A veces ocurre que al despertar
cambia uno de opinión sobre las conclusiones del día anterior, de ese talante
amanecí aquella mañana, el recelo hacia los divergentes caminos a los que podía
llevarme una relación estable aguijoneaba mi ánimo, me aterraba equivocarme y
pagar el precio. No es que hubiera decidido dejar de ver a Sara, ni siquiera
rechazar el fin de semana planeado juntos, pero si un poco dejar que todo
transcurriera por su propio cauce sin abandonar mis hábitos. O quizás variar
alguno, la perenne soledad en la que me encerraba fuera de mis citas era
malsana. Tenía que ver con mi tendencia al hastío, cualquier reiteración
terminaba por aburrirme, rememoraba el pasado y envidiaba a aquel joven que con
veinte años se asombraba en un concierto, en una obra de teatro o en un cine.
Salía de ver el mejor Berger de Visconti y encendía un cigarrillo con la
sensación de haber captado un trozo de
otro universo que de alguna manera me estaba vedado, embargado por una especie
de melancolía agridulce que disolvería al rato en una caña de cerveza,
anhelándolo. Eufórico tras un concierto de Barón Rojo o Mecano, gozoso de haber
formado parte del rebaño y de haber compartido esa empatía tan peculiar que nos
embarga en los actos colectivos y que para nada está sujeta comportamientos
violentos o irracionales. Conversador a la salida del teatro, deseoso de
exteriorizar las impresiones recibidas. Los garitos eran puertas abiertas a
otros mundos y hacia ellos me deslizaba con entusiasmo como una sombra que se
desgajara de su figura para perderme en disquisiciones metafísicas o mundanas
bajo los efluvios de al absenta. La vida como unos botes de pintura
ofreciéndoseme para pintar el cuadro. Pero todo eso se había diluido en el
transcurso de los años y solo quedaba el tedio como respuesta a los estímulos
exteriores, cualquier intento era engullido por mi apatía, tan solo el sexo
conseguía diluir la estepa helada que me anegaba. El sexo y las hojas de Word
que se acumulaban en mi portátil.
Hasta ese momento no me había importado ser
una especie de ameba indiferente adaptándome para pasar desapercibido entre la
realidad circundante. Sara despertaba en mi esas partes dormidas y eso me
asustaba, de pronto me apetecía compartir algo más que la piel, sentir el
pálpito del mundo a su lado. Y las viejas cicatrices se despertaban para
avisarme del peligro.
De nuevo una mañana radiante me recibió
camino de la casa de Afrodita, percibía el ímpetu que la savia imbuía a las
plantas y la sensualidad con la que se exhibían las flores, la brisa
gratificante y el olor del césped recién cortado, entre el velado ruido del
tráfico cercano las aves entonaban su canto de apareamiento. Muy diferente del
ambiente decadente que iba a recibirme en el domicilio hacia el que me dirigía,
y que ni la decoración lechosa conseguía mitigar. Fue una sorpresa encontrarme
al marido de Afrodita en la casa, sentado sobre a la mesa haciendo no sé qué y
dándonos la espalda. Ni se molestó en volverse para presentarse cuando Afrodita
le dijo quién era, tan solo elevó su brazo derecho y agitó la mano a modo de
saludo, siguiendo con lo que fuera que hiciese. Aun estando de espaldas se
podía apreciar que era un tipo grande y pesado, con el pelo casi blanco a causa
de las canas, no fui capaz de aventurar su edad aunque parecía bastante mayor
que su esposa. Cubría su envergadura con una bata granate que caía hacia los lados,
debía estar desabrochada por delante. Afrodita me tomó de la mano y me sacó del
salón, en el pasillo se boca buscó la mía y nos besamos, mal augurio para la
negativa que le tenía preparada, su bata era roja, de seda, atisbé el sujetador
diminuto y transparente, negro, acariciando su bata la acaricié a ella. Me
condujo hasta la cocina, amplia y diáfana, impersonal, preparó un par de copas
de jerez helado y abrió un paquete de jamón ibérico envasado al vacío. Era las
once de la mañana y aún no tenía apetito, pero nunca rechazo los manjares. Ella
me contemplaba entre traviesa y burlona, como si fuera un juguete, sin
pronunciar palabra pero emitiendo señales con cada gesto de su cuerpo, con el
peinado de paje hubiese resultado una Valentina perfecta. Ese pensamiento me
provocó una erección, se acercó y frotó mi bragueta mientras me mordía la
oreja.
