domingo, 12 de mayo de 2013

Primavera OCHO



   



    A veces ocurre que al despertar cambia uno de opinión sobre las conclusiones del día anterior, de ese talante amanecí aquella mañana, el recelo hacia los divergentes caminos a los que podía llevarme una relación estable aguijoneaba mi ánimo, me aterraba equivocarme y pagar el precio. No es que hubiera decidido dejar de ver a Sara, ni siquiera rechazar el fin de semana planeado juntos, pero si un poco dejar que todo transcurriera por su propio cauce sin abandonar mis hábitos. O quizás variar alguno, la perenne soledad en la que me encerraba fuera de mis citas era malsana. Tenía que ver con mi tendencia al hastío, cualquier reiteración terminaba por aburrirme, rememoraba el pasado y envidiaba a aquel joven que con veinte años se asombraba en un concierto, en una obra de teatro o en un cine. Salía de ver el mejor Berger de Visconti y encendía un cigarrillo con la sensación  de haber captado un trozo de otro universo que de alguna manera me estaba vedado, embargado por una especie de melancolía agridulce que disolvería al rato en una caña de cerveza, anhelándolo. Eufórico tras un concierto de Barón Rojo o Mecano, gozoso de haber formado parte del rebaño y de haber compartido esa empatía tan peculiar que nos embarga en los actos colectivos y que para nada está sujeta comportamientos violentos o irracionales. Conversador a la salida del teatro, deseoso de exteriorizar las impresiones recibidas. Los garitos eran puertas abiertas a otros mundos y hacia ellos me deslizaba con entusiasmo como una sombra que se desgajara de su figura para perderme en disquisiciones metafísicas o mundanas bajo los efluvios de al absenta. La vida como unos botes de pintura ofreciéndoseme para pintar el cuadro. Pero todo eso se había diluido en el transcurso de los años y solo quedaba el tedio como respuesta a los estímulos exteriores, cualquier intento era engullido por mi apatía, tan solo el sexo conseguía diluir la estepa helada que me anegaba. El sexo y las hojas de Word que se acumulaban en mi portátil.
    Hasta ese momento no me había importado ser una especie de ameba indiferente adaptándome para pasar desapercibido entre la realidad circundante. Sara despertaba en mi esas partes dormidas y eso me asustaba, de pronto me apetecía compartir algo más que la piel, sentir el pálpito del mundo a su lado. Y las viejas cicatrices se despertaban para avisarme del peligro.
    De nuevo una mañana radiante me recibió camino de la casa de Afrodita, percibía el ímpetu que la savia imbuía a las plantas y la sensualidad con la que se exhibían las flores, la brisa gratificante y el olor del césped recién cortado, entre el velado ruido del tráfico cercano las aves entonaban su canto de apareamiento. Muy diferente del ambiente decadente que iba a recibirme en el domicilio hacia el que me dirigía, y que ni la decoración lechosa conseguía mitigar. Fue una sorpresa encontrarme al marido de Afrodita en la casa, sentado sobre a la mesa haciendo no sé qué y dándonos la espalda. Ni se molestó en volverse para presentarse cuando Afrodita le dijo quién era, tan solo elevó su brazo derecho y agitó la mano a modo de saludo, siguiendo con lo que fuera que hiciese. Aun estando de espaldas se podía apreciar que era un tipo grande y pesado, con el pelo casi blanco a causa de las canas, no fui capaz de aventurar su edad aunque parecía bastante mayor que su esposa. Cubría su envergadura con una bata granate que caía hacia los lados, debía estar desabrochada por delante. Afrodita me tomó de la mano y me sacó del salón, en el pasillo se boca buscó la mía y nos besamos, mal augurio para la negativa que le tenía preparada, su bata era roja, de seda, atisbé el sujetador diminuto y transparente, negro, acariciando su bata la acaricié a ella. Me condujo hasta la cocina, amplia y diáfana, impersonal, preparó un par de copas de jerez helado y abrió un paquete de jamón ibérico envasado al vacío. Era las once de la mañana y aún no tenía apetito, pero nunca rechazo los manjares. Ella me contemplaba entre traviesa y burlona, como si fuera un juguete, sin pronunciar palabra pero emitiendo señales con cada gesto de su cuerpo, con el peinado de paje hubiese resultado una Valentina perfecta. Ese pensamiento me provocó una erección, se acercó y frotó mi bragueta mientras me mordía la oreja.
    —Quiero que me folles sobre la mesa de la cocina —me susurró al oído.
    —Claro, para que nos pille tu marido.
    —Nunca entra en la cocina, no te preocupes —me guiñó buscando mi complicidad.
    Me desprendí de su abrazo para volver a llenar la copa.
    —Dijiste que era terrible, prefiero no arriesgarme a conocer su ira.
    Sonrió, maliciosa.
    —Pero no en ese aspecto. Le da igual lo que haga, me ignora por completo, solo me usa en sus reuniones sociales. Ya viste que ni se molestó en saludarte. Si acaso se quedaría mirando, le gusta mirar. Pero no vendrá, descuida.
    Me seguía recordando a Valentina, mi erección persistía, intenté cambiar de tema.
    —Sobre asunto del cuadro, no creo que sea buena idea.
    Se arrodilló y me desabrochó la bragueta.
    —No te preocupes por eso, esta todo arreglado. Hablé con tu empresa y llegamos a un acuerdo, quedamos en que tu comisión sería una sorpresa cuando estuviera firmada la póliza. Antes tienen que hacer algunas comprobaciones sobre la compraventa y el certificado de autenticidad —sacó mi polla y se la metió en la boca.
    No era momento para pensar, pero no pude evitar la sensación de haberme metido en una trampa de la que me iba a costar salir. La dejé hacer, miraba receloso hacia la puerta temiendo la aparición del marido. Lo mejor era terminar cuanto antes, la levanté y me puse tras ella, la tumbé sobre la mesa. Me bajé pantalones y slips y volqué la seda roja sobre su espalda, le bajé las bragas y mi mano buscó su coño, estaba empapada, gimió. Valentina también hubiera gemido, le busqué la posición y se la metí, le di con ganas. Volvió a gemir, ya desbocada. Mi mente se abandonó a los sentidos.
    Mientras se corría, escandalosa, intuí una mirada sobre mi espalda y volví la cabeza, no encontré a nadie. Se sentía tan rico que lo ignoré todo, pero vi una sombra deslizarse por el pasillo tras alcanzar el orgasmo. La calma trajo de nuevo mis preocupaciones e intenté evadirlas sirviéndome otro jerez y metiéndole mano al ibérico. Afrodita se abrazó a mi espalda en silencio y apoyó su cabeza sobre mi hombro.  De cintura para abajo seguíamos desnudos, fui consciente cuando acarició mis huevos, coloqué slips y pantalones donde estaban antes de empezar. Ella no se molestó en cubrirse, se sentó sobre la mesa y me ofreció su copa para que la llenara. El asunto del cuadro volvió a mi mente, a esas alturas si lo denunciaba la empresa pensaría que por qué no les había avisado con antelación y sospecharían sobre mi integridad, y no estaban los tiempos para jugarme el puesto de trabajo. Me sentí acorralado y clavé mi enfado en los ojos de Afrodita, pero ni se inmutó. Vació la copa de un trago y se fue hacia el frigorífico, sacó un plato con ostras y una botella de albariño.
    — ¿Nos vamos a la habitación? —preguntó. Aparqué el enfado para más tarde y asentí. Ni pensé en el marido. La creación de Guido Crepax se acomodó en mi cabeza.

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