Tormenta
Aguirreche
Había tenido que ser Neville al cruzarse
con él en el pasillo, recordaba también haberse cruzado con Roth unos metros
más allá. Anunciaban la muerte del consejero cuando encontró en el bolsillo el
pendrive y no relacionó una cosa con la otra hasta que conectó el dispositivo
al ordenador. Lo que allí decía era grave y acusaba al Director de Seguridad,
fue entonces cuando recordó que Roth seguía la misma dirección que Neville,
hacia la salida que se adentraba en la selva. Confirmaba de alguna forma las sospechas
que albergaba Horacio Almendros sobre la honestidad del Director de Seguridad y
le hacía consciente del peligro que corría. Si tenía acceso a las
comunicaciones, ¿lo tendría también al tráfico informático y al contenido de
los ordenadores? No deseaba acabar como Neville, no ahora que Horacio le iba
desvelando el día a día de los avances de la Hermandad. Los lingüistas creían
haber descubierto la clave para descifrar los textos de La Biblioteca del
Diablo, decían que en un par meses
tendrían el texto traducido. Todo le fascinaba, disfrutaba como un chiquillo, y
nada de eso deseaba perderlo.
Por eso había acudido inmediatamente a ver
a Horacio, él estaba más ducho en aquella guerra tras bambalinas y sabría qué
hacer. De piedra se quedó el anciano al descubrir el contenido del pendrive y
la felonía de Roth, sin dudarlo avisó a Barbosa y a Chung y los convocó a sus
aposentos. Y allí se habían reunido todos, con gesto serio y preocupado. A
excepción de Horacio, que sonreía bonachonamente.
—Siempre me estáis sorprendiendo —dijo—.
Esto del Cónclave es nuevo para mí, como os gusta el secretismo. ¿Cuántas
esferas más de poder me ocultáis? Esto parece el juego de las matrioskas.
Barbosa dulcificó su expresión y apoyó su
mano sobre el hombro de Horacio.
—No hay ninguna otra, querido amigo. El
anonimato del Cónclave reside en la propia naturaleza de su cometido,
preservando a la Hermandad de las amenazas exteriores. Para la estabilidad
emocional que nuestros científicos precisan nada es mejor que pensar que esas
amenazas no existen.
Un brillo de burla asomó a los ojos del
viejo arqueólogo.
—Estoy ya mayor para que me vengas con
proselitismos. Es discutible lo que acabas de decir, pero ahora no es el
momento para hacerlo. Tenemos que decidir es lo que vamos a hacer con el
pendrive. ¿Lo entregamos al Consejo?
—Yo creo que sería mejor esperar al regreso
de Aicha y Houari —sugirió Chung—. Necesitaremos de su autoridad para emprender
una acción contra Roth.
— ¿Y si descubre que lo tenemos nosotros?
—Aguirreche no estaba dispuesto a hacer de diana—. Apostaría a que mató a
Neville por esto, y si tiene acceso a la red puede que sepa que lo hemos
descargado. No quisiera ser la siguiente víctima, y ya ha demostrado que no se
detiene ante nada.
—Hay
que contar con que lo sepa y actuar en consecuencia —el acento meloso de
Barbosa no le restaba decisión—. Y aunque no lo sepa va a sospecharlo, por
deducción. Enseguida hilará razonamientos, Chung y yo por ser miembros del
Cónclave, Aguirreche porque se lo cruzó en el pasillo, Horacio por ser su
mentor... Ninguno estamos seguros. Pero lo que dice Chung es cierto, con
Neville vivo hubiésemos podido plantar cara apoyándonos en su cargo de
consejero, con él muerto necesitamos el apoyo de la Mayor y el del Jefe de los
Assassins, su autoridad dentro de la Hermandad. Ahora bien, Roth es un gran
aficionado al ajedrez, hagamos un enroque hasta que lleguen nuestros refuerzos.
— ¿A qué te refieres? —preguntó Aguirreche,
que deseaba una solución para el problema.
—Subiendo el contenido del pendrive a la
red, difundiéndolo a través de la comunicación interna anónimamente. Así dejará
de buscar.
Horacio no pudo evitar la carcajada. Luego
dijo:
—Eres tremenda, Barbosa —ambos se conocían
de la Comisión de Presupuestos, en la que ella siempre se había mostrado hábil
para extraerle los recursos de la familia Almendros—. Sabía que darías con la
solución.
—Pero así también desvelaremos la
existencia del Cónclave —objetó Chung— Aunque borremos esa parte de la
grabación él nos delatará.
—Cada problema a su tiempo, negociaremos
con él —dijo Barbosa—. Aguirreche, tú serás el primero. Luego acompañarás a
Chung para que haga lo mismo desde su puesto de trabajo. Iremos en parejas
hasta que el contenido del pendrive sea público. Yo iré con Horacio. En cuanto
todos lo sepan dejaremos de ser un problema para Roth, tendrá otras cosas de
las que preocuparse.
—Deberíamos informar primero a Houari y a
Aicha —propuso Chung.
—Tienes razón, pero aquí Roth puede
interceptar la comunicación, será mejor que nos desplacemos hasta Posadas.
Iremos todos juntos, así estaremos a salvo.
Bermúdez
Pidió un par de cervezas y esperó a que el
camarero se retirara. No estaba satisfecho con la actuación del holandés, pero
tendría que jugar las cartas de las que disponía.
