Nos fuimos al sofá y sobre la
manta de rayas verdes y rojas que lo cubría estuvimos dándole al oral, que ya
dije que a Sara le encantaba. Era deliciosa en casi todos los aspectos, excepto
por su mal genio, y no solo por el sexo, también su compañía que cada día me
resultaba más grata. Después de disfrutarnos un buen rato paramos para tomarnos
un respiro. En pelotas me serví un par de dedos de bourbon y fumamos, ella
tumbada y apoyando la cabeza sobre mis piernas, un pozo de deleite en sus ojos
oscuros, en su sonrisa cómplice. Se me pasó por la cabeza comentarle el plan
del cuadro con Afrodita pero lo deseché, no fuera a estropear la magia del
momento.
—Me gusta cómo me haces el amor —comentó.
Eran palabras mayores.
—A mí me gusta follarte —dije poniendo
distancias. Le di un lametón en la nariz.
Se dio media vuelta y me agarró la polla.
—Ummm —dijo. Apagó el cigarrillo—. Quiero
más —y se puso a chupármela.
Yo apuré el whisky y también apagué el
cigarrillo. La tenía dura y quería su coño.
—Monta —le pedí.
Las mujeres tienen dos formas de recibir a
un hombre en su interior. Una es el calentón del momento, la avidez de las
hormonas, que solo busca calmar el anhelo de sexo, puede ocurrir en los lugares
más inverosímiles y acuciados por las circunstancias. Pero hay una segunda
manera de encarar el sexo en la que al ser penetradas existe una reciprocidad y
tratan de penetrar al que reciben. No siempre con resultados positivos, por
supuesto, pero lo intentan, entonces hay algo que trasciende el sexo, que nos
impregna y trata de envolvernos, cuando se vuelven deliciosas en su embrujo y
se te atrapan ya no puedes escapar.
Mientras Sara me cabalgaba sentí claramente
como me penetraban los sentimientos y fui incapaz de salir corriendo. ¿Qué
tenía ese momento de diferente con otros que habíamos pasado juntos? No sé
decirlo pero mientras ella basculaba o subía y bajaba sobre mi polla, las tetas
oscilando con el movimiento, el brillo del placer derramándose desde su mirada,
me emocionó. La dejaba hacer, disfrutándola, gastando la mirada en el lujurioso
vaivén que imponía, los labios abiertos exhalando gemidos entrecortados y el
centelleo del sudor que empezaba asomando en su piel. Cuando sus ojos empezaron
a perderse supe que se iba a correr y elevé la pelvis embistiéndola, se derramó
en un par de gemidos que acabaron en suspiros, siguió moviéndose un poco en los
ecos del orgasmo y luego venció su torso sobre el mío.
—Querría estar siempre así —me susurró.
—No se está mal —hasta yo mismo me soné
borde, evadiendo lo que acababa de sentir momentos antes.
Los cigarrillos de después, su mirada de
gatita satisfecha y voluptuosamente perezosa, algo más profundo asomando
también. El caso es que acabé soltándole lo del cuadro y el plan pergeñado por
Afrodita, salió a relucir nuestro encuentro. No dijo nada, me escuchó en
silencio, pero cuando acabé y vi que se dirigía hacia la mesa del salón intuí
lo que estaba a punto de ocurrir. Me apresuré a recoger las ropas del suelo y
los zapatos y salí pitando, el jarrón se estrelló contra la puerta de salida.
— ¡Serás cabrón! —la oí decir mientras lo
lanzaba.
Una señora de unos setenta se cruzó conmigo
en el pasillo mientras me vestía. Se me quedó mirando y temí que se pusiera a
despotricar.
—En
el sexto A vivo, cuando quieras pasas —dijo abanicando una pestañas llenas de
rímel.
