguimos realizando pruebas pero desconfiamos de los resultados, lo único que puede desvelar el misterio es la interpretación del lenguaje que emplearon.
    —Tienes que enseñarme lo que habéis conseguido hasta ahora —dijo Aguirreche.
    —Por supuesto, querido amigo, en cuanto volvamos a la Hermandad. Ojalá que Carbonell pudiera acompañarnos.
    —Eso también tendrás que explicármelo, hasta ahora he creído que fue la Hermandad la que acabó con su vida.
    —Y puede que sea cierto. No la Hermandad, pero sí alguien que pertenece a ella. Roth tendrá que dar cuentas, he elevado una petición al Consejo.
    — ¿El Director de Seguridad? —Aguirreche le había conocido a su llegada. Circunspecto y de mirada astuta, amable en su discurso.
    —Sí. Cada vez que hablo con él tengo la sensación de que no juega limpio, como si guardase un as en su manga. No es nada concreto, una intuición, pero he aprendido a fiarme de mis intuiciones, casi siempre son acertadas. Y la explicación que dio respecto a la muerte de Carbonell tenía lagunas, sonaba a farsa —tomó el brazo de Aguirreche—. Ven, mis piernas están cansadas. Vayamos a tomar algo mientras te cuento más sobre la Hermandad y sus vericuetos.
    Zaza

    La finca de Elio constaba de un chalet de dos plantas con jardines y piscina y un gran terreno circundante plantado de árboles, a la derecha del chalet se alzaba dos naves, la más pequeña estaba destinada a albergar herramientas, tanto las del jardinero que acudía todas las mañanas de ocho a doce como las del propio Elio, ordenadas en baúles y armarios provistos de candados. La otra nave fue desde el principio un misterio para ella, el único que traspasaba sus puertas era Elio. Tres mastines blancos custodiaban  la finca, rodeada de una alta alambrada, una vez que se familiarizaron con Zaza fue ella la que se encargó de alimentarlos. No prescindió de la señora de la limpieza que acudía todas las mañanas, la rutina impuesta por su mentor la mantenía casi todo el tiempo ocupada, aunque la ayudaba siempre que podía. Un profesor de inglés le daba clase por la mañana y otro de alemán por las tardes, mientras que dos universitarias se ocupaban de que prosperara en la ESO. En la casa siempre había efectivo para los gastos y ella fue la encargada de administrarlo, aparte de su sueldo podía gastar en ropa, cosméticos y todo lo que necesitara tirando de aquel dinero. Podía salir pero no llevar nadie a la casa y al principio apenas salía, excepto los viajes que realizaba a Barcelona para correrse alguna juerga con sus amigas y follar con Carlas, del que a medida que transcurrían los meses se fue distanciando. Comenzó a alternar los viajes a Barcelona con salidas a Madrid junto a las dos universitarias que le daban clases, donde conoció otro tipo de gente, nuevos ambientes que atrajeron su curiosidad y en los que disfrutaba aunque no terminara de integrarse en ellos, siempre contemplados desde cierta distancia.
    Elio iba y venía, a veces pasaba temporadas en la casa y otras las pasaba fuera. Siempre que estaba se encargaba de la cocina y mientras preparaba sus elaborados platos la sentaba a la mesa de la cocina y le preguntaba por todo lo que había hecho en su ausencia y por la gente que conocía, de paso le explicaba las recetas, ella  se manejaba bien en los fogones y no le costaba asimilar sus enseñanzas. Los fines de semana que ella no salía pasaban la mañana en la surtida biblioteca ubicada en la planta baja de la vivienda, leyendo. Cada cual según sus gustos, Zaza tenía además libertad para encargar aquellos libros que se le antojaran, y los leídos por ambos luego los comentaban durante sus sesiones culinarias. Por la tarde iban a Madrid a ver alguna película y luego solían tomar unas copas, él tenía un apartamento por la zona de Noviciado y en esas ocasiones solían pernoctar en él. Los antros a los que la llevaba solían ser originales, algunos de ambiente underground, otros oscuros y llenos de reservados. A veces iban a garitos de acceso restringido y clientela peculiar, entre la que predominaban los tipos de mirada torva y sonrisa cruel, los cínicos prepotentes y los sujetos taimados. Se hacían acompañar por mujeres atractivas que marcaban o exhibían generosamente sus encantos, era difícil sustraerse a su embrujo a primera vista, aunque en las distancias cortas la conversación con la mayor parte de ellas resultaba insulsa y aburrida. Las que aunaban atractivo y personalidad ejercían una marcada fascinación en Zaza, trababa conversación con ellas cuando Elio se ausentaba de la mesa para perderse en las dependencias interiores acompañado de alguno de aquellos individuos. Así fue como se enteró de que la clientela de aquellos antros no solía ser trigo limpio, hilando los frecuentes viajes de Elio en seguida sospechó que se dedicaba a blanquear dinero para aquella gente. Tal sospecha la llevó a la suposición de que lo que tan celosamente guardaba en aquella nave a la que solo accedía él era el dinero de sus clientes antes de darle salida a los paraísos fiscales.
    Durante dos años le preguntó por lo que albergaba aquella nave y él siempre se negó a revelárselo, decía que todavía era muy joven, que se centrase en los estudios. Pero al cumplir los dieciocho Zaza le pidió de regalo que le desvelara el secreto que encerraba la nave y Elio accedió. Donde ella esperaba encontrar maletines repletos de dinero descubrió una galería de tiro insonorizada y una extensa colección de armas, el enigma que encerraba la puerta que siempre permanecía cerrada resultó ser su afición a las armas. Le extrañó que algunos de los blancos fueran maniquíes de goma pero no le dio mayor importancia, sabía que la gente de dinero tenía aficiones peculiares y si como suponía Elio se dedicaba a blanquear dinero por fuerza tenía que estar estresado y aquella debía ser su forma de relajarse. Él se ofreció a enseñarla a tirar y ella aceptó, le pareció divertido. Que empezaran a hacer diferentes clases de ejercicios, especialmente de flexibilidad y aeróbicos, no la entusiasmó tanto, pero su cuerpo se benefició de ello. De la mano de Elio se convirtió en una excelente tiradora en el transcurso de los dos años siguientes.
    Entre unas cosas y otras tenía ocupado casi todo el tiempo, pero merecía la pena, comparando aquellos primeros años pasados junto a Elio con su vida anterior la experiencia era claramente positiva, se le exigían esfuerzos, sí, pero también se la recompensaba por ellos. A eso había que añadir la fascinación que sentía por su mentor, le quería como al padre que no tuvo y a la vez le amaba como hombre, aunque nunca se atrevió a hablar con él de ello tras su primera negativa. Pese a sus sentimientos entendía que una relación entre ambos podía dar al traste con todo lo demás y comprendía que no podía arriesgarse. No le faltaba sexo cuando salía y lo buscaba, así que soterró esa parte de sus sentimientos y se volcó en la afección paternal encareciéndola con un halo de sublimación. Pero todo su mundo se tambaleó cuando Elio le reveló la verdadera naturaleza de su cometido.

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