Prólogo
Tuve que tomarme un tiempo de descanso, pasado el cual vuelvo a la cancha.
Amenazas
Peña
Después de comer con Daniela visité a mi
cliente para ponerle al día, también para evitarle gastos superfluos. Dado el
cariz que estaban tomando los acontecimientos dudaba que siguiera en el punto
de mira del asesino, el escolta ya no era necesario.
—Prefiero continuar con él —me dijo—. Ese
desalmado no ha dudado en ejecutar a esos dos empleados de la mensajería,
cualquiera sabe cómo funciona su cerebro. ¿Y dices que llegará mañana la
abogada argentina? Estoy deseando saber que tiene que contarnos.
—Quizás solo intente establecer una cortina
de humo entre el asesino y su cliente, me pareció entender como si fuera algo
que se les hubiera ido de las manos.
Losada salió un momento y regresó con la
botella de Jack Daniels y dos vasos.
— ¿Hielo? —preguntó.
—Así está bien.
Sirvió tres dedos en cada vaso.
—Hay que averiguar que ha sido de
Aguirreche. Esa mujer seguro que lo sabe.
Me alegró oírle decir aquello, significaba
que estaba decidido a llevar la investigación hasta el final.
—Una cosa es que lo sepa y otra que quiera
contárnoslo —tenía mis serias dudas—. Es más, no me extrañaría que trajera
algún documento firmado por el propio Aguirreche en el que diga que está bien y
que le dejemos en paz.
—No vamos a conformarnos con eso —dijo
tajante—. Me da igual donde se encuentre, iré a verle allá donde esté. Solo le
creeré si me lo dice en persona. Y si le ha ocurrido algo daremos cuenta a la
policía. A la española, a la argentina, y a la que haga falta.
—La policía ya está metida en el ajo. Pero
tendremos que andarnos con pies de plomo, sean quienes sean los que están
detrás de todo esto sin duda tienen recursos. Y pocos escrúpulos, puesto que
alguno de ellos contrató al asesino.
Losada me miró a los ojos, buscaba
respuestas.
— ¿No te vendrá esto demasiado grande? Sé a
lo que os dedicáis los detectives en España y no quiero ponerte en peligro. Los
asesinos son asunto de la policía.
Me daba la oportunidad de salirme del caso,
se le notaba que era buena gente aunque hubiese nacido en el seno de una
familia poderosa. Pensé en Daniela y en su seguridad, pero siempre me gustaron
los desafíos.
—A cada cual, lo suyo. Con despachos de
abogados de por medio nadie pondrá mucho empeño en encontrar a Aguirreche.
Terminemos lo que comenzamos.
Me dedicó una sonrisa agradecida, estábamos
en el mismo barco. Allí había terminado por el momento y me despedí. Cuando
salí a la calle llamé a Muñoz-Seca, por si había noticias, quiso estar presente
en la entrevista con la abogada pero le convencí de que era mejor que se
quedara como último cartucho en la retaguardia hasta que supiéramos un poco más
del asunto. Según sus informes la
abogada estaba limpia, aunque su actuación profesional era discreta o no
constaba. Pero además del título de abogada, que había conseguido por la
universidad a distancia, tenía un doctorado en ingeniería ambiental, un dato
harto curioso. La entrevista se prometía interesante.
Cuando llegué a lo de Daniela la pastelería
había cerrado. Ya había aparcado el coche y ni ganas de volver a cogerlo,
caminé hacia su casa. Le divisé parado en el cruce de la Avd. Doctor Esquerdo,
confirmando mis presagios. Ni a Daniela ni a Paco los pude ver, debían ir mucho
más adelante. Estaba lejos de mí pero era él, sin duda, sus mismos andares y
sus mismos gestos, en el oficio nos solemos fijar en esos detalles. Llevaba un
gorro de lana cubriéndole la cabeza y un abrigo oscuro. Para mi sorpresa no se
encaminó hacía la casa de Daniela, sino que al cruzar torció hacia la Avd.
Ciudad de Barcelona. De pronto apresuró el paso y se perdió en la boca del
metro. Intenté seguirle, pero me sacaba distancia y cuando llegué ya era
demasiado tarde, me pateé andenes y pasillos sin resultados. Por mucha prisa
que se diese Muñoz-Seca en montar un dispositivo sería inútil, pero puede que
por las cámaras supiéramos su estación de destino. Seguramente se habría bajado
en cualquier parada para tomar un taxi o un autobús, pero había que intentarlo.
Le llamé para que hiciese las llamadas pertinentes y que me permitiesen
visualizar las cámaras acompañado de un inspector y luego llamé a Daniela para
decirle que también esa noche llegaría tarde a verla, pero que necesitábamos
hablar. Otro telefonazo a Paco para que no abandonara la vigilancia hasta que
llegase.
