lunes, 7 de enero de 2013

La mujer de rojo (2 de 4)



    Daniela decidió despertarme al día siguiente de la manera más grata posible, gozaba yo de su boca cuando el Inspector Jefe Muñoz-Seca decidió llamarme, fiel a su costumbre de interrumpir nuestras libaciones. Y, como no, me esperaba en la puerta de la calle. Me adecenté lo más rápido que pude y bajé a recibirlo.
    —Aunque nuestros caminos se bifurquen terminan por rencontrarse —dije a modo de saludo mientras estrechaba su mano.
    —No por mi gusto, Peña. Lamento la muerte de tu chófer pero tenemos que hablar.
    No me pareció adecuado discutir nuestros asuntos en el domicilio de Daniela.
    —Tomemos un café entonces. Ahí en la esquina lo preparan bueno y podremos sentarnos —caminamos—. Así que Inspector Jefe, nada menos.
    —No me quejo —seguía pareciéndose a Rock Hudson pero con alguna cana más sobre el cuero cabelludo.
    Pedimos dos cafés solos y fuimos a sentarnos a una mesa del fondo, fuera de oídos indiscretos.
    —Tenemos un problema —dije mientras removía el azucarillo—. Uno de tus hombres es de gatillo fácil y se le fue la mano, mató a un inocente.
    Su gesto imperturbable reflejó por breves instantes la sorpresa ante mi acusación.
    —Ignoro quien ha acabado con la vida de Luciano Fernandez, pero puedo asegurarte que no fue Julio Alcocer. Algún sopapo que otro le atizó buscando las fotos, pero cuando le dejó asegura que estaba vivo.
    —Conflicto de intereses —objeté—. Lo mejor será que Asuntos Internos se ocupe del caso. Eres su jefe y como tal tengo que dudar de tu objetividad.
    —No me jodas, Peña.
    —Willy estaba limpio, te lo dirá la autopsia. Llevaba una vida normalizada y no tenía cuentas pendientes, me lo hubiera dicho. Fotografió a tu hombre saliendo del chalet y creo que ambos se reconocieron, de cuando tu inspector militaba en otra Brigada. Willy salió pitando y tu hombre tras él. Sabía que yo no estaba en la agencia y decidió refugiarse en su barrio, posiblemente pensando que allí le sería más fácil despistar al policía. Tuvo tiempo de pasar las fotos que me envió antes de que Julio le metiera dos balazos. Esa es mi versión y todas las circunstancias la apoyan. No se trata solo del caso que estáis montando en torno a Blas Ortega, ese dato no bastaría para explicar la conducta de tu inspector, pero resulta que se está tirando a la mujer de mi cliente y eso lo convierte en personal. Anoche tuve el placer de hablar con ella y se le da muy bien ronronear a la espera de un caballero que la rescate.
    No le dije que ella corroboraba mis suposiciones porque no estaba seguro de que a la hora de la verdad mantuviera la versión. Muñoz-Seca no se quedó de piedra porque tenía oficio, pero le acababa de marcar un tanto.
    — ¿Tienes pruebas o solo son suposiciones? —por si acaso era un farol.
    —Las sábanas de la dama están impregnadas del ADN de tu inspector. Tengo llave y permiso del propietario, antes de que lo preguntes —me estaba despachando a gusto.
    —Siguen siendo suposiciones, eso no demuestra que Julio lo matara —dijo Muñoz-Seca, aunque ya sin su convicción anterior.
    —Willy debió sorprender a los tortolitos haciéndose arrumacos, la dama solicitó la intervención de su caballero y este decidió que muerto el perro se acabó la rabia. Total, un ex-convicto más o menos a nadie iba a importarle. Solo que se equivocó. A mí sí me importa, y mucho.
    Le vi dudar.
    —Disculpa un momento —salió a la calle y habló durante unos minutos por el móvil, después regresó—. He retirado al inspector Alcocer del caso hasta que todo se aclare, pero no puedo pedir una orden para el chalet hasta cerrar el caso de Ortega. Una vez me pediste veinticuatro horas y te las concedí. Yo necesito cuatro días, seis como mucho.
    —Supuse que me saldrías por peteneras, como si fuera más importante tu caso de blanqueo que la vida de Willy. Por eso me tomé la libertad de coger la sábana como prueba de la infidelidad de la esposa de mi cliente, entra dentro de mis competencias. Más adelante me la requisarás como prueba en un caso de homicidio.
    —Ya veo que piensas en todo —dijo tras apurar el café.
