Prólogo
El primer capítulo de la Hermandad no nació con voluntad de novela. La mención de un compañero de tusrelatos del Manuscrito de Voynich me llamó la atención y hurgando en la red averigué de él y del Codex Seraphinianus y se me ocurrió enlazarlo con la historia de la Hermandad. Como habréis leido tiene dos partes, en la primera se habla de Aguirreche y de su desaparición y en la segunda del acoso que empieza a sufrir Losada. Me tenía enamorado esa fotografía que saqué de las que cuelgan en "el tiempo", una fotógrafa de Aranjuez la hizo. Tenía el ambiente perfecto para el género negro y a partir de ella desarrollé la segunda parte del relato. Fue después de publicarlo cuando se me ocurrío darle continuación a la Hermandad. En este segundo capítulo salen a la luz tres de los personajes que constituyen los pilares de la novela, Aicha, en representacion de la Hermandad, Bermudez y Peña. Hacía tiempo que manejaba la posibilidad de dar vida a un psicópata y después de decidir que la Hermandad tendría un marcado carácter negro lo saqué a luz. Me cuesta acercarme a él puesto que soy una persona empática y me es difícil comprender a una persona carente de empatía. Ubiqué el origen del monstruo en la guerra del Congo porque es un tema que me tiene interesado desde que supe de él, una guerra con más de cuatro milones de muertos que no termina de acabar y en la que se dan violaciones continuas, asesinatos e intentos de exterminio de unas tribus a otras, y que esconde por detrás el interés de compañías y estados limítrofes por el coltan y otras riquezas minerales, el conflicto con más víctimas tras la Segunda Guerra Mundial iniciando el siglo veintiuno, una verguenza para la humanidad. Yo había iniciado una novela basada en él y una de esas averías informáticas se la llevó al limbo junto con alguno de mis relatos que no estaban guardados en nigún otro sitio, desde entonces cada vez que escribo lo subo a la nube y lo guardo en Safe. Así que aproveché la entrada de Bermúdez para sacar a colación esa horrible guerra y de esa manera denunciarla. Como veréis en este segundo capítulo son tres los personajes que intervienen, el tercero es Peña, el detective que ya había sacado en el relato "Atrapando a Daniela" que se encuentra en mi ebook "El secreto de las letras" y en "La mujer de rojo" que se encuentra en este mismo blog, siguiendo la costumbre de cruzar relatos y personajes. Se llama Peña pero pretendía llamarlo Briones, un despiste hizo que dejara el "Peña" en el primer relato y así se quedó. A partir de aquí las apariones de personajes serán de dos por capítulo, salvo excepciones. De esta manera tomé abierta postura por darle una trama negra a la novela adornándola con elementos de ciencia ficción. Y aquí cuelgo el segundo capítulo.
En la selva misionera
Aicha
La mayor fumaba apoyada en el tronco de un
palo rosa, su mano izquierda para el tereré. Se acercaban los meses de calor,
pegajosos y agobiantes. Aborrecía la selva misionera. Aunque la culpa de
continuar allí se debía en gran parte a ella misma, en su versión neófita de
concejala arrebatada por el entusiasmo juvenil. Entusiasmo que le había costado
la perdida de su estatus de investigadora para servir a la causa política de la
Hermandad. Añoraba el laboratorio, no era justo que después de tantos años siguiera
adherida al estamento político, ni que tuviera que soportar las tribulaciones
del cargo de mayor responsabilidad. Pero ella se lo había buscado al sugerir
que se adentraran en la selva y volviesen a utilizar el artilugio de espejos
para ocultar la entrada mientras se decidía la ubicación del nuevo enclave. Así
se había zanjado la Crisis Almendros. Veinticinco años después el Consejo aún
deliberaba sobre el lugar idóneo al que desplazar la sede de la Hermandad. Los
Cárpatos rumanos, el desierto australiano y la estepa kazajistana habían
desplazado al resto de ubicaciones inicialmente propuestas, ya solo quedaba
decidirse por una de ellas.
El estridente llamado de los guacamayos
rojos sobrevoló la selva. Un mono aullador les respondió, desafiante. La
humedad le pegaba las ropas al cuerpo, incomodándola como si fueran manos sebosas. A veinte metros se distinguía
la colmena de abejas, hacendosas, peligrosas también. Toda la selva era un
sobresalto, apenas hacía dos días que una yarará inoculó su veneno a un químico
despistado, suerte de antídotos prestos siempre para ese tipo de incidentes.