Cónclave
Estaba demasiado mayor para afrontar esa
clase de problemas. Y ni siquiera estaba seguro de compartir lo que había
descubierto con los otros dos miembros del Cónclave, podían acusarle de
interferir en la política interna de la Hermandad. Ellos debían limitarse a
defenderla de los peligros exteriores, pero su frontera era una línea difícil
de delimitar. ¿No era Bermúdez un peligro exterior por mucho que actuase bajo
las órdenes del Director de Seguridad? Además, Houari era miembro de pleno
derecho del Cónclave, los jefe de los Assassins siempre lo habían sido aunque
no participasen en todas las reuniones, cualquier decisión precisaba de su voto.
Y la institución tenía el derecho de defenderse de cualquier peligro. En esta
ocasión la amenaza tenía su origen en una decisión del Jefe de Seguridad, una
cuestión en apariencia interna, pero Roth había ordenado a Bermúdez que
eliminara a Houari cuando llegara a España. La injerencia del Cónclave estaba
más que justificada para proteger la vida de uno de sus miembros, eso lo tenía
claro. ¿Pero cómo justificar el espionaje al que había sometido las
comunicaciones de Roth?
Atravesó la puerta decidido a asumir sus
responsabilidades. El aire acondicionado se había estropeado en aquel sector de
las instalaciones y el calor era sofocante. Adriana Barbosa paseaba como una
fiera enjaulada, ahuecando el vestido por el escote y abanicando tanto la cara
como sus voluminosos senos.
— ¿Tan importante era que no podía esperar
a que arreglaran el aire? —le espetó apenas cruzó la puerta.
Chung le sonrió, condescendiente con el mal
humor de Adriana. Su cuerpo menudo flotaba en la holgada sahariana.
—Me temo que sí, el asunto es de
trascendental importancia —contestó Neville, contándoles a continuación lo que
había averiguado.
Tanto el rostro de Adriana como el de Chung
reflejaron la gravedad de los hechos a medida que se iban enterando. Ella fue
la primera en intervenir.
—Hay que pararle los pies como sea, ese
hombre se ha vuelto un peligro —su dedo acusador señaló a Neville—. Lo que no
quita para que hayas contravenido las directrices del Cónclave, no tenías
derecho a espiarlo. Esa no es nuestra función.
—Depende de cómo se mire —Chung intervino,
conciliador—. Bermúdez es un peligro exterior, aunque esté bajo las órdenes de
Roth. Diría que el espionaje al Director de Seguridad está justificado.
Adriana Barbosa frunció el ceño.
—Ambos sabéis que no es así —no estaba
dispuesta a dar su brazo a torcer—, pero
vamos a dejar esa cuestión para más adelante. Ahora lo que debemos hacer es
atajar el problema, tenemos que destituir a Roth como sea.
—Exacto, hay que ponerle el cascabel al
gato —dijo Neville.
—Se puede presentar una moción de censura al Consejo, aportando
los datos que tenemos —sugirió Chung— ¿Habéis grabado la conversación entre
Roth y Bermúdez?
Neville asintió.
—Y Aicha puede intervenir por videoconferencia
—apuntó Adriana—. Eso le daría fuerza legal a la denuncia dentro del Consejo.
¿Pero quién presentará la denuncia? Nosotros no podemos, de ninguna manera
podemos evidenciarnos públicamente, nuestra misión prevalece por encima de
cualquier otra consideración.
—Que lo haga Aicha —a Chung le pereció lo
más consecuente.
Neville sonrió a sus amigos.
—Sé que tratáis de salvarme, pero es
responsabilidad mía. Yo plantearé la denuncia ante el Consejo y renuncio a mi
puesto en el Cónclave. Aicha me sustituirá cuando vuelva, así que ella tampoco
intervendrá, no es conveniente. Me creo con suficiente fuerza moral dentro del
Consejo como para presentarlo como una decisión personal, que al fin y al cabo
es lo que fue. Diré que una persona de confianza escuchó una conversación
sospechosa por causalidad y que por ello mandé intervenir las líneas del
Director de Seguridad.
—Pero te pedirán que reveles el nombre de
esa persona —objetó Adriana.
—Me negaré y asumiré las consecuencias. Si
es preciso también renunciaré a mi puesto en el Consejo.
—No puedes renunciar a tu puesto —Chung se
mostró firme—. La ubicación de la sede de la Hermandad aún no se ha resuelto y
darías ventaja a los partidarios de Kazajistan.
—No creo que sea preciso, pero si lo fuera
no supondría mayor problema. Fue Roth cuando ejercía como Mayor el que propuso
la ubicación en Kazajistan, no me costará desprestigiar ese enclave tras su
destitución, incluso aunque me viera obligado a dimitir.