    —La sábana solo es una prueba circunstancial. Necesitamos los casquillos y el arma, o algún testigo presencial. No creo que investigar eso afecte a tu caso, Ortega ni siquiera conoce a Willy y nada le he dicho de su muerte. Creo que fue a Sevilla.
    —Sí, allí está. Contra él tenemos pruebas suficientes, pero ha convencido a otros empresarios del sector para que blanqueen dinero a través del chino y algunos han accedido. Ortega fue a Sevilla a por el importe de esa remesa, la más importante hasta ahora. Cuando el chino acuda a recogerla los detendremos a todos.
    Muñoz-Seca sincerándose acerca de la operación, no lo podía creer.
    —O sea, que falta un último encuentro entre el inspector Julio Alcocer y la bella Laura —aventuré.
    —Enviaremos a otro inspector —dijo Muñoz-Seca.
    —No, que vaya Julio, que se confíen. Dudo que encontréis el arma o los casquillos, se habrá deshecho de ellos, y la presencia de un testigo es una cuestión de azar. Pongamos micrófonos en el chalet, mismo procedimiento que con la sábana. Yo los colocó y luego requisáis las grabaciones como prueba de homicidio, si es que grabamos algo sustancial —consulté mi reloj, eran las nueve y media—. Y ahora tengo que acudir a la comisaría de Vallecas para firmar una declaración, el inspector Rojas me está esperando.
    — ¿Quieres que le llame? —se ofreció Muñoz-Seca.
    —Para nada, es un tipo que me divierte mucho.
    Nos despedimos y yo caminé al encuentro de mi auto. El techo gris prometía lluvia y hacía frío. No es que tuviera ganas de encontrarme con Rojas pero me pillaba de paso, tenía la intención de inspeccionar la escena del crimen. No había arrancado el coche cuando me llamó Melani.
    —Darío, nos han entrado esta noche. Te has quedado sin portátil.
    Vaya, los tentáculos del inspector Alcocer se movían deprisa.
    — ¿Se llevaron algo más? —pregunté
    Me respondió un sollozo.
    — ¡Está todo revuelto! —añadió compungida.
    —No te preocupes, ordénalo poco a poco, sin prisas. No había nada importante que pudieran robar. Buscaban las fotos que nos trajo ayer el amigo de Willy y las tengo en mi poder.
    — ¡Y se han bebido el whisky! —hipaba
    —No, es que anoche la señora Ortega y yo le dimos un tiento.
    —Que no, que han abierto la botella nueva y solo han dejado un culín.
    —Si es que ya no quedan ladrones como los de antes, corazón. Anda, tómate ese culín que queda y ya verás como se te pasa el hipo. Y no te apures, tampoco es para tanto.
    —También se han meado en la alfombra.
    —Chao guapa, que no puedo hablar ahora —colgué antes de que me dijera que nos habían robado los muebles. Luego llamé al inspector Rojas diciéndole que me retrasaría y me pasé por el banco para depositar las pruebas en mi caja de seguridad. Solo me quedé las bragas y el teléfono.
    El inspector Rojas me recibió solícito y servicial, Muñoz-Seca no se había resistido a la tentación de ejercer su autoridad y lo había llamado. Incluso me brindó acceso al expediente de la autopsia. Tal como yo esperaba, Willy estaba limpio. Tenía señales de una bofetada en la cara y de un golpe en el estómago, seguramente un puñetazo. En la escena no se habían encontrado ni los casquillos ni el arma. Órdenes de dejar la investigación hasta nuevo aviso. Era de esperar, Muñoz-Seca querría lavar los trapos sucios en casa.
