domingo, 28 de abril de 2013

Primavera SIETE



                                                                      

    Nos fuimos al sofá y sobre la manta de rayas verdes y rojas que lo cubría estuvimos dándole al oral, que ya dije que a Sara le encantaba. Era deliciosa en casi todos los aspectos, excepto por su mal genio, y no solo por el sexo, también su compañía que cada día me resultaba más grata. Después de disfrutarnos un buen rato paramos para tomarnos un respiro. En pelotas me serví un par de dedos de bourbon y fumamos, ella tumbada y apoyando la cabeza sobre mis piernas, un pozo de deleite en sus ojos oscuros, en su sonrisa cómplice. Se me pasó por la cabeza comentarle el plan del cuadro con Afrodita pero lo deseché, no fuera a estropear la magia del momento.
    —Me gusta cómo me haces el amor —comentó.
    Eran palabras mayores.
    —A mí me gusta follarte —dije poniendo distancias. Le di un lametón en la nariz.
    Se dio media vuelta y me agarró la polla.
    —Ummm —dijo. Apagó el cigarrillo—. Quiero más —y se puso a chupármela.
    Yo apuré el whisky y también apagué el cigarrillo. La tenía dura y quería su coño.
    —Monta —le pedí.
    Las mujeres tienen dos formas de recibir a un hombre en su interior. Una es el calentón del momento, la avidez de las hormonas, que solo busca calmar el anhelo de sexo, puede ocurrir en los lugares más inverosímiles y acuciados por las circunstancias. Pero hay una segunda manera de encarar el sexo en la que al ser penetradas existe una reciprocidad y tratan de penetrar al que reciben. No siempre con resultados positivos, por supuesto, pero lo intentan, entonces hay algo que trasciende el sexo, que nos impregna y trata de envolvernos, cuando se vuelven deliciosas en su embrujo y se te atrapan ya no puedes escapar.
    Mientras Sara me cabalgaba sentí claramente como me penetraban los sentimientos y fui incapaz de salir corriendo. ¿Qué tenía ese momento de diferente con otros que habíamos pasado juntos? No sé decirlo pero mientras ella basculaba o subía y bajaba sobre mi polla, las tetas oscilando con el movimiento, el brillo del placer derramándose desde su mirada, me emocionó. La dejaba hacer, disfrutándola, gastando la mirada en el lujurioso vaivén que imponía, los labios abiertos exhalando gemidos entrecortados y el centelleo del sudor que empezaba asomando en su piel. Cuando sus ojos empezaron a perderse supe que se iba a correr y elevé la pelvis embistiéndola, se derramó en un par de gemidos que acabaron en suspiros, siguió moviéndose un poco en los ecos del orgasmo y luego venció su torso sobre el mío.
    —Querría estar siempre así —me susurró.
    —No se está mal —hasta yo mismo me soné borde, evadiendo lo que acababa de sentir momentos antes.
    Los cigarrillos de después, su mirada de gatita satisfecha y voluptuosamente perezosa, algo más profundo asomando también. El caso es que acabé soltándole lo del cuadro y el plan pergeñado por Afrodita, salió a relucir nuestro encuentro. No dijo nada, me escuchó en silencio, pero cuando acabé y vi que se dirigía hacia la mesa del salón intuí lo que estaba a punto de ocurrir. Me apresuré a recoger las ropas del suelo y los zapatos y salí pitando, el jarrón se estrelló contra la puerta de salida.
    — ¡Serás cabrón! —la oí decir mientras lo lanzaba.
    Una señora de unos setenta se cruzó conmigo en el pasillo mientras me vestía. Se me quedó mirando y temí que se pusiera a despotricar.
    —En el sexto A vivo, cuando quieras pasas —dijo abanicando una pestañas llenas de rímel.