Dejaron de poner objeciones, sabían que
llevaba razón.
—Tu marcha es premonitoria de la nuestra
—sentenció Adriana con deje melancólico.
Neville hizo un gesto de rechazo.
—Algún día, por supuesto, pero no ahora,
aún os queda camino por recorrer. Tenéis cuerda para rato.
— ¿Has avisado a Houari del peligro que
corre? —Chung, menos dado a los impulsos sentimentales, matizaba lo importante.
—En cuanto aterricen lo haré. Faltan un par
de horas.
Adriana se escabulló hacia la cocina y
regresó con una botella de Caipiriña helada y tres vasos.
—La guardo para las ocasiones especiales.
Esta lo es, y mucho. Brindemos.
Zaza
Un domingo, faltando dos semanas para que
comenzara el curso, le dijo que preparara la maleta, que a la semana siguiente
viajaría con él, no le quiso decir dónde. Hacía seis meses que se había sacado
el pasaporte a instancias de Elio y de alguna manera estaba esperando el viaje,
aun así le excitó mucho la idea de poder viajar al extranjero y por la noche
le costó conciliar el sueño. Viajaron en primer lugar a París y luego a
Praga, Elio actuando de cicerone y ella extasiándose con todo lo que él le
enseñaba, no solo los lugares emblemáticos que servían de reclamo para los
turistas sino también los rincones mágicos y aquellos que rezumaban la esencia
y la vida de las dos ciudades. Hasta que subieron a aquel quinto piso junto a
una de las orillas del rio Moldava repleto de muebles viejos y llenos de polvo
fue un viaje maravilloso. Pensó que la maleta que portaba Elio, que había
recogido de una tienda de antigüedades, contenía dinero, seguía creyendo que se
dedicaba al blanqueo de dinero y cuando le entregó los guantes para que se los
pusiera antes de subir creyó que sería para no dejar huellas y que iba a
presenciar alguna entrega de efectivo. La llave que utilizó para abrir la
puerta era nueva y le costó encajarla en la gastada cerradura, el piso estaba
vacío a excepción de aquellos muebles que habían conocido su esplendor hacía
muchos lustros, olía a cerrado pero también a usado, e imaginó que sus últimos
habitantes lo tuvieron que ser por mucho tiempo, dejando a su marcha su olor
impregnado en las paredes. Por la falta de huellas en el polvo del suelo dedujo
que pocas personas habían pisado su entarimado en las últimas semanas. Elio
depositó la maleta junto a una ventana cubierta por una amarillenta cortina que
en su día debió ser de color crema y atisbó el exterior sin descorrerla,
después se arrodilló en el suelo y abrió la maleta, en su interior albergada
uno de sus rifles de precisión desmontable en piezas que comenzó a ensamblar.
Ella no pudo evitar un mal presentimiento pero se resistía a creerlo, trató de
buscar una explicación en su mente que justificara la escena.
—A esto me dedico, mató por dinero —la voz
de su mentor disipó cualquier duda posible.
La antigua Zaza habría tenido un ataque de
pánico ante una revelación de tal calibre, pero él le había enseñado a
controlar su cuerpo y sus emociones. Aun así no supo que decir.
—A gente indeseable —continuó Elio— Si bien
es cierto que los que me pagan no son menos indeseables. Sé cómo te sientes, es
difícil de digerir, pero tampoco es tan terrible como parece. De no ser yo otro
lo haría, solo soy un instrumento. Y a los que mato son criminales, el mundo
está mejor sin ellos.
No siempre era así, como averiguaría con
el tiempo, pero en esos momentos se aferró a esa afirmación como si fuera su
tabla de salvación, necesitaba una justificación para no huir echando a perder
todo lo que él le proporcionaba. También era lo suficientemente lista para
comprender que abandonarlo implicaba un peligro de muerte, no iba a dejarla
marchar ahora que lo sabía. Y de alguna forma él lo había preparado en aquellos
años que llevaban juntos, le había enseñado a valorar la vida que ahora llevaba
y le había creado una dependencia de todo lo que él significaba para ella. No
fue hasta que conoció a Noe que comprendió que la relación con Elio había sido
insana, no solo por la naturaleza de su profesión y porque la hubiera
arrastrado a emularlo, sino porque había deformado sus emociones y valores para
adaptarlos a su realidad, como si ella fuera la discípula y el maestro en una
especie de secta formada por ambos. Y ni el paso del tiempo ni su muerte habían
conseguido que se librara totalmente de su influjo. Elio siempre estaba ahí en
un rincón de su mente, era un cabronazo que la había mangoneado a su antojo
pero también le había abierto la puerta a un mundo que nunca hubiese alcanzado
por sí misma, aunque Noe se empeñara en lo contrario.