Maldita humedad, malditos bichos, todo por culpa de Schuman, imbécil resentido
pasándole uno de los anales a Almendros. Las hojas del dosel arbóreo no paraban
de gotear, detuvo su mirada en los racimos de claveles del aire, luego en las
orquídeas.
Los peligros no habían desaparecido, por
supuesto. El mismo Almendros no había cejado en su búsqueda y diez años atrás
le había seguido la pista al grupo que se desplazó para evaluar el posible
enclave australiano. Su antecesor en el cargo había resuelto reclutarlo para la
Hermandad y desde entonces redactaba los anales con un fervor que rallaba en la
idolatría. Su “Biblioteca del Diablo” se hallaba a salvo de curiosos en una de
las propiedades de los Almendros. Pero de España seguían llegando amenazas
desde el rastro dejado por Horacio, o acaso fuera que la Hermandad de los
Abderrahim había dejado la estela de su esencia prendida en la Sierra de
Cazorla durante los siglos que pasaron anclados en aquellos parajes.
Al-Ándalus, tierra de sus antepasados.
Desde que había accedido al cargo, dos años
antes, se había visto obligada a tomar decisiones dolorosas. La eliminación de
Schuman fue una de ellas, el alemán de pasado nazi había desatado la boca en su
vejez y se negó a pasar sus últimos días acogido por la Hermandad, habiendo
alertado a un espabilado reportero que acudió a escuchar sus desvaríos. Roth,
su antecesor, le había recomendado que utilizara a Bermudez, el español, un
individuo al que la Hermandad recurría para solventar asuntos delicados. Lo que
ella no había imaginado es que fuera a ejecutarlo. “Daños colaterales”, había
dicho Roth cuando se lo echó en cara. Había sido su bautismo de fuego como
Mayor y no estaba orgullosa de ello.
Que se decidieran de una vez, quería dejar
la selva. Ella prefería los Cárpatos, o como mucho las estepas kazajistanas
próximas a Siberia, para nada el desierto. Echaría de menos Buenos Aires, pero
Europa sería próximamente foco de acontecimientos importantes y quería vivirlos
de cerca. Apuró el tereré y aplastó una araña con la bota, no las soportaba. Ni
a los dichosos mosquitos. Desde la espesura los animales de la selva
interpretaban una inquietante cacofonía.
Y pese a sus recelos había tenido que
recurrir de nuevo al español para el asunto Carbonell. Bermudez juraba que no
había tenido nada que ver con el atropello pero no terminaba de creerlo. Al
menos Aguirreche sí que había llegado hasta la Hermandad sano y salvo, de lo contrario
habría acusado ante el Consejo a Roth por contratar los servicios de un
asesino. Ahora vigilaba al amigo de Aguirreche, el arquitecto, otro al que le
había dado por curiosear. Ojalá que desistiera y se acabara allí la cadena,
bastantes problemas tenía ya rodándole la cabeza.
Aicha había nacido en el seno de la
Hermandad, su padre era, aún, un importante neurólogo en activo. Guardó la
colilla en el bolsillo de su camisa, estaba prohibido dejar huellas de
presencia humana en las proximidades de
la entrada. Se sentía como si estuviese realizando un viaje a través del
universo con destino al planeta prometido. No finalizaría el viaje, no llegaría
a tiempo, su vida concluiría antes. Le dolía, estando tan cerca de la meta. La
selva la contemplaba, aparentemente impenetrable. En cierto modo era como ella,
necesitada de apariencias y temerosa de las excavadoras.
De vuelta a sus aposentos fue hasta la
habitación y se contempló en el espejo. Cuarenta y cinco años, que lejos de
aquella joven de veinte que irrumpió en el Consejo para proponer la solución de
los espejos. No los aparentaba, la Hermandad cuidaba bien a los suyos. Pero los
dos últimos años si que estaban dejando su huella. Aun así más de treinta y
cinco ni el más misógino sería capaz de echarle. Necesitaba una escapada a
Buenos Aires, unos brazos abrazando su talle. Consultó el reloj, cinco minutos
para la videoconferencia con los corresponsales.
Bermúdez
Realmente deseaba que cometiera un error.
Al diablo la mora, esa argelina que había sustituido a Roth. Asustado estaba,
eso seguro, porque se levantaba a media noche y se asomaba a la ventana. Casi
podía sentir el escalofrío que recorría su espina dorsal cuando le encontraba
allí, una sombra emboscada acechando sus movimientos, podía mascar su miedo. Lo
extraño es que apenas se moviera de casa, solo a las tiendas de alimentación
cercanas, el mercado y el autoservicio. Era arquitecto, con la que estaba
cayendo en la construcción igual estaba en paro. Pero no parecía que pasase
necesidades, debía estar bien cubierto.
El puto dinero, con lo bien que estaba él
en el Congo. Allí es donde había conocido a Roth, que viajó para hacerse con
una remesa de coltan y uranio que pudiera eludir las aduanas. No sabía muy bien
a que se dedicaba su empresa, cuando había que entrevistar a los tipos que le
encargaban que vigilase siempre enviaban a alguien y nunca estaba él presente.
Y del viejo chiflado nazi que tuvo que eliminar cualquiera se fiaba, no decía
más que gilipolleces sin sentido. Pero de lo que no había duda es que eran
importantes y poderosos. Y que parte de sus actividades eran ilegales, mucho
secretismo por medio. Pero bueno, tampoco eso era tan extraño, muchas de las
empresas que se anunciaban en televisión enviaban a sus representantes para
negociar el coltan y los diamantes que les esquilmaban a los congoleños tanto
las diferentes guerrillas como los países vecinos de Uganda y Ruanda. Bien
conocía él todos esos trapicheos, los había presenciado. Gran parte del tráfico
lo organizaba la hija del presidente kazajo, eslabón de unión entre los
expoliadores y los destinatarios, todas empresas importantes. El codiciado
coltan, empleado en la industria aeroespacial, la nuclear y todo tipo de
aparatos tecnológicos: móviles, ordenadores, consolas, armas
teledirigidas...Que nadie le hablara del bien y del mal, conocía de sobra todos
los rostros de la hipocresia. Él era tan solo, un soldado más.
Del Diablo Blanco nadie debía saber nada,
era su otro rostro, la sombra oculta. El motivo que le había llevado hasta el
Congo, en cuanto se enteró de que las violaciones y los asesinatos formaban
parte de la conducta cotidiana de las diferentes tropas implicadas en el
conflicto, que ya arrojaba un balance de más de cuatro millones de muertos. La
guerra ignorada, un guante para sus instintos. Allí pudo realizar sus sueños
prohibidos, patente de corso para violar y torturar, noches de sangre y sexo a
la luz de las antorchas, comunión con la naturaleza, hasta los animales del
bosque lluvioso se sumaban al rito con sus estridencias. Carnaza para el
monstruo. Hasta que Ituri lanzó a los espíritus en su contra, los mbuti le
denunciaron a la guerrilla y aunque no les hicieron caso empezaron a prestar
atención a sus movimientos. El monstruo tuvo que hibernar.
La llegada de Roth a la selva
había sido providencial y su oferta de trabajo la ocasión para cambiar de
aires. Cierto que la muerte de Carbonell se podía considerar accidental, había
tratado de increparle cuando le vigilaba desde el coche y como no había nadie a
la vista le atropelló para que no armara un escándalo. No la del nazi, ni la
del periodista que lo había entrevistado, al que había seguido hasta Buenos
Aires para que Aicha no se enterase. Hasta se permitió disfrutar un poco, que
en Ciudad Oculta cualquier cosa podía pasar. Ahora Aicha era su jefa, pero Roth
seguía manejando los hilos desde las sombras. Las órdenes recibidas, en
consecuencia, contradictorias. Aicha no permitía las ejecuciones y Roth
entendia los daños colaterales como un mal menor. Pero ambos estaban lejos, era
él quien decidía.
Peña
No esperaba aquella llamada, el tipo del
607. Le había conocido durante el caso de Daniela, un gerifalte de Interior de
la Comunidad de Madrid. Pero cuando ganaron las elecciones había subido de
rango, ahora era un gerifalte de Interior del mismísimo Ministerio, un halcón.
Pero como el panorama se presentaba delicado no deseaba usar sus privilegios en
vano, por aquello de la prevaricación, que para asuntos importantes seguro que
si echaba mano de ellos. El arquitecto era amigo de la familia y no podía
desairarlo, pero su petición encerraba varias actuaciones y no quería correr
riesgos innecesarios. Que me ocupara yo, tendría manos libres y la poli me
dejaría en paz. La factura al arquitecto, por supuesto, que tenía pasta larga.
Llamé al número que me dio y me presenté a
Raúl Losada, que estuvo encantado con que alguien le prestará atención a su
problema. Me invitó a comer a su casa. No era lo habitual pero acepté.