La empresa me enviaba cada dos
meses, para recoger las traducciones y entregar nuevo material de trabajo.
Residían en un chalecito antiguo, de techos altos, hacia el final de la calle;
rodeado por un patio de losetas rojas que contenía un pequeño estanque habitado
por jacintos y nenúfares. Una ingente cantidad de macetas se confabulaba para
formar un jardín excelso. Me chocaba que el estanque siempre apareciese
cristalino.
La casa tenía grandes ventanales y enormes aleros, con las paredes
exteriores pintadas de color ocre, que asomaba por los pocos espacios que
dejaba libre la hiedra. Ignoro quién sería el jardinero, pero sin duda empleaba
dedicación y esmero en el cuidado de las trepadoras y del pequeño vergel
surgido de las macetas. El hecho de que nunca se cruzara en mi camino lo
achacaba yo al afán metódico que regía mis horas, que me llevaba a presentarme
en la casa a las cinco en punto de la tarde; hora en que le suponía disfrutando
de un merecido descanso.
Imaginaba que Víctor y Daniela eran, como yo, personas de costumbres,
porque invariablemente los encontraba en el salón, ella junto a los ventanales,
pintando un óleo impresionista, y él sobre el suelo de parqué, anclado a uno de
sus ciclópeos puzles. Desaparecían ambos al verme llegar, Daniela se apresuraba
hacia la cocina para prepararme una taza de café negro, Víctor subía a las
habitaciones superiores para ordenar las traducciones que había de entregarme.
Yo me quedaba contemplando el cuadro de turno, siempre una imagen del patio
ajardinado, jamás desde el mismo encuadre.
Cuando volvía Daniela yo me sentaba en el sillón rojo y ella regresaba a
su óleo. A esa hora el sol perfilaba su figura bajo el indefectible vestido de
lino blanco. Nunca supe discernir su edad, fluctuaba según la cantidad de luz
que entraba por los ventanales, se me antojaba a mí, lo que no afectaba a la
belleza que irradiaba, delicada y voluptuosa. Víctor siempre me sorprendía
admirándola, entre sorbo y sorbo.
— ¿Verdad que es preciosa? —se jactaba ufano.
El pudor me impedía contestar. Él regresaba al enigma de sus puzles y yo
alargaba la degustación del café durante diez minutos más, mientras disfrutaba
de Daniela. Después, no habiendo motivo que justificara mi estancia, me veía
obligado a dar por finalizada mi visita. Víctor se despedía desde el suelo, con
un gesto de su mano. Ella se acercaba hasta mí y besaba la comisura de mis
labios, en la mitad de un susurro que nunca supe descifrar.
Al cerrar la puerta del patio a mis espaldas parecía emerger de un
sueño. Quedaba en mí una sensación de desdicha, también de cobardía, como si
hubiese entreabierto la entrada a un mundo mágico y no hubiese sido capaz de
atravesar el umbral.
Durante dos años, cada dos meses, acudí puntualmente a mi cita. A medida
que pasaban los meses los intervalos se me antojaban espacios vacíos, parecía
que la vida se difuminara, carente de sentido. Los días previos trazaba planes
para modificar el guion, empeñado en prolongar la duración de mis visitas.
Bastaría una conversación intrascendente, un halago sobre sus habilidades,
incluso un comentario a propósito del patio. Pero luego todo se quedaba en
intenciones, volvía a salir tan sólo con la pregunta de Víctor — ¿verdad que es
hermosa?—, y el susurro de Daniela en mis labios. Ni una sola de las veces me
atreví a prolongar los diez minutos.
El primer indicio de que algo comenzaba a cambiar lo encontré en el
estanque, la tarde que hallé sus aguas turbias. Luego fui observando pequeños
detalles, un trozo de pintura caído del techo, una cucaracha escabulléndose
hacia la cocina, una tarde nublada robando la luz a los ventanales. Cambios
casi imperceptibles que por sí mismos no significaban nada, pero que aunados se
engarzaban en una alerta silenciosa, llenándome de inquietud. La progresiva
decoloración de las plantas y los cada vez más frecuentes crujidos provenientes
de la estructura de la casa me convencieron de que algo anormal estaba
sucediendo, despertando mí angustia.
Finalmente Víctor y Daniela también se vieron afectados. Él en el gesto
impaciente de su rostro, le sorprendía mirándome expectante, casi desesperado,
implorante, como si de mí dependiese algo importante. Daniela reaccionó de
forma diferente. Clavaba la intensidad de sus ojos negros en los míos, una
mirada sensual, cargada de deseo pero no solamente de deseo, invitándome a
romper las normas; lo que no evitaba que día a día la opacidad se fuera
adueñando de su sonrisa.
Contra la costumbre de dejar la puerta abierta para que pasara, una
tarde salió Víctor a recibirme. Su figura colapsaba la entrada. Me entregó el
paquete con las traducciones.
—Todo se acaba, amigo, incluso los sueños —me dijo en voz queda.
¿Me pareció oír un lamento descendiendo por las enredaderas? Víctor
tenía el pelo revuelto y la mirada desencajada. Tras de él, solo se atisbaban
sombras. Yo no sabía que decir, le mostré el paquete que me habían entregado en
la oficina.
— ¿No lo quieres? —pregunté, consciente de no estar diciendo nada.
Él puso su mano sobre mi hombro.
—Lo intentamos, pero no pudo ser. Ahora debes marcharte.
¿Que había querido decir? Intuí que de alguna manera se refería a los
sueños, a la magia, puede que al amor. O al menos quise creerlo.
Cerró la puerta ante mis narices. Estuve tentado de aporrearla, pero no
reuní el coraje suficiente. Mientras caminaba hacia la salida escuché una
melodía desgarrada que me llegaba desde el interior de la casa.
Las losetas rojas del patio comenzaban a desdibujarse cuando crucé la
verja.
Durante meses me arrepentí de no haber aporreado la puerta.
Luego volví a instalarme en la regularidad de mis días, rodeado por un vacío
reconfortante.
No volví a verlos. Ya ni recuerdo la ubicación de la calle.
Me encuentro frente a un relato, que de nuevo, inicia con la descripción de bosques, paisajes y plantas. Como si llevaras un cachito de todo ello grabado en la piel. La historia se torna cálida y palpamos como se siente el protagonista,sin duda debe ser una especie de cielo. Entonces, vemos que el interés no es solo hacía ella,si no a todo lo que hay ahí. El jardín,la pintura, Victor... Entonces recuerdo películas como Vicky Cristina Barcelona y Los Soñadores, donde ese trío tiene un matiz bello y huele a trágico. Pero es un triangulo que funciona a través de las tres partes,y sin una de ellas otra flaquea.En este relato, se queda en el inicio y en la pasión que no llega a ser carnal, al contrario que en las películas que he nombrado. Aún así se siente igual de real. Llegan los cambios y con ellos el final del paraíso. Se intentó y solo quedó un pecador intentando golpear las puertas del cielo. Cuando este ya no es cielo.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.