Ahora podía verlo todo desde otra
perspectiva, gracias a Noe, le estaba costando desprenderse de la herencia
dejada por Elio pero poco a poco lo estaba consiguiendo, redefinía sus valores.
Había conocido a más gente condicionada completamente por su entorno que
asumían como verdadera una concepción de la vida parcial y tergiversada,
existían muchas clases de sectas en la sociedad.
El sistema empleado por Elio, aséptico y a
distancia, contribuyó a que todo pareciese menos tortuoso. Mientras armaba su
rifle en aquel piso de Praga le fue dando datos de su futura víctima. Se
trataba de un tratante de blancas, un sádico que disfrutaba causándoles daño a
las mujeres. Se le suponían varios asesinatos por ajustes de cuentas y se le
achacaba la responsabilidad en la desaparición de al menos tres cuya última
dirección conocida estaba vinculada a alguno de sus prostíbulos de lujo. Pero
no era por eso que el contratista que había encargado su eliminación a Elio
deseaba su desaparición, evidentemente ellos, pues se trataba de la familia
Veronesi, solo pretendían quitar de en medio a un rival molesto en los
negocios. Casi siempre se trataba de los Veronesi, una familia mafiosa,
terminaría por conocerlos y hasta tuvo una especie de romance con el sobrino
del capo, pero frente a la ventana del piso de Praga solo sabía que Elio se
disponía a matar a un hombre y que no terminaba de digerirlo. Los preparativos
le resultaron familiares, no diferían mucho de los que ensayaba con Elio en la
nave cuando practicaban el tiro al blanco, y los maniquíes de goma sobre los
que disparaban cobraban ahora todo su significado. Pasaron las siguientes horas
en espera, Elio no insistió en tratar de justificar lo que hacía y trató de
llevar la conversación como si estuvieran una tarde cualquiera en el salón de
casa, era ella la que trataba de encontrar excusas en su mente para que su
mundo no se derrumbara. Sin duda un sádico que torturaba y mataba mujeres se
merecía la muerte, esa clase de gente no se reformaba, le preguntó a Elio si
después de todo no iban a cambiar un lobo por otro y este le respondió que solo
en el sentido de que seguirían vendiendo su cuerpo, pero que quien le había
contratado enfocaba aquello como un negocio y no le gustaba maltratar la
mercancía, que estarían mucho mejor bajo su protección. No insistió, por mucho
que tratase de buscar razones no iba a encontrar un sentido moral a que él
fuera un asesino a sueldo, se veía incapaz de denunciarlo después de todo lo
que había hecho por ella y asumió que tras hacerla partícipe de su secreto no
iba a dejarla marchar, se trataba de una política de hechos consumados que
tendría que asumir hasta que decidiese que rumbo tomar, si es que encontraba
fuerzas para asumir una decisión contraria a las intenciones de su mentor.
En el transcurso de la tarde Elio la hizo
mirar varias veces por la mira telescópica, que enfocaba un portal de la otra
orilla. De alguna manera la distancia restaba dramatismo al hecho, no existiría
conversación por medio con el objetivo ni tensión en el momento de abatirlo, al
cabo parecería como uno de esos disparos efectuados en la pantalla de un
videojuego, incluso menos emocionante. O así trato de interpretarlo para poder
digerirlo. Y en cierta forma así fue, a las ocho de la tarde Elio tomó posición
y no separó el ojo de la mira telescópica hasta media hora después, cuando su
dedo apretó el gatillo. El ruido del disparo fue amortiguado eficazmente por el
silenciador, a ella le recordó el restallido de un látigo, algo muy diferente
al estruendo de un disparo libre. La habitación estaba a oscuras, no había
manera que desde el lugar en que había caído batido el objetivo pudieran
distinguir nada. Elio la hizo observar por la mira telescópica, el cuerpo
apenas era visible porque los viandantes se iban acumulando a su alrededor, ni
siquiera se apreciaba que hubiera una mancha de sangre a causa de la herida
abierta por la bala, la lente establecía una especie de ajenidad con la escena
colocándolos en una especie de realidad diferente, como si lo que estuviesen contemplando
fuera una película. Elio la apartó del fusil y precedió a desmontarlo, apenas
pronunciaría palabras hasta que volvió a desprenderse de la maleta
sumergiéndose en el portal que había junto a la tienda de antigüedades, cerrada
ya para el público. Luego se dirigieron a un restaurante donde tenían mesa
reservada, sin duda Elio la había elegido pues estaba alejada de las otras
mesas, lejos de oídos indiscretos. Fue en esa mesa donde defendió su modo de
vida y trazó las líneas para embarcarla a ella en aquella faceta de su vida.
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