    Bajé las escaleras lo más aprisa posible, confundido, pensando en Sara. ¿Que tenía de malo probar? Me había divorciado muy joven y desde entonces permanecía solo, quizás fuera hora de intentarlo de nuevo. Sentir el cariño de una pareja al llegar a casa, compartir, proyectar cosas juntos, incluso engendrar un hijo. Era lo que hacía el común de los mortales, pero también era cierto que el porcentaje de fracasos resultaba preocupante, las separaciones estaban al orden del día. El maldito tedio, pensaba, la monotonía. ¿Pero acaso no seguía yo también una rutina de encuentros con mis amantes? Ascendía Lavapies hacia Antón Martín y me cruzaba con un mosaico de nacionalidades, marroquíes, gente de color, sudamericanos, chinos, una miscelánea de razas que estaban aquí para sacar adelante a sus familias. Algo bueno tenía que tener cuando se esforzaban tanto.
    El sexo me había abierto el apetito y en Atocha ponían unos bocadillos de calamares que daba gusto comerlos, me encaminé hacia mi objetivo. El hombre es por naturaleza gregario, hay una especie de júbilo compartido entre los viandantes de una calle populosa, un afecto oculto deambulando junto a los escaparates. Quizás eso hizo que siguiera ahondando en la idiosincrasia de mis sentimientos hacia Sara, el fin de semana previsto podía ser buen momento para poner las cartas sobre la mesa y conversar acerca de lo nuestro. Suponiendo que el cabreo no le durara para entonces. El asunto del cuadro se interponía en la relación, había pasado de ser un aliciente a un obstáculo, estaba claro que la sola mención de Afrodita iba a generar fricciones entre nosotros y no tenía sentido comenzar una relación ocultando aspectos de nuestras vidas. Siempre había sido sincero con Sara, sabía de mi debilidad por el sexo desde un principio y aun así intentaba apostar por mí, lo menos que la debía era sinceridad. Tendría que hablar con Afrodita para rescindir el tema del cuadro, que se buscara a otro.
    Tras los calamares me pedí una ración de sepia a la plancha con mayonesa y seguí dándole vueltas al coco, pensando sino habría estado equivocado todos los años pasados desde mi divorcio. Era cierto que solo era sexo lo que había estado buscando con mis amantes y que el fantasma de la monotonía me abrumaba, pero igualmente había disfrutado de los momentos posteriores, de la calidez y las confesiones que siempre se hacen después. ¿Existiría un punto intermedio? Hasta entonces mis enamoramientos se habían limitado al anhelo de la persona amada, al egoísmo de querer abarcarla pero sin ir más allá en el compromiso. Con Sara era distinto, me apetecía compartir con ella cenas y desayunos, paseos y viajes, complicidades, implicarme en las cotidianeidades, hacerla musa de mis escritos. Y todo eso me asustaba. Me daba pánico implicarme en cuerpo y alma y la posibilidad del fracaso, demasiado tiempo enclaustrado en mi torre de marfil, una torre hecha de sexo puro y duro sin más complicaciones, exenta de ternura o al menos de una ternura que fuera más allá de la intimidad de los cuerpos compartida. Pensaba en Sara y algo de ella resquebrajaba mi torre, la dulzura de su mirada tras saciarnos el uno del otro, su empeño por pintar oleos aunque no pudiera vivir de ello, su curiosidad hacia los demás y su cariño para tratar de entenderlos,  su afecto sincero exento de hipocresía...incluso su genio.
    Es un espejismo, me dije, te estás enamorando y solo resaltas sus virtudes, el día a día te traerá la decepción, ascenderás para luego darte el batacazo, terminaras aburrido. Puede ser, me contesté, pero acaso merezca la pena vivir en ese espejismo mientras dure.

1 comentario:

  1. Hola Ender te vi en tusrelatos, y me gustó tanto tu relato que vine a leerte. Este también me ha gustado, sabes enganchar para que se te lea del tirón. También me ha gustado por que veo que lo has ambientado en Madrid.
    De nuevo te felicito.
    Saludos.

    ResponderEliminar