— ¿Qué pasa, Vladimir, has perdido
facultades? —le espetó tras beber un trago.
El holandés respondió a su mirada,
desafiante.
—Fue muy rápido en su reacción, ese árabe.
Esos reflejos no los tiene cualquiera.
Los ojos de Bermúdez se endurecieron.
—Si hubiese sido un cualquiera no te habría
contratado, se supone que eres tan bueno como yo. En fin, ya sabes lo que se
cuece, la próxima vez no fallarás. En el hospital no, porque llamarías la
atención, un negro grandote no pasa desapercibido y supongo que le habrán
puesto protección. Envía a alguno de tus muchachos para que vigile y cuando
salga ve a por él.
— ¿Y qué hacemos con el detective?
—Ignorarle y evitarle, de momento. Iremos a
por su chica, eso le hará perder los papeles y lo dejará vulnerable, entonces
acabaremos con él.
El holandés se estiró en su asiento,
conocía de sobra la debilidad de Bermúdez y recelaba de su capacidad cuando se
dejaba llevar por ella. Aunque en el bosque de Iturí había logrado pasar
desapercibido hasta que se le escapó aquella chica y se lo contó a los mbuti.
Tuvo la oportunidad de verla cuando los pigmeos denunciaron las perversiones
del Diablo Blanco, como le llamaron, y aunque había visto muchas atrocidades en
el transcurso de la guerra nada comparable a aquello. Estaba mutilada y llena
de feas cicatrices, le extrañó que hubiese logrado sobrevivir y seguramente no
lo hubiese conseguido sin las hierbas sanadoras de los pigmeos.
—No termina de convencerme el asunto ese de
la chica —dijo—. Pierdes el control cuando te dejas llevar por el bicho ese que
llevas dentro. Y Madrid no es la selva, podemos perderlo todo.
Bermúdez le devolvió una mirada arrogante.
—Tú cumple con tu parte y yo cumpliré con
la mía. Daniela no te concierne, solo participarás en su secuestro. Ella es un
cebo, no la tocaré hasta que hayamos acabado con el detective.
—No se trata solo del detective, la policía
española es muy buena y por lo que me has contado él está en buenas relaciones
con ellos. No los quiero tras mis talones. El árabe es otra cosa, no es de
aquí.
La buena vida había reblandecido al
holandés, decidió Bermúdez.
—Y ella tampoco, es rumana. Puede que
pongan interés en la muerte de Bermúdez, al principio, pero tampoco es un
policía. Ellos son buenos en lo suyo y nosotros en lo nuestro, siempre se
corren riesgos —dejó que asomara el monstruo a sus ojos—. ¿Quieres rescindir el
trato? No hay problema, Vladimir.
El holandés captó la velada amenaza. Con
cualquier otro, incluso con cualquiera de los despiadados asesinos que había
conocido en la guerra, su reacción habría sido violenta, aunque extranjero
podía decirse que estaba en su territorio y no carecía de fuerzas para plantarle
cara, pero Bermúdez siempre había sido especial y para nada quería tenerlo como
enemigo. No tuvo que aceptar el trato, ahora lo sabía, se había dejado llevar
por la añoranza de la adrenalina. Se arrepentía de haber entrado de nuevo en el
juego.
—Solo tengo una palabra —sonrió, cínico—.
Espero poder decir lo mismo de ti. No te equivoques conmigo, Bermúdez, mis
colmillos siguen firmes.
No esperó la respuesta, dejó la cerveza a
medio beber y se marchó. Bermúdez lo dejó ir, satisfecho de su reacción.
El
monstruo no lo estaba tanto, detestaba cualquier interferencia en sus planes.
Tan cerca su momento por otra parte, estaba deseando encontrase a solas con su
víctima. No pensaba esperar a que apareciera el maldito detective para actuar,
el orden de los factores no iba a alterar el producto. Demasiado tiempo sin
saciar su apetito. Daniela era la recompensa.
La primera vez siempre es
especial. Bermúdez tuvo una amante que coleccionaba primeras veces, su
debilidad eran los primeros polvos, cargados de deseo y sin implicaciones
afectivas. Y bien, en su caso tampoco había segundas partes, ninguna tenía la
oportunidad de repetir, se las llevaba la muerte. Menos aquella vez en que la
víctima escapó marcando el principio del fin de su reinado, obligándolo a
replegarse de nuevo al interior. Tenía que ingeniárselas para volver a la
selva. No a Ituri, aquel ya era terreno vedado para él, pero sí que a alguna
otra parte del Congo. O podían visitar al tal Roth. Quizás conviniera que
Houari regresara vivo a La Hermandad para seguirlo y cumplir lo pactado, una
excusa para visitar la selva misionera. Allí podría resurgir a la vida con
plenitud y extraer de sus víctimas el terror que lo alimentaba. Aquella
contención de su naturaleza para desenvolverse en la cotidianeidad le consumía,
necesitaba recuperar su destino.
Rememoró. Claro que la
primera vez era especial. El subidón de adrenalina cuando la depositó sobre el
altar de madera que había construido en el poblado abandonado de los mbuti, las
fieras entonando su canto y las llamas de las antorchas danzando a su alrededor
mientras le arrancaba la ropa, los
primeros cortes…
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