miércoles, 20 de marzo de 2013

Primavera UNO



Asomaba la primavera, podía verlo en las pequeñas flores blancas y sonrosadas de los almendros y cerezos que adornaban la avenida, lo sentía en mi entrepierna y en mi corazón inquieto, en el bullicio de mi sangre. Repitiendo el rito desempolvaría el listado y comenzaría la espiral de encuentros ávidos de carne y sexo, de los que no se atreven a liberar sus sentimientos, cobardes o maniatados. Algunos demasiado cansados para rememorar los tiempos del pan y cebolla, temerosos de perder su pequeña porción de paraíso adoquinado y su seguridad ficticia, a la que se anclaban para no caer en el abismo. Mera cuestión de alternativas y elecciones. Otros, hastiados de haber librado batallas descomponiendo su universo y creando otro para terminar nuevamente tragados por la rutina y el desencanto.
    A ese club selecto pertenecía, necesariamente clandestino, de sentimientos soterrados. Imposible de desenvolverse en él sin un acento de cinismo. Nada que ver con el entusiasmo de los bohemios, aunque no dudábamos en utilizarlos como víctimas propiciatorias, desgranando con naturalidad los engaños con que los envolvíamos para llegar hasta su piel. Acaso, también, para sentir por unas horas el calor de sus convicciones. Y sin embargo había un halo desprovisto de mentiras en los encuentros de los que éramos iguales y afines, usábamos de las meras formalidades para articular las citas y sabiendo que podíamos desprendernos de cualquier fingimiento nuestras sonrisas fluían sinceras y virginales. Venía luego la hecatombe del sexo, en la que inmolábamos la piel hasta un paroxismo que tenía una mezcla de placer y sacrificio, de éxtasis sublimando la carne, de gozo puro y delirante.
    El dolor que infringe el vaivén de la vida puede devenir en ostracismo, en caparazón y aislamiento, pero también puede abocar en sensibilidad a flor de piel y en carne viva. Mientras caminaba por el paseo arbolado que iba a conducirme hacia los secretos que guardaba aquella casa me dejaba llevar por el mar de sensaciones que los brotes primaverales regalaban tan generosamente, indicios claros de lo que estaba por venir. El olor a tierra mojada y el del humus que en los jardines avivaban la llama de la vida en las semillas enterradas, el canto alegre de jilgueros y verderones, la sonrisa en los labios de las ninfas que en sus múltiples acepciones me cruzaba en el camino, el susurro del agua y el ímpetu de las diminutas hojas que comenzaban a crecer en las ramas anhelantes. La vivienda se ubicaba en la segunda planta de un inmueble de reminiscencias eclécticas ensombrecido por la contaminación urbana. Fabulaciones de continente y contenido llevaba para ofrecer a sus propietarios a instancias de un pariente contento con nuestros servicios.
    Encontré la puerta abierta y la cerré a mis espaldas. Una voz me invito a atravesar un angosto pasillo decorado con tapices de macramé y avancé hacia la única hoja que permanecía abierta. Me sorprendió la luminosidad de la estancia, decorada en tonos ocres y blancos y dotada de amplios ventanales, la propietaria haciendo juego ataviada con una túnica blanca hasta medio muslo, reverberando sus formas, algo en ella me hizo pensar en una Afrodita melancólica.

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