    Llovía cuando abandoné la comisaría. Siempre me ha gustado caminar bajo la lluvia, pero con paraguas. Cogí el que llevaba en el coche y paseé. Había dos aspectos del caso que no terminaban de encajarme, ¿Por qué había reconocido el inspector Julio Alcocer haber estado en la escena del crimen? Solo se me ocurría que algún testigo pudiera ubicarlo en el lugar. También me intrigaba el asunto de las braguitas. Si Laura había regresado a por ellas, ¿por qué después de marcharse Julio tras Willy no las había recuperado? Pudiera ser  que en realidad regresase a por lencería recién comprada  y lo de las bragas fuera un hecho circunstancial que había coincidido con mis suposiciones, pero... No, que va, nada de pajas mentales. Había regresado a por su prenda íntima y finalmente no la recogió. Acaso entrara en pánico cuando Julio fue a por Willy y salió pitando de allí. Era una explicación más plausible aunque tomada con pinzas. No, eran dos piezas que no encajaban en el puzzle y punto, y eso quería decir que el diseño de las piezas era defectuoso, alguien mentía. Pensé en interrogar a Julio Alcocer, pero en su terreno poco iba a conseguir y fuera de él no lo permitiría. La policía no iba a colaborar y la única posibilidad real pasaba porque algún testigo lo identificara. A él o a la bella Laura. Muy bien pudo acompañarlo en su persecución, explicaría que hubiese dejado las bragas en la habitación del chalet. Ella como testigo presencial del homicidio, que callaba por miedo a Ortega o para proteger a su amante. Con ella como testigo Julio no se salvaría, pero alegando la historia que me había endilgado la noche anterior no se sostendría como acusación porque era su palabra contra la de él. O sea que podían ser hasta cómplices. Pero a ella nadie me impedía apretarle las tuercas. Y si bien no disponía de efectivos para peinar la zona en busca de un testigo si que conocía a quien podía ayudarme, el amigo de Willy. Conozco gente, me había dicho. Pues era hora de que echaran una mano.
    Tenía el pie derecho mojado cuando regresé al vehículo. No sabía si por haber pisado un charco o porque el zapato estuviera roto. Arreciaba la lluvia y en las depresiones del asfalto se acumulaba el agua. Las once y media y un montón de cosas por hacer. Al sentarme al volante la pernera del pantalón se me pegó a la pierna, también estaba húmeda. Constipado a la vista, porque no podía ir a cambiarme aún. Llamé a Calín, así se llamaba el amigo de Willy, y quedé con él, el ciber estaba cerca. Antes de guardar las pruebas en la caja del banco había imprimido las fotografías del inspector Julio Alcocer en una copistería, y de las que tenía de Laura elegí una en la que aparecía con el vestido rojo. Vestido rojo, zapatos rojos, labios rojos, una rubia así queda en la retina de cualquiera. Le expliqué a Calín lo que pretendía y le entregué las fotografías junto con cincuenta euros para que sacara copias. También le pasé el número de mi móvil, que no importaba a la hora que me llamase. Después enfilé hacia la oficina, necesitaba cambiarme.
    Melani había puesto orden en los destrozos de la agencia y apenas se notaba nada. Me jodía lo del portátil pero se lo pensaba cargar a Ortega, al que por cierto me interesaba cobrar la mayor cantidad posible antes de que le trincaran. Tendría que exhibir algún cebo para que soltara la pasta. Le llamé, estaba en la estación del AVE de Sevilla, de regreso a casa. Debía estar pletórico y con las maletas repletas porque accedió a desprenderse de un suculento anticipo que cubriera los gastos y las pruebas de ADN de la sábana que le propuse, pruebas que en todo caso iba a realizar la policía y cuyo coste no saldría de mi bolsillo. Quedé en pasarme a última hora de la tarde. Antes tenía que ver a su mujer, aunque eso no se lo dije. Sonó el teléfono.
    —La señora de Ortega al teléfono —dijo Melani.
    Hablando de la reina de Roma...
    —Diga.
    —Hola detective. Tenemos que vernos.
    — ¿Y eso?
    —Necesito ponerme en contacto con la policía, la entrega será mañana.
    — ¿Desde dónde llamas?
    —Desde un bar.
    — ¿Te apetece que comamos juntos?
    — ¿Y si alguien nos reconoce?
    — ¿Qué tal en mi casa?
    —Dame la dirección.
    Se la di y nos despedimos. Tendría que pasarme por el mercado.

    Esta vez se presentó de negro, un vestido corto de vuelo que más bien parecía un camisoncito, dejaba al descubierto uno de los hombros y tenía un escote en forma de uve que exhibía no solo el nacimiento de los senos, sino también su pubertad. Un diminuto sujetador de encaje negro con lacitos rojos los mantenía enhiestos. Medias de rejilla y liguero que asomaba por debajo del vestido,  con tacones de aguja.
    — ¿Así vas por la calle? —pregunté mientras colgaba su gabardina en el perchero y cerraba la puerta.
    —Tengo un vestido en el bolso para ponerme cuando me vaya, pero quería que apreciaras lo que te estás perdiendo.
    —Ya te dije que cuando todo esto termine, ahora tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos. ¿Te gusta el cordero? He traído unas chuletas de lechal y unas setas de cardo, que se hacen en un momento.
    —Otra cosa me apetece comerme —se acercó, lasciva.