—Quiero que me folles sobre la mesa de la
cocina —me susurró al oído.
—Claro, para que nos pille tu marido.
—Nunca entra en la cocina, no te preocupes
—me guiñó buscando mi complicidad.
Me desprendí de su abrazo para volver a
llenar la copa.
—Dijiste que era terrible, prefiero no
arriesgarme a conocer su ira.
Sonrió, maliciosa.
—Pero no en ese aspecto. Le da igual lo que
haga, me ignora por completo, solo me usa en sus reuniones sociales. Ya viste
que ni se molestó en saludarte. Si acaso se quedaría mirando, le gusta mirar.
Pero no vendrá, descuida.
Me seguía recordando a Valentina, mi
erección persistía, intenté cambiar de tema.
—Sobre asunto del cuadro, no creo que sea
buena idea.
Se arrodilló y me desabrochó la bragueta.
—No te preocupes por eso, esta todo
arreglado. Hablé con tu empresa y llegamos a un acuerdo, quedamos en que tu
comisión sería una sorpresa cuando estuviera firmada la póliza. Antes tienen
que hacer algunas comprobaciones sobre la compraventa y el certificado de
autenticidad —sacó mi polla y se la metió en la boca.
No era momento para pensar, pero no pude
evitar la sensación de haberme metido en una trampa de la que me iba a costar
salir. La dejé hacer, miraba receloso hacia la puerta temiendo la aparición del
marido. Lo mejor era terminar cuanto antes, la levanté y me puse tras ella, la
tumbé sobre la mesa. Me bajé pantalones y slips y volqué la seda roja sobre su
espalda, le bajé las bragas y mi mano buscó su coño, estaba empapada, gimió.
Valentina también hubiera gemido, le busqué la posición y se la metí, le di con
ganas. Volvió a gemir, ya desbocada. Mi mente se abandonó a los sentidos.
Mientras se corría, escandalosa, intuí una
mirada sobre mi espalda y volví la cabeza, no encontré a nadie. Se sentía tan
rico que lo ignoré todo, pero vi una sombra deslizarse por el pasillo tras
alcanzar el orgasmo. La calma trajo de nuevo mis preocupaciones e intenté
evadirlas sirviéndome otro jerez y metiéndole mano al ibérico. Afrodita se
abrazó a mi espalda en silencio y apoyó su cabeza sobre mi hombro. De cintura para abajo seguíamos desnudos, fui
consciente cuando acarició mis huevos, coloqué slips y pantalones donde estaban
antes de empezar. Ella no se molestó en cubrirse, se sentó sobre la mesa y me
ofreció su copa para que la llenara. El asunto del cuadro volvió a mi mente, a
esas alturas si lo denunciaba la empresa pensaría que por qué no les había
avisado con antelación y sospecharían sobre mi integridad, y no estaban los
tiempos para jugarme el puesto de trabajo. Me sentí acorralado y clavé mi
enfado en los ojos de Afrodita, pero ni se inmutó. Vació la copa de un trago y
se fue hacia el frigorífico, sacó un plato con ostras y una botella de
albariño.
— ¿Nos vamos a la habitación? —preguntó.
Aparqué el enfado para más tarde y asentí. Ni pensé en el marido. La creación
de Guido Crepax se acomodó en mi cabeza.
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