Bajé las escaleras lo más aprisa posible,
confundido, pensando en Sara. ¿Que tenía de malo probar? Me había divorciado
muy joven y desde entonces permanecía solo, quizás fuera hora de intentarlo de
nuevo. Sentir el cariño de una pareja al llegar a casa, compartir, proyectar
cosas juntos, incluso engendrar un hijo. Era lo que hacía el común de los
mortales, pero también era cierto que el porcentaje de fracasos resultaba
preocupante, las separaciones estaban al orden del día. El maldito tedio,
pensaba, la monotonía. ¿Pero acaso no seguía yo también una rutina de
encuentros con mis amantes? Ascendía Lavapies hacia Antón Martín y me cruzaba
con un mosaico de nacionalidades, marroquíes, gente de color, sudamericanos,
chinos, una miscelánea de razas que estaban aquí para sacar adelante a sus
familias. Algo bueno tenía que tener cuando se esforzaban tanto.
El sexo me había abierto el apetito y en
Atocha ponían unos bocadillos de calamares que daba gusto comerlos, me encaminé
hacia mi objetivo. El hombre es por naturaleza gregario, hay una especie de
júbilo compartido entre los viandantes de una calle populosa, un afecto oculto
deambulando junto a los escaparates. Quizás eso hizo que siguiera ahondando en
la idiosincrasia de mis sentimientos hacia Sara, el fin de semana previsto
podía ser buen momento para poner las cartas sobre la mesa y conversar acerca
de lo nuestro. Suponiendo que el cabreo no le durara para entonces. El asunto
del cuadro se interponía en la relación, había pasado de ser un aliciente a un
obstáculo, estaba claro que la sola mención de Afrodita iba a generar
fricciones entre nosotros y no tenía sentido comenzar una relación ocultando
aspectos de nuestras vidas. Siempre había sido sincero con Sara, sabía de mi
debilidad por el sexo desde un principio y aun así intentaba apostar por mí, lo
menos que la debía era sinceridad. Tendría que hablar con Afrodita para
rescindir el tema del cuadro, que se buscara a otro.
Tras los calamares me pedí una ración de
sepia a la plancha con mayonesa y seguí dándole vueltas al coco, pensando sino
habría estado equivocado todos los años pasados desde mi divorcio. Era cierto
que solo era sexo lo que había estado buscando con mis amantes y que el
fantasma de la monotonía me abrumaba, pero igualmente había disfrutado de los
momentos posteriores, de la calidez y las confesiones que siempre se hacen
después. ¿Existiría un punto intermedio? Hasta entonces mis enamoramientos se
habían limitado al anhelo de la persona amada, al egoísmo de querer abarcarla
pero sin ir más allá en el compromiso. Con Sara era distinto, me apetecía
compartir con ella cenas y desayunos, paseos y viajes, complicidades,
implicarme en las cotidianeidades, hacerla musa de mis escritos. Y todo eso me
asustaba. Me daba pánico implicarme en cuerpo y alma y la posibilidad del
fracaso, demasiado tiempo enclaustrado en mi torre de marfil, una torre hecha
de sexo puro y duro sin más complicaciones, exenta de ternura o al menos de una
ternura que fuera más allá de la intimidad de los cuerpos compartida. Pensaba
en Sara y algo de ella resquebrajaba mi torre, la dulzura de su mirada tras
saciarnos el uno del otro, su empeño por pintar oleos aunque no pudiera vivir de
ello, su curiosidad hacia los demás y su cariño para tratar de
entenderlos, su afecto sincero exento de
hipocresía...incluso su genio.
Es un espejismo, me dije, te estás
enamorando y solo resaltas sus virtudes, el día a día te traerá la decepción,
ascenderás para luego darte el batacazo, terminaras aburrido. Puede ser, me
contesté, pero acaso merezca la pena vivir en ese espejismo mientras dure.
Hola Ender te vi en tusrelatos, y me gustó tanto tu relato que vine a leerte. Este también me ha gustado, sabes enganchar para que se te lea del tirón. También me ha gustado por que veo que lo has ambientado en Madrid.
ResponderEliminarDe nuevo te felicito.
Saludos.