    Retiré su mano de mi entrepierna.
    — ¿A qué vienen tantas prisas? Me refiero a la entrega del dinero.
    —Esta vez es mucho y no es de Blas, sino de sus amigos. Quiere desprenderse de él cuanto antes,  en esta operación solo se lleva una comisión. Ha quedado mañana por la tarde con el chino.
    — ¿Y cómo lo sabes? He hablado hace un rato con tu marido y estaba en la estación de Sevilla esperando el tren.
    —Yo también hablé con él, Blas me lo cuenta todo.
    — ¿Irá a tu casa el chino por el dinero?
    —No, llamará a última hora de la tarde para concertar el encuentro, como siempre.
    Preparé una plancha y una sartén en el fuego y piqué unos ajos. En la plancha eché un poco de sal gorda y un chorro de aceite de oliva virgen, cuando calentó coloqué las chuletas. Otro chorro de oliva fue a parar a la sartén.
    —Te he traído el teléfono para que te pongas en contacto con Julio.
    — ¿No lo van a detener?
    —Sin arma ni casquillos va a ser difícil de probar. Me jode mucho pero estuve hablando con su jefe y el asunto de los maletines es una operación muy importante para la policía. Cuando concluya veremos que se puede hacer. Pero antes de que tu marido y el chino estén entre rejas no van a mover un dedo. Me toca esperar, aunque por lo que me cuentas no será mucho.
    En la sartén eché unos ajos para que se dorasen.
    —Me da miedo encontrarme a solas con Julio —objetó Laura.
    —No eres ningún peligro para él. Aunque testificaras sería tu palabra contra la suya acerca de una conversación telefónica. No es lo mismo que si lo hubieses presenciado —añadí las setas y tomándola del talle la miré a los ojos. Oscuros, fogosos, pero desamparados— ¿Lo presenciaste?
    —No, ya te conté como pasó —mentía.
    Di la vuelta a las chuletas y removí las setas.
    — ¿Tienes vino? —preguntó
    Señalé un mueble.
    —En la puerta de abajo. Saca una botella de Hacienda Monasterio, es un Rivera muy rico. En ese cajón de ahí está el sacacorchos.
    En vez de agacharse dobló la cintura, el vestido subió y disfruté de unas vistas preciosas, unas braguitas negras de encaje adornando un culo fabuloso. Me vino una erección y centré la atención en la comida. Salé las setas y añadí medio vaso de jerez, luego tapé la sartén. Me debatía entre la obligación y el placer, solo el recuerdo de Daniela me contenía, aunque ninguno de los dos habíamos prometido fidelidad. Sirvió dos copas de vino y yo preparé la mesa de la cocina, menos tentadora que la del salón. Pero que tonterías estaba pensando, con la travesuras que nos montábamos Daniela y yo en la cocina. La comida ya estaba lista, serví los platos.
    —Tengo algo tuyo —dije.
    —Pues dámelo.
    —Luego. Ahora come, que se enfría.
    —Pero luego quiero postre.
    Obvié la indirecta.
    — ¿Qué piensas hacer cuando detengan a tu marido? Seguramente embargarán todas sus cuentas.
    —Lo sé. Tengo algo ahorrado, aguantaré hasta que salga algo.
    Treinta y pocos le calculé, con aquel cuerpo no le costaría encontrar otro primo.
    —Blas te habrá presentado a mucha gente, no te faltarán pretendientes.
    — ¿Me estás juzgando, detective? No sabes nada de mi vida —me clavó sus ojos negros, esta vez gélidos.
    —Para nada —volví a llenar las copas de vino—. Me limitaba a constatar un hecho, sin emitir juicio alguno. Eres hermosa.
    —Gracias. ¿Y por qué no te paso la dirección de la entrega a ti y tú se la pasas a la policía? Me pondré nerviosa cuando vea a Julio y me lo notará.
    —Ya es un riesgo habernos encontrado aquí, como lo fue que ayer te presentaras en la agencia. No sabemos quién vigila a quién. Es la última entrega, hasta ahora todo fue bien, haz lo que hiciste las otras veces y no tientes a la suerte.
    —Como quieras —me guiñó un ojo.
    No dejó de coquetear mientras terminábamos de comer. Saqué unos tiramisús del congelador.
    —En el sofá —me dijo—. Está más blandito. ¿Tienes whisky?
    —Tras el postre café, sin café no soy persona. Espera en el salón mientras lo preparo todo.
    Se alejó contoneándose, prendidos mis ojos en su figura. Estaba tremenda.