Asomaba la primavera, podía verlo
en las pequeñas flores blancas y sonrosadas de los almendros y cerezos que
adornaban la avenida, lo sentía en mi entrepierna y en mi corazón inquieto, en el bullicio de mi sangre. Repitiendo el rito desempolvaría el listado y comenzaría
la espiral de encuentros ávidos de carne y sexo, de los que no se atreven a
liberar sus sentimientos, cobardes o maniatados. Algunos demasiado cansados
para rememorar los tiempos del pan y cebolla, temerosos de perder su pequeña
porción de paraíso adoquinado y su seguridad ficticia, a la que se anclaban
para no caer en el abismo. Mera cuestión de alternativas y elecciones. Otros,
hastiados de haber librado batallas descomponiendo su universo y creando otro
para terminar nuevamente tragados por la rutina y el desencanto.
A ese club selecto pertenecía,
necesariamente clandestino, de sentimientos soterrados. Imposible de
desenvolverse en él sin un acento de cinismo. Nada que ver con el entusiasmo de
los bohemios, aunque no dudábamos en utilizarlos como víctimas propiciatorias,
desgranando con naturalidad los engaños con que los envolvíamos para llegar
hasta su piel. Acaso, también, para sentir por unas horas el calor de sus
convicciones. Y sin embargo había un halo desprovisto de mentiras en los encuentros
de los que éramos iguales y afines, usábamos de las meras formalidades para
articular las citas y sabiendo que podíamos desprendernos de cualquier
fingimiento nuestras sonrisas fluían sinceras y virginales. Venía luego la
hecatombe del sexo, en la que inmolábamos la piel hasta un paroxismo que tenía
una mezcla de placer y sacrificio, de éxtasis sublimando la carne, de gozo puro
y delirante.
El dolor que infringe el vaivén de la vida
puede devenir en ostracismo, en caparazón y aislamiento, pero también puede
abocar en sensibilidad a flor de piel y en carne viva. Mientras caminaba por el
paseo arbolado que iba a conducirme hacia los secretos que guardaba aquella
casa me dejaba llevar por el mar de sensaciones que los brotes primaverales
regalaban tan generosamente, indicios claros de lo que estaba por venir. El
olor a tierra mojada y el del humus que en los jardines avivaban la llama de la
vida en las semillas enterradas, el canto alegre de jilgueros y verderones, la
sonrisa en los labios de las ninfas que en sus múltiples acepciones me cruzaba
en el camino, el susurro del agua y el ímpetu de las diminutas hojas que
comenzaban a crecer en las ramas anhelantes. La vivienda se ubicaba en la
segunda planta de un inmueble de reminiscencias eclécticas ensombrecido por la
contaminación urbana. Fabulaciones de continente y contenido llevaba para
ofrecer a sus propietarios a instancias de un pariente contento con nuestros
servicios.
Encontré la puerta abierta y la cerré a mis
espaldas. Una voz me invito a atravesar un angosto pasillo decorado con tapices
de macramé y avancé hacia la única hoja que permanecía abierta. Me sorprendió
la luminosidad de la estancia, decorada en tonos ocres y blancos y dotada de
amplios ventanales, la propietaria haciendo juego ataviada con una túnica
blanca hasta medio muslo, reverberando sus formas, algo en ella me hizo pensar
en una Afrodita